Luis Alberto Álvarez - Páginas de cine

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Páginas de cine es una selección de las columnas sobre cine que Luis Alberto Álvarez escribió en distintos medios periódicos colombianos entre 1976 y 1995, y que no había vuelto a ser publicada desde 1998. Luis Alberto Álvarez no solo realizó un constante y juicioso trabajo de crítica cinematográfica —de las cuales se compilan cerca de 270 piezas en los tres volúmenes que componen el libro—, sino que además propulsó la crítica de cine en nuestro país, nos mostró lo mejor del cine mundial y, principalmente, contribuyó a formar un público con criterio para ver y juzgar cine.

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Otra de las constantes paradojas en este tema es que el cine colombiano, y en general el latinoamericano, pese a provenir de una región del mundo con notabilísima literatura, tienen dificultades evidentes en contar historias por medio del cine. En mi opinión es esa misma tradición literaria, retórica en su peor forma, lo que les cierra el camino a historias puramente cinematográficas, contadas con el insuperable grado de realidad que otorga la imagen del cine, con personajes vivos y reales que sienten, sufren y se alegran y en quienes podamos leer o proyectar nuestras propias circunstancias. Una literatura de paisajes, de mitos, de metáforas, de fantasía y de juegos de lenguaje, de objetos que no significan lo que son sino alguna otra cosa, resulta menos adecuada al cine de lo que podría pensarse.

Los mitos literarios se ven en pantalla acartonados, falsos, intolerablemente simbólicos. El síndrome García Márquez ha resultado canceroso para el cine latinoamericano, para el que los europeos han hecho sobre Latinoamérica y particularmente paralizante para el colombiano, que después del premio Nobel se siente inhibido para contar historias simples, cotidianas, sencillamente directas o de complejidad realista y psicológica, y se siente obligado a acudir al legendarismo trascendental cuando sus intenciones son las de hacer arte cinematográfico.

Este síndrome es el que lleva a las instancias burocráticas a querer convertir nuestro cine en una ilustración de nuestras glorias literarias o patrióticas, a buscar compulsivamente “grandes temas” pensando que solo ellos le darán carta de nobleza al cine colombiano y que el nombre de un premio Nobel en los créditos es la clave para abrirnos festivales y distribución internacional. Es un error que se ha cometido una y otra vez en muchos países desde las primeras décadas del cine, apadrinando con nombres como los de D’Annunzio o Bernard Shaw películas que a duras penas recuerdan los especialistas como referencia. En cambio los Ladrones de bicicletas y su mundo gris y cotidiano, sin realismos mágicos, dejaron una huella que nunca pudo emular ni de lejos su ya olvidada fuente literaria.

La inseguridad de esas instancias burocráticas en un campo que, como el del cine, conocen apenas los lleva a buscar apoyo en connotaciones ajenas. La insistencia en “versiones” y transcripciones literarias le ha quitado mucha flexibilidad al nacimiento de ideas fílmicas propias en Colombia

Pero uno de los aspectos más paradójicos de la inadecuada política de fomento en Colombia es que la actividad de Focine, más que impulsar, ha terminado estatizando la creatividad cinematográfica en el país. La empresa asumió dos formas, ambas problemáticas, de realizar su tarea. Por una parte se convirtió en una institución parabancaria, en una corporación financiera, de una manera que, en caso de ser necesaria, debió ser asignada a un ente especializado en préstamos y garantías. El cine, bueno o malo, necesita dinero y, para efectos de producción industrial de consumo y entretenimiento no tiene nada de reprochable financiar un proyecto que ofrezca rentabilidad y cuya inversión sea recuperable. Los millones prestados por Focine a proyectos insignificantes desde todo punto de vista y cuya inversión no pudo ser recuperada de ninguna manera muestran claramente lo inadecuado de la institución para llevar a cabo este tipo de operaciones.

