Pablo Piccato - Historia nacional de la infamia

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Éste es un libro sobre la infamia en México y, a la vez, sobre la infamia de México: al explorar diversas expresiones criminales en el país durante buena parte del siglo XX Pablo Piccato da cuenta de la forma en que se procesaban los delitos en los tribunales, en la opinión pública y en la literatura, pero además explica cómo se gestó la fama de nuestra violenta nación. Si el vínculo entre crimen, verdad y justicia es una premisa de la sociedad moderna, estas páginas muestran cómo se rompió, acaso para siempre, la certeza de que a los delincuentes se les puede sancionar una vez que la autoridad averigüe los hechos, determine la culpabilidad y resarza a las víctimas. A partir de la idea borgiana de que la infamia es una «superficie de imágenes», el autor muestra cómo la sociedad mexicana desarrolló el alfabetismo criminal: la capacidad para conocer, procesar y sancionar los hechos delictivos, a veces al margen del ámbito judicial. El lector asistirá a una atiborrada sala en la que un jurado emite su sentencia, hojeará las páginas de la nota roja y de las revistas de detectives, se familiarizará con asesinos célebres y se aterrará al toparse con los pistoleros que encarnaron la faz más oscura del régimen posrevolucionario. Piccato recurre también a la literatura para comprender el significado que autores y lectores dieron al asesinato, ya en los relatos populares, ya en la narrativa que practicaron escritores como Rodolfo Usigli o Rafael Bernal. Tales son las hebras de esta amarga historia nacional de la infamia. «Por sus métodos y sus temas, este libro resulta de gran actualidad. Cruza sagazmente la tenue línea que separa presente y pasado, de suerte que la infamia en el México de hoy parece configurarse desde la década de 1920 hasta la de 1950». Marco Palacios, Historia Mexicana «Este libro es una aportación muy original, importante y convincente a la historia del México moderno y a la historia del crimen y el castigo. Su amplio repertorio de fuentes es notable, así como la seriedad con que aborda una gama igualmente amplia de disciplinas». Robert Buffington, Universidad de Colorado

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Toral no presentó un argumento abiertamente político, aun si hacerlo hubiera respaldado el argumento de Sodi, sino que ofreció un mensaje que consideró más profundo. Confesó y dio detalles de la preparación de su crimen y de su ejecución. Insistió en que había actuado solo y en que Acevedo sólo había influido en su decisión de manera involuntaria, pero que más allá de eso no estaba involucrada en el crimen. Toral explicó que le preocupaba la libertad religiosa y admiraba el ejemplo de su amigo y compañero de futbol Miguel Agustín Pro. Toral no odiaba a Obregón, pero había tenido que matarlo al servicio de una causa más elevada. Por esa causa, también, esperaba sufrir como un mártir y, como tal, volverse testigo de la verdad. Esto resonó en los medios. Toral era, para Excélsior, “un muerto que anda”, que “mira el mundo como los fantasmas: más allá de toda condescendencia moral”. 123Aludiendo a su obligación legal y religiosa de hablar con verdad y rigor acerca de las circunstancias del caso, en un momento dado Toral interrumpió el interrogatorio del fiscal y comenzó a relatar con detalle la forma en que había sido torturado en la comisaría. A pesar de que los detalles eran impactantes y sorprendentes para todos, la revelación no fue cuestionada por el juez ni los fiscales, ni fue invocada por la defensa para desestimar sus declaraciones anteriores. 124Más que utilizar su tortura como un argumento en contra del gobierno, Toral la presentó como prueba de su sacrificio y su fiel lealtad a la verdad fáctica.

El historiador Renato González Mello ha sostenido que los dibujos de Toral también revelan su interés principal, como artista y sujeto jurídico, por la verdad. Mientras estuvo en la cárcel, dibujó en un papel las diferentes posiciones en las que lo habían torturado (colgado de los pulgares, de las axilas, de los tobillos y las muñecas), escribió “Mi martirio” y, con permiso del juez, le mostró los dibujos a los miembros del jurado. A pesar de que estaba listo para el martirio desde el momento en que concibió el crimen, Toral también quería lograrlo dentro de las reglas de la justicia secular: “Quiero que se vaya entendiendo esto, que es la verdad lo que digo a ver si algún día se me llega a justificar.” Cuando Toral se reunió con Calles el día del asesinato, le dijo: “Lo que hice fue para que Cristo pudiera reinar en México.” Cuando Calles le pidió que le explicara de qué reino hablaba, Toral le dijo que “es un reinado sobre las almas, pero completo, absoluto, no a medias”. 125Quizás estaba haciendo alusión a Juan 18:36-37, donde Jesús declara que “mi reino no es de este mundo” y que “para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha Mi voz.” 126El juicio le otorgó a Toral la mejor oportunidad para adoptar el papel del mártir como testigo del sufrimiento de Cristo. Explicó que, tras su arresto, “Sólo pedí una gracia para los días del jurado: que Él hablara por mi boca. No busqué defenderme sino justificarme y hacerlo amar para preparar su pronta venida.” 127La verdad de Toral, que expresó con aparente sinceridad ante los miembros del jurado, era tan subjetiva como religiosa. El naturalismo de sus dibujos de tortura y otras imágenes con temas religiosos producidos en la cárcel utilizaban su cuerpo juvenil y masculino para transmitir el dolor solitario y la humildad que emulaban el sacrificio de Cristo. En los tres meses que estuvo preso, entre la sentencia y su ejecución, Toral escribió pensamientos religiosos en pequeñas tarjetas que le regalaba a quienes venían a visitarlo: “Conocer a Jesús es amarlo”, decía una de las más comunes. 128La verdad, en el testimonio de Toral, era la palabra de dios que su cuerpo debía transmitir.

