Al tener a Focine como fondo de estas reflexiones no hago sino afirmar que creo en su importancia o, mejor, en su necesidad. Su creación fue un acierto y un paso gigantesco y su disolución implicaría un imperdonable retroceso. En el panorama mundial se ha llegado a la situación de que ningún cine que no sea el de los Estados Unidos puede prescindir de la intervención y el apoyo estatal. La invasión masiva e indiscriminada de los productos norteamericanos a nuestros países ha llevado, incluso, a hacer desaparecer casi por completo la exhibición de películas antes siempre presentes, como las francesas, las italianas y las británicas, ha vuelto definitiva la ausencia de las de otros países y hasta ha confinado a un cine sin competencia en su sector, como el mexicano, a la condición de ghetto en las orillas. Naturalmente que este sistema le cierra por completo su propio territorio al cine latinoamericano y es el causante de que los esfuerzos colombianos de producción se desalienten por completo y no alcancen nunca a aquellos a los que están destinados.
Un instituto de cinematografía y fomento al cine no es, pues, un capricho que malgasta los recursos del Estado en hacer paternalismo con los que quisieran pasarse la vida jugando con una cámara. Es un asunto que tiene que ver con la imagen que el país tiene de sí mismo, con la posibilidad de que algún día pueda mirarse en un espejo auténtico y no en las distorsiones de los ajenos. Es la necesidad de hacer posible un medio que es instrumento no solo de arte sino de información, de expresión política, de registro histórico y de actividad educativa.
Para que funcione adecuadamente debe ser un instituto técnico especializado, en el cual los análisis de situación y las decisiones estén basados no en intuiciones de buena voluntad ni en juegos de azar, sino en conocimiento serio de los medios y de la sociedad en la cual se aplican. Esto solo se puede obtener con un equipo equilibrado de artistas, técnicos y administradores con experiencia en el campo y dándole a la entidad una agilidad fuera de las clásicas e inmóviles estructuras burocráticas y, por supuesto, al reparo de las cuotas políticas. Lo que esta entidad hace en realidad, que es administrar dineros recaudados para ser aplicados en la actividad cinematográfica, exige una presencia fuerte pero técnica y organizada de los cinematografistas y unos mecanismos a través de los cuales ellos puedan hacer efectiva su participación en las políticas y las decisiones. Todo ello suena utópico, tan utópico como siempre ha sonado el establecimiento de una cinematografía nacional viva y activa. Sin embargo es necesario ponerla como meta si se quiere que la expresión cinematográfica tenga futuro en Colombia. Y es necesario tenerla en cuenta como una nueva paradoja, esta vez creativa y necesaria: en el país habrá que hacer películas que, al mismo tiempo, prescindan de Focine y dependan de Focine. Que prescindan en el proceso creativo, que puedan surgir sin intervenciones ni decisiones ajenas a las de sus creadores y que reciban de Focine las ventajas de una estructura, de una organización, de unas políticas que garanticen esa libertad creativa. Que así sea.
Publicaciones parciales: Magazín Dominical de El Espectador, N.o 271, 5 de junio de 1988; Suplemento Dominical de El Colombiano, 12 de junio de 1988
El cine colombiano en los años ochenta
Ya hay con quién pero no hay cómo
A dos meses de concluir la década de los ochenta uno estaba ya pensando que el cine colombiano era, definitivamente, un sueño inalcanzable. A dos meses de concluir la década de los ochenta, sin embargo, No futuro de Víctor Manuel Gaviria, una película durante mucho tiempo inconclusa, envuelta en desagradables leyendas sin posibilidad de constatación, es, por fin, una realidad palpable, una película concreta que demuestra poder subsistir por su propia virtud, ser superior a todas las charlatanerías creadas a su alrededor y, ante todo, el primer ejemplo legítimo y acabado de ese cine que ya no creíamos posible.
Paradójicamente, la satisfacción casi sin reservas que la visión de esta película suscita se ve colocada de nuevo ante el abismo, sardónicamente cuestionada por el absurdo total e indescriptible en el que burócratas, vividores e ineptos de todo tipo han sumido a la estructura productiva de nuestro cine. En la década de los ochenta el país comenzó a contar con un número suficiente de personas capacitadas técnicamente. En la década de los ochenta gérmenes de talento se revelaron en más de una persona dedicada a narrar en imágenes. En la década de los ochenta el progreso del aparataje técnico facilitó, más que nunca, la concentración en los aspectos esenciales de la creación. Sin embargo, en la década de los ochenta el cine colombiano fue sepultando, una a una, sus propias perspectivas, víctima de los vicios de un Estado de clientelas y prebendas, de profesionales en el arte del desconocimiento de todos los campos a los cuales los va llevando el reparto y el ascenso por gratificaciones.
Focine. Cuántas veces se ha intentado analizar, sugerir, diagnosticar el significado y la carrera sin rumbo de este instituto comercial del Estado. No pretendo repetir este análisis, pero sí insistir en el hecho incomprensible de que la entidad creada para facilitar, fomentar, subvencionar, coordinar y hacer posible un cine colombiano se haya convertido en el más infranqueable obstáculo para su existencia. Al principio Focine fue una entidad llena de errores y de fallas de cálculo, pero definitivamente orientada a cumplir su función. Pero a partir del afán desmedido de protagonismo del parlamentario Rentería (y del descubrimiento hecho por los políticos de que tenían a su disposición una nueva y prometedora ubre), la burocracia total terminó por apoderarse definitivamente de la institución y por llevarla a la absoluta inmovilidad que hoy la caracteriza; una inmovilidad que se agravó enormemente con el juego de intereses de los exhibidores, cuando comenzaron a negarse a pagar los impuestos recaudados en taquilla como sobretasa al espectador. Entre debates parlamentarios, conceptualizaciones jurídicas, declaratorias de nulidades e inexequibilidades, acusaciones por peculados y desfalcos y toda clase de delitos administrativos, la década de los ochenta nos dejó un único perdedor, cabalmente aquél que no debería haberlo sido: el cine colombiano.
Hoy por hoy hay en Colombia mucha gente que quisiera hacer cine, trabajar entre una de las muchas posibilidades que este medio ofrece en lo técnico y en lo creativo. Más aún, ya lo dijimos, hay gente preparada para hacerlo. Pero a dos meses de concluir la década de los ochenta, nadie sabe todavía cómo debe ser este cine y, mucho menos, cuál es la manera de producirlo y de hacerlo llegar a un público. Las políticas de Focine han reflejado constantemente las insuperables contradicciones de los mismos cineastas. Cuando uno de los gerentes de Focine lanzó la idea de realizar una serie de mediometrajes para la televisión, su pensamiento no iba dirigido al producto que iba a resultar de este proyecto, sino al meramente gremial de ofrecerle a la gente de cine una oportunidad de trabajo. El divorcio absoluto entre la estructura televisiva y cinematográfica en el país hizo que esos mediometrajes fueran transmitidos por los canales del Estado como cuota obligada, a manera de participación tolerada de parientes pobres o recomendados políticos molestos, para luego pasar a convertirse en fantasmas flotantes, sin objeto, productos demasiado caros para ser simple entrenamiento, demasiado baratos para despertar el interés de algún otro canal de difusión, ni siquiera el de los cine-artes.
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