Con este punto de vista, vamos a pensar algunos aspectos de la vida académica e institucional de la universidad. Adelantemos el razonamiento que vamos a desarrollar en unas breves líneas: en esencia, vamos a tratar de mostrar que existen protocolos no vedados (inconscientes) de las instituciones que suelen estar asociados a lineamientos patológicos y condiciones enfermizas con severas consecuencias en el deterioramiento de la salud físicoanímica y política de los individuos. Es cierto que las instituciones de educación superior requieren normatividades y estándares en su devenir, pero no lo es que alcancen cimientos inquebrantables o que mejoren necesariamente por homogeneizar actividades y creencias a través de férreos proyectos, inamovibles directrices, fijos reglamentos, clasificaciones internacionales, etc. Es más, con frecuencia es notable el modo en que la cristalización estricta de actividades y creencias se hace motivo de decaimientos, ruinas y daños. Es una prescripción teórica conocida la idea de que las imposiciones funcionales, de hecho, pueden atentar contra el curso de las instituciones (cfr. Merton 2010, 98-101).
No vamos a suponer que son necesariamente nocivos los planes a largo plazo, las reglamentaciones internas, los estatutos que definen la misión y la visión de las instituciones y las pretensiones de categorización según los estándares que proliferan aquí y allá, las necesidades de financiación, la afinidad con el mercado, la productividad, el afán por conocimiento útil y el desarrollo de tecnologías nuevas e innovación, etc. Queremos tratar de mostrar que el ahogamiento en procesos de decisión del estilo top-down tiene efectos en la tendencia a las desconfianzas, las sospechas, las soledades, los aislamientos… Ver los asuntos de la universidad con el punto de vista inclinado siempre hacia arriba tiene profusas consecuencias, como la tendencia a las prelaciones solitarias, el florecimiento de intestinas luchas por los prestigios académicos y científicos, la formación de relaciones paranoicas y desconfiadas.
Así, pues, nuestra hipótesis de trabajo es que la combinación del punto de vista de la reflexión política con el punto de vista del análisis de las emociones (análisis psicopolítico) sirve como clave de interpretación de los climas de desconfianza y estrés asociados con frecuencia al trato profesional y académico en las instituciones de educación superior. Por supuesto, no nos proponemos alcanzar valoraciones sobre el devenir de las instituciones; es decir, no vamos a usar expresiones generales (bueno o malo, correcto o incorrecto, negativo o positivo, etc.).
En su lugar, buscamos considerar el recuadro en el que es posible aislar las condiciones de los comportamientos patológicamente competitivos y del contagio de miedo y tristeza en el laburo institucional en el que la educación superior se juega a diario. Lamentablemente, cierto es que la jerarquía y la inflexibilidad de las instituciones, sumada a la investidura intimidante de los estándares, las orgullosas categorizaciones, la competitividad y ansias de triunfo sobre los demás, los jefes intimidantes, etc., no ofrecen, en el fondo, otra cosa que la semilla de patologías cuyos signos nefastos son el malestar paranoico, las sospechas insanas, los miedos, las envidias…
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Por supuesto, los lectores ya habrán notado, con correcta suspicacia, con qué orientación teórica estamos tratando. Ya sabrán, pues, que hablamos en la dirección de Luigi Zoja y su bello ensayo Paranoia. La follia che fa la storia. El ensayo de Zoja nos llega, sin que lo hubiéramos pretendido o anticipado, como un regalo en primera edición en español con el título fiel de Paranoia. La locura que hace la historia. Pero ¿qué nos llega con este bello ensayo? Quizá algo más que la excusa para debates académicos. Paranoia, por lo demás enteramente sugestivo, guarda intuiciones valiosas articuladas en razonamientos psicopolíticos lanzados intempestivamente en el horizonte de la compresión de la historia y de la cultura contemporánea. 4¡Qué regalo! Zoja nos concede aires nuevos para pensar y para escribir. ¡Un libro como el suyo autoriza búsquedas y vocabularios nuevos en tiempos de filosofías de salón! (cfr. Palacios 2014).
Ahora bien, no se nos confunda. Lejos de querer una aproximación árida según el comentario “crítico” ya tantas veces usado, nuestro interés por el ensayo de Zoja tiene que ver con la caracterización axiomática del comportamiento paranoico en individuos y colectivos en determinadas circunstancias y condiciones institucionales. Quizá el ensayo de Zoja alcance su luz en el análisis y la investigación social si puede ser asumida como fuente de investigación la hipótesis según la cual la paranoia es el arquetipo de comportamientos humanos sintomáticos de organizaciones institucionales jerarquizadas, con semióticas centralizadas y apoyadas en el paradigma de los hombres que quieren reconocimiento de autoridades abstractas (desde líderes hasta reguladores externos) y se someten a delirios insanos y a pujas internas con otros entendidos adversarios.
Pequeños indicios de competitividad insana se notan en el instante mismo en que seguimos la (falsa) creencia de que es posible conquistar altas metas sin intervención o ayuda de los demás. A menudo, esta creencia afecta a las personas cuyas actividades son objeto de cuantificación según parámetros e indicadores de productividad, eficiencia, rendimiento, impacto. Desde deportistas hasta educadores, el componente de competitividad mina la vida afectiva con cargas insanas de verticalidad.
Esto es una locura en estos tiempos. Y tiene nombre: paranoia —diría Zoja (2011, 13). Locura que tiene ingredientes explosivos: tendencia a la sospecha infundada y granítica, renuncia a los hechos, necesidad imparable de ensalzamiento, soledad. Querer triunfar por encima de los demás hace correr el riesgo de nutrir el sentido de las actividades cotidianas con pensamientos enfermizos y con afirmaciones que llevan a resoluciones agresivas. Es más, los asuntos que conllevan malestares anímicos no son más que las pesadillas y las obsesiones de quienes pierden el sentido de lo comunitario por dedicarse al problema de hacerse más y más competitivos, más y más ganadores. Es la tragedia de los fuertes pero obstinados, de los reactivos, para quienes solo existe una empresa con valor y un único motivo de acción: conquistar, vencer, obtener réditos, triunfar. Habrá que insistir en que el carácter del que compite por la vía de razonamientos no sabe decir más que esto: “Nadie sino yo debe ganar”, “Los mayores puntajes deben ser míos”, “Los reconocimientos y los aplausos solo valen si son para mí”, “El prestigio me corresponde y es solo mío, y quien lo quiera se ha de convertir en mi rival”. “Estoy solo” —última cosa que no debe olvidarse, pues “el culto de la fuerza pone en competencia con todos y aumenta el aislamiento”; y esto lleva a la desconfianza —“que se autoalimenta, es un círculo vicioso” (Zoja 2011, 16).
Todo muy pomposo. Todo muy viril. Muy contrario a las características necesarias a las actividades donde la asociación y la compañía son requeridas y buscadas: introspección, curiosidad, sensibilidad, gusto por los vínculos y los lazos, afecto, familiaridad, cordialidad, buenos modos. En la competencia con los demás están presentes otros rasgos: ansiedad, perturbación, incertidumbre, instinto defensivo, afinidad a la burla (que no es igual a la risa), gusto por el escarnio, lógica simplificadora, agrado por los rankings, por la élite. Ivy League. Podría decirse que, en la situación de competencia, los requerimientos para el triunfo exacerban las luchas y la búsqueda de demostración de fuerza, además del culto por la victoria. Nos sentimos tentados a resumir la trama en una sencilla y terminante frase:
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