Toni Aira - La política de las emociones

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Las emociones y los sentimientos han sido siempre determinantes en política. Pero ¿por qué ahora ocurre más que nunca? Nos proponemos mostrar cómo y por qué las emociones dominan el mundo, para ser menos prisioneros de ello. ¿Quién no ha leído algún tuit de Donald Trump y no ha percibido su odio latente o expreso? Seguro que más de uno ha visto algún fragmento de los debates sobre el Brexit o sobre la crisis del coronavirus, ahí con Boris Johnson luchando infatigable contra los elementos. ¿Y aquel eufórico «asaltar los cielos» de Pablo Iglesias? ¿Y lo bien que nos hizo sentir Pedro Sánchez cuando se estrenó como presidente diciendo que dejaría atracar en España el barco con migrantes que Matteo Salvini había bloqueado en Italia? Quizás habrás visto algún meme de los muchos que se hicieron sobre el canadiense Justin Trudeau a lo príncipe azul en una foto junto a Melania Trump. Y no niegues que, pasada la gran crisis, has oído hablar en más de una ocasión sobre la admiración que despierta Angela Merkel. Y de la irritación que despierta el discurso de Abascal, no caben dudas… ¿Qué hay de verdad en todo ello? ¿Y en todos ellos? ¿Y en esos sentimientos que generan a millones de personas? La ciencia de la emoción hace tiempo que lo estudia, y es que, si los sentimientos mueven el mundo, ¿cómo no iban a hacerlo también con la política? Vivimos más del «gustar» que del «disfrutar», más de apariencias que de realidades. ¿Y cómo no iba a sublimar eso una política que vive en campaña permanente? Es el mundo que vivimos. Los protagonistas de este libro son eso. Son ellos, pero también somos nosotros.

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La tecnología, las aplicaciones, las tabletas desde las que podemos ver la serie o la película que queramos, incluso avanzando rápidamente en su metraje si la cosa se pone aburrida o de un suspense insoportable… Todo eso y más nos ancla en un presente sostenido que se va reseteando cada poco. Vivimos instalados de forma permanente en un ahora distraído. En apariencia, felizmente encallados en un agradable mundo, sobre todo el virtual. Eso sí, todo tiene consecuencias también en el mundo analógico, sobre la realidad.

LA CONSTRUCCIÓN DE LAS EMOCIONES

¿Cómo convivir con todo esto? En primer lugar, conociendo esta realidad y la características que la describen. Además, podemos aprovecharnos y no solo ser víctimas de este fenómeno. Para botón de muestra, solo hay que fijarse en el manejo de las emociones que realizan nuestros políticos, y más concretamente algunos de los que han cosechado mayores éxitos en los últimos tiempos. Siempre que por éxito computemos llegar a la cima y mantenerse ahí lo suficiente como para que, como mínimo, la opinión pública les dedique un tiempo de su dispersa atención. De ahí la creciente profesionalización de la comunicación política, una necesidad que defendía en 2002 en el contexto español, cuando empecé a estudiar el mundo de las estrategias comunicativas y de sus artífices en la sombra, sobre todo planteado en comparación con un ya entonces muy profesionalizado contexto anglosajón. Porque las emociones también son una construcción. Como el sentido del humor, que sabemos que es diferente, por poner solo tres ejemplos, en el caso británico, en el ruso y el español. Y la construcción puede realizarse a muchas manos.

Es por eso que he concebido este libro como un billete con destino a revertir esta situación, darle la vuelta al mundo vía emociones, o mejor, a través del uso de las emociones que nos enganchan y los sentimientos que estas generan. Un lenguaje que la mayoría de mortales utilizamos de forma más bien intuitiva, a menudo sin saber exactamente lo que estamos haciendo o lo que podríamos llegar a hacer. Los políticos y sus equipos de asesores, en cambio, son perfectamente conscientes de lo que hacen la mayor parte del tiempo. Esa consciencia implica, en el campo de las emociones, jugar con la generación de sentimientos con un objetivo a alcanzar. En este sentido, comunicar con intención, y hacerlo eficazmente, pasa cada vez más por el manejo de las emociones.