Concepción Acevedo de la Llata (1891-1978) también declaraba hablar con la verdad, pero contrastaba de manera rotunda con Toral, ya que su reputación era la de una mujer desafiante en el centro de un entorno rebelde de activistas católicos. Se trataba de una monja capuchina que dirigió un convento en Tlalpan hasta que el gobierno lo cerró en 1927. A pesar de las órdenes oficiales de la jerarquía eclesiástica, continuó viviendo con otras hermanas en casas donde, liberada de las estrictas reglas del convento, la visitaban hombres y mujeres que querían leer la Biblia, asistir a misa o socializar. Ahí conoció a Miguel Agustín Pro y, tras su ejecución, empezó a llevarle alimentos a otros católicos presos. Su popularidad en los círculos católicos a menudo derivaba en conflictos con sus superiores, quienes habían criticado su énfasis en una severa penitencia física en el convento. Durante el juicio, Correa Nieto reveló que Acevedo había utilizado una marca de hierro para quemar las iniciales de Cristo en sus brazos y había llevado a otras monjas a hacer lo mismo. Otro miembros de la resistencia católica usaron la marca como una forma de sellar su compromiso con la causa. 129Acevedo no buscaba ser el centro de atención durante el juicio, pero tampoco evadió sus consecuencias. Cuando Toral trajo a la policía hasta su puerta, le preguntó si estaba dispuesta a morir con él y ella dijo que sí. Las circunstancias políticas que habían causado el cierre del convento la estaban empujando hacia una nueva forma de sufrimiento místico. Acevedo fue encarcelada, juzgada y enviada a la colonia penal de las islas Marías. En sus memorias, describió su sufrimiento con lujo de detalle: hambre, humillación, enfermedad y hasta un hueso roto como resultado de los ataques de los obregonistas en la sala de sesiones. También su nueva fama era una forma de castigo, ya que había jurado dedicar su vida a dios en silencio y humildad. Se volvió objeto de una escandalosa especulación: mientras que los fiscales trataban de describirla como una figura poderosa que presionó a Toral para que cometiese el crimen, otros que estaban del lado del gobierno la criticaban desde un punto de vista moral: “era una perversa, muy guapa, muy sensual […] tenían grandes orgías con champaña”. 130Las multitudes hostiles en la sala la llamaron “puta”. 131Rechazó las falsas acusaciones en su contra porque quería “ir al martirio por medio de la verdad y la justicia”. La verdad que buscaba se centraba en la persecución de los católicos por parte del gobierno. En sus declaraciones durante y después del juicio, definió su sacrificio como una obligación religiosa y política. Tenía, no obstante, que ser cautelosa, no mostrar vanidad. Después de todo, era una mujer cuyo papel religioso exigía paciencia y piedad. 132

Sin embargo, como sucedió con Toral, al final Acevedo no tuvo reparos en adoptar un papel protagónico. Tras su arresto, negó su participación en los preparativos para el asesinato de Obregón pero, al mismo tiempo, se rehusó con obstinación a condenar el crimen. 133Dio entrevistas a la prensa antes del juicio, posó para las cámaras y se conmovió con la multitud que la recibió afuera del edificio del ayuntamiento de San Ángel. Mientras que las palabras de Toral fascinaban al público porque venían de un hombre que estaba a punto de morir, los comentarios de Acevedo intrigaban al público de un modo similar al de otros casos de mujeres acusadas de homicidio que rompían con los roles de género en los juicios por jurado. Durante las audiencias, hablaba con una libertad considerable, adoptando un tono desafiante hacia los abogados, dirigiéndose de manera directa al público y criticando a aquellos que la abucheaban y le aplaudían al fiscal. Más adelante, en la colonia penal, donde se hizo amiga del director, el general Francisco J. Múgica, y después se casó con otro hombre acusado de conspirar para matar a Obregón, Acevedo escribió sus memorias, en las que defendía tanto su compromiso político como su reputación a ojos de la opinión pública y la iglesia. 134

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