Por otra parte, se creyó que un instituto cinematográfico estatal debía asumir las funciones de mogul, posar de empresa de iniciativa privada cuyo capital le permite intervenir, dirigir, poner condiciones, elegir temas, dictar, como cualquier Harry Cohn o Louis B. Mayer. Esta actitud resultó fatídica y, desgraciadamente, se sigue ejerciendo de una manera u otra. Es la que mueve a decirle a un director que “el tipo de películas que usted hace no nos interesa en este momento”, o “ponga a tal o cual actor en lugar de este”, o “este tema no parece conveniente por ahora”. Es el estilo que impone temas fijos para concursos, como “exaltación de los valores nacionales” o “película oficial para celebrar el centenario de La vorágine”, en forma de mecenazgos generosos surgidos del capricho de algún burócrata. Un modo que impide la creación de un mecanismo bien organizado y libre en lo posible de intervención ideológica, que le facilite a la libre creación su ejecución práctica. Esta pose de productora única, casi siempre con un “zar” del cine en su vértice cuya benevolencia hay que conquistar, ha hecho de Focine una especie de UFA de mala muerte, donde la libertad creativa se ve controlada y restringida por los que manejan un capital que no es suyo y en la que tienen voz, voto y poder decisorio personas que, en la mayoría de los casos, no tienen otra autoridad para juzgar un producto artístico que un casual nombramiento burocrático y político.

Esta situación, decíamos, es paralizante porque, al lado del multinacional de la distribución y del nacional privado de la exhibición, se ha convertido en un tercer monopolio, el tercer elemento monolítico y de dificilísimo acceso de la estructura del cine colombiano. El Focine productor ha inhibido la existencia de la producción privada colombiana casi hasta la desaparición total. Los productores de las películas colombianas son, en realidad, productores ejecutivos de la única gran empresa productora. Esto significa que, en Colombia, fuera de Focine no hay salvación y que poquísimos han intentado la aventura de hacer un cine por su cuenta y riesgo, que es lo que debería ser la norma. La razón de ser de Focine debería ser el estímulo, el apoyo, el ofrecimiento de alternativas y condiciones favorables a estas producciones independientes. Así se evitaría el fantasma de un cine “oficial”, amañado y controlado pero con medios a disposición, opuesto a un cine libre pero siempre en las márgenes de la producción, siempre amenazando la no existencia.

Esta es, en mi opinión, la razón por la cual el cine hecho en Colombia en los últimos años ha contado con ciertas posibilidades técnicas y con condiciones de producción que otros países como el nuestro quisieran tener (sin que quiera decir que esas posibilidades y esos medios sean espléndidos) y, sin embargo, el resultado logrado está lejos de hacer que el país sea tomado suficientemente en serio en el contexto de la expresión fílmica mundial. Siempre me he preguntado por qué países como Perú y Bolivia tienen un récord de películas significativas y apreciables mucho mayor que el que puede ofrecer Colombia y creo que se deba a una mejor aplicación del esfuerzo individual y privado, a que en la producción de esas películas no meten la cucharada tan intensamente burócratas, políticos ni figuras culturales de prestigio. Es un cine de gente de cine hecho con sensibilidad de cineastas y no un cine con complejo de culpa que se pasa pidiendo padrinazgos.

Sabemos que la utilización del cine puede perseguir metas muy diferentes, desde las meramente instrumentales y pragmáticas, pasando por las del entretenimiento ligero hasta las de relevancia humana, política y estética. Estas últimas son casi siempre fruto de la expresión personal de un artista. Es claro que, si bien es necesario reconocer la existencia de las primeras formas y su relativa importancia social, es la última la que debe ser objeto prioritario del apoyo estatal. El primer tipo de cine está situado casi siempre en límites variables y contingentes, en el campo de lo que se consume y desaparece, y es en el segundo donde, casi siempre, surgen las cosas de valor permanente, llámense arte o como se quiera. Sucede, sin embargo, que es en ese sector de la creación donde suelen darse las estructuras complejas de las que hablaba el soviético Lotman. Debido a esta complejidad, este cine requiere una atención más intensa e implica un nivel de recepción más maduro y más difícil de encontrar. No tiene nada que ver con lo que se cataloga simplísticamente como elitismo o intelectualismo, pero exige un tratamiento especial y unas posibilidades distintas a las del cine, digamos, “de estructuras simples” y hasta “primitivas”. El esquema de distribución y exhibición existente no es adecuado para este tipo de películas y por ello se ven condenadas a la desaparición instantánea, en caso de que hayan logrado siquiera ser realizadas. Es cierto que Focine se ha esforzado por crear condiciones alternas, como ya lo dijimos, pero no basados en un análisis concienzudo y organizado de las posibilidades. Los circuitos alternativos no solo necesitan proyectores y silletería sino una filosofía, unas facilidades concretas de trabajo, una organización.

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