La polémica en Alemania, lejos de manifestar posiciones excluyentes, ha evidenciado su complementariedad. Ha hecho patente que el problema no reside en la dicotomía irresoluble entre los derechos del individuo y la colectividad, sino en el hecho de que ambas posiciones se basan en un mismo principio: el de la propiedad como elemento esencial de nuestras relaciones y germen de la competitividad y del crecimiento. Para unos, la propiedad consiste en el goce y dominio individual del objeto; para otros, en su uso colectivo.
En El capital Marx analiza cómo, en el Reino Unido, a finales de la Edad Media, la enajenación de las tierras comunes fue una condición necesaria para que se conformase una primera forma de acumulación. El conocimiento, los afectos y nuestras propias subjetividades son los nuevos «pastos comunes» que las pujantes industrias del entretenimiento y la comunicación no cesan de cercar, constituyendo la forma que tiene el capitalismo actual de desarrollarse. Pero también una de las causas de su crisis. Ahora que la tecnología permite el acceso general a los bienes culturales, la lógica de un nuevo cercamiento no funciona ya que, como sostienen Christian Laval y Pierre Dardot, la actividad intelectual no es extractiva ni excluyente. 3 Se basa en la cooperación y no en la competitividad. Su uso no la agota, sino que la hace crecer. Se promulgan leyes restrictivas de los derechos de autor a la vez que se favorece la expropiación del trabajo cognitivo. Restringimos la circulación de bienes culturales al mismo tiempo que se promueve la hegemonía de un mercado que es, por definición, global. Y nos olvidamos de que los frutos de una obra, los relatos y las experiencias que generan van más allá de quien los posee o custodia, ya que son de todos, es decir, comunes.
1.Declaración de Jaime Botín: «El cuadro es mío. No pertenece a España. No es un tesoro nacional y yo puedo hacer con él lo que quiera». El País / The New York Times , 29 de octubre de 2015.
2.Conversación con el autor, Museo Reina Sofía. Madrid, octubre de 2015.
3.Christian Laval y Pierre Dardot, Commun (2014); Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI . Barcelona: Gedisa, 2015.
DE LAS IMÁGENES DE LA GUERRA
A LA GUERRA DE LAS IMÁGENES
Primera imagen. Winston Smith se dispone a escribir un diario, una práctica que en su mundo puede llegar a ser castigada con la pena de muerte. La escritura es un acto de rebeldía a través del cual este personaje intenta derrocar el poder que oprime a la sociedad en la que vive. Claramente estamos hablando del libro de George Orwell 1984 . Publicado en 1949, en él se perfila un mundo centrado en la producción, en el que las relaciones sociales se forman alrededor del trabajo y las libertades individuales han sido anuladas por el poder oligárquico del Estado. Se nos muestra que, bajo la promesa de un futuro mejor, existe una realidad terrible en la que se han suprimido las libertades esenciales de los ciudadanos. Ese poder es exterior, permanece oculto a la gente y la finalidad del autor no es otra que sacarlo a la luz. Para Orwell, como para una gran parte de su generación, la verdad es autónoma y su sola presencia conlleva el cambio y la transformación de la humanidad. Como sabemos, este texto es un reflejo literario de los diversos fascismos que recorrieron Europa durante los años treinta y supusieron la respuesta del capital a la Revolución de Octubre y a la crisis del 29, esto es, la estatalización total de las relaciones de producción y la militarización del trabajo y la vida.
Segunda imagen. Una multitud de ciudadanos se concentra alrededor de un mall en las afueras de Londres. Su única identidad viene definida por el deseo de consumir. El consumo es lo que les mueve a unirse, compartir sueños y valores, esperanzas y placeres. La imagen está extraída de Kingdom Come [ Bienvenidos a Metro-Centre ], una novela también de ciencia ficción escrita por James G. Ballard y publicada en 2006. En ella su autor nos describe una vida hastiada de la severidad moderna y de su pretendida solidaridad, en la que los centros comerciales, rebosantes de pantallas, letreros luminosos y reclamos publicitarios, se han convertido en las catedrales de hoy. Simbolizan una nueva forma política de masas. En ellos no hay sentido del pasado ni responsabilidad hacia el futuro, sino solo un presente continuo, propulsado por el placer de la compra y el intercambio.
Si la sociedad agobiante de la novela de Orwell responde a la que se extendió por Europa en las primeras décadas del siglo pasado, dando lugar a algunos de los momentos más oscuros de nuestra historia reciente, la ciudad que describe Ballard es totalmente contemporánea. Las dos se sitúan en lugares distópicos. Tanto Orwell como Ballard intentan predecir y exorcizar un futuro inmediato que perciben como amenaza; pero ahora no hay ningún gran hermano oculto cuya identidad y modo de actuación podamos desvelar. En ambos relatos el ciudadano como sujeto político es sustituido por la masa. En un caso permanece paralizado por un Estado militar, en el otro hipnotizado por el consumo. Sin embargo, en la situación actual la represión no es externa, no nos viene infligida desde arriba o desde un pretendido Ministerio del Interior, sino que somos nosotros mismos quienes generamos nuestros propios actos de coerción. Más aún, estos dejan de ser necesarios. «¿Para qué sirve la libertad de expresión cuando no hay nada que decir?», comenta uno de los personajes de Ballard. «Hablemos claro, la mayoría de la gente no tiene nada que decir, y lo sabe. ¿Para qué queremos la privacidad si esta se ha convertido en una prisión personalizada? El consumismo es una empresa colectiva. Lo que la gente busca [en el centro comercial] es compartir y celebrar, estar juntos. Cuando vamos a comprar somos parte de un ritual colectivo.» 1
¿Qué sucedió en los cincuenta años que separan ambas novelas? ¿Qué ha ocurrido para que pasemos de una sociedad autoritaria en que la cultura y el arte tenían una capacidad liberadora a otra que ha interiorizado la represión y en la que las imágenes son objetos de consumo? Básicamente estas cinco décadas son las que separan un ámbito moderno de otro posmoderno. Si antes un cierto tipo de arte, como el que proclamaba Adorno, implicaba un espacio de resistencia, hoy se muestra débil ante la capacidad del sistema de absorber y transformar las actitudes en formas y objetos, y estos en mercancías. Los espacios de libertad que los artistas anhelaban se han convertido a menudo en nuevas condiciones de trabajo e incluso de explotación. Si la crítica social de los años sesenta y setenta imaginaba un futuro en el que trabajo, placer, ocio y negocio confluían y superaban la alienación del mundo moderno, ese deseo se hizo realidad en los años ochenta y noventa. Pero no como se había imaginado, sino como su doble negativo. El carácter de apertura de esta crítica no solo ya no constituye un compromiso de libertad y positividad, sino que es su impedimento. No es una promesa de liberación, sino la premisa sobre la que se asienta el neoliberalismo.
En este contexto, no es casualidad que la crítica institucional que tuvo su función durante los sesenta y setenta haya dejado de tener sentido y que cualquier posición de resistencia se deba plantear no desde fuera del sistema, sino desde esta multitud y sobreabundancia de actos cognitivos de los cuales la propia crítica forma parte. La esfera pública ha sido sustituida por su manifestación exacerbada: la publicidad. Y para esta no hay reglas éticas ni orientaciones que se sitúen más allá de la eficacia del intelecto general, esto es, que no tengan como función la generación de riqueza. De ahí el predominio del oportunismo, el cinismo e incluso el miedo.
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