Palabras, eslóganes, discursos, promesas. Todo ello nos retrata a los políticos, en paralelo a su imagen, a su actitud y a otros frentes más visuales. Fondo y forma son decisivos en un tándem ya indisociable, nos guste o no. Pero, ¿por qué? ¿Cómo hemos llegado a esto como sociedad y como individuos? ¿Tan escasa es nuestra capacidad de razonar? ¿Tan a flor de piel tenemos nuestras reacciones, que un gesto o un tono inspirador pueden reportar la confianza que no se gana con un discurso mediocre? ¿Tan poco la traspasamos? La respuesta a todas estas preguntas tiene mucho que ver con las emociones y los sentimientos que generan. Han estado ahí siempre, siempre han condicionado nuestra atención, nuestra memoria y nuestro razonamiento lógico, pero el salto clave que hemos dado como sociedad consiste en que ya no vivimos de espaldas a ello, ya no se niega. Y actuando en consecuencia, se está aprendiendo a marchas forzadas a gestionar esas emociones que generan los sentimientos que nos mueven, también al voto. ¿Esto hace la política contemporánea peor o mejor que sus precedentes? La respuesta es fácil si atendemos al global de lo que supone un razonamiento basado sobre todo en lo emocional. Como ha escrito el experto en libertad de expresión Greg Lukianoff y el psicólogo Jonathan Haidt en un libro revelador, La transformación de la mente moderna (2019), «el razonamiento emocional es una de las distorsiones más comunes de todas; la mayoría de la gente sería más feliz y eficiente si no lo empleara tanto». Aplicable a todo. Aplicable a la política. Aplicable siempre, especialmente ahora, pero con una ristra de precedentes.

DISTRAÍDOS Y VULNERABLES

En los análisis de lo contemporáneo no debería optarse nunca por el presentismo , por limitarse a las circunstancias del presente, aunque a menudo se cae en esa acotación. Poner en contexto histórico es importante, entre otras cosas para acertar en ciertas causas o antecedentes que también ayudan a explicar el presente y a especular con una mínima base sobre escenarios futuros. En este sentido, cuando alguien plantea la recurrente frase «Los líderes políticos de antes eran mejores, tenían más nivel que los de ahora» —así, sin más, como mucha gente lo verbaliza a menudo—, la necesidad de matiz y de contexto llaman imperiosamente a la puerta. Porque en absoluto puede juzgarse el nivel de los políticos, o medirlo, sin hacerlo a la vez con sus respectivas sociedades. Los políticos son parte y producto de ellas. Aunque nos pese, no son muy diferentes en cuanto a capacidades, a talantes y a comportamiento de la ciudadanía a la que representan en instituciones y partidos, y en la que también se integran. Alguien podría plantear que de los políticos, de los administradores del bien común, de los constructores de nuestras sociedades desde las instituciones de todos, debería esperarse un nivel mayor, y que deberían aplicárseles unos baremos de exigencia también superiores. Pero la discusión es otra, que no anula además la necesidad de analizar ecuánimemente si en efecto nuestros políticos son más o menos insustanciales, más o menos preparados, más o menos simplificadores de la realidad que el resto de sus contemporáneos. Aquí, como en tantas otras circunstancias, valdrá la pena escuchar a Hannah Arendt y algún tramo de su libro Verdad y mentira en la política (2017), como cuando defiende que «la opinión, y no la verdad, está entre los prerrequisitos esenciales de todo poder». Opinemos, pues, analíticamente. Pero a la vez no apartemos del todo las emociones en este análisis de la realidad, por mucho que queramos racionalizarla.

La obsesión por tejer relatos —en las mentes del público—, para imponerlos como guion a menudo vacío, se ha comido la concepción más clásica de la política, que es la acción ligada a construir realidades —palpables, sobre el terreno—. La táctica que históricamente describía a los periodos electorales, al cronificarse la campaña electoral permanente, se come la verdadera estrategia, y lo hace cada vez de forma más acelerada y compulsiva. De ahí que la finalidad de la política, que tradicionalmente había sido enfocada a la gestión del poder, del bien común una vez superadas unas elecciones, pase a convertirse en una carrera electoral constante donde los debates y los juicios que se provocan sean cada vez más superficiales.

Ganar elecciones, un paso tradicionalmente importante al servicio de otro objetivo último, gobernar, pasa a ser el principal objetivo la mayor parte del tiempo. Hemos perdido el miedo al cambio, todos, o al menos nos hemos acostumbrado a ello, a estar en permanente movimiento —también emocional—, y le hemos cogido más afición. Nos hemos acomodado a este contexto. A menudo, en vez de transaccionar, discutir, argumentar, contraargumentar, ceder o negociar, lo más fácil, lo más atractivo, es tirar de aquel consejo clásico que dan los informáticos: reiniciar. En política, reiniciar significa elecciones. Cada vez más seguidas, con menos periodo de entreguerras que distancien unos comicios de los otros. Con menos realidades construidas de por medio. Y, eso sí, con más luchas de relatos pensados en clave publicitaria, marketiniana, de campaña, en disputa por la atención y por el favor de un procrastinado público al que se debe impactar emocionalmente para que en él se creen sentimientos que muevan a la acción.

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