Deborah Daich - Los feminismos en la encrucijada del punitivismo

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¿Es el ámbito penal y su esquema de víctimas y victimarios una forma adecuada para pensar y resolver conflictos? ¿Cómo producir leyes que protejan a las mujeres sin decantar en inflación penal? ¿Es la mejor alternativa –en todos los casos– prohibir aquello que consideramos indeseable o ilegítimo? ¿Cómo podríamos las feministas explorar los potenciales de una justicia reparatoria? ¿Qué sucede con el potencial simbólico del sistema penal (y sus efectos prácticos) una vez echado a rodar? ¿Qué grillas de inteligibilidad produce sobre los conflictos y las relaciones? ¿Lo penal es una herramienta, una forma de imaginar un conflicto o ambas cosas?

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Las nuevas políticas de control se dirigen preferentemente hacia las infracciones menores […] bajo la aparente necesidad de combatir la tolerancia hacia la desviación y el delito como causa preferente del generalizado sentimiento de inseguridad ciudadana […] esto marca el punto de partida de un intervencionismo estatal crecientemente disciplinario. De este modo compensa el Estado su retirada de la arena económica y el retroceso de su papel social. (Maqueda Abreu, 2008: 19)

Pero el control, y el poder que de él se desprende, se realiza fundamentalmente sobre los cuerpos (Alburquerque Mendes da Silva, 1991; Esteban, 2002, 2004), y estos cuerpos están sexuados; de ahí el interés que tiene el análisis del tratamiento jurídico de la especificidad sexual y de los riesgos de que el sector con menos poder sea el que padezca en mayor medida. En un sentido amplio, son las mujeres las que se han considerado tradicionalmente como el “otro” que se controlaba a través de prácticas y discursos restrictivos y, entre ellas, las que más se apartaban de las normas a través de las cuales se las definía y encasillaba han sido siempre estigmatizadas pero también sancionadas legalmente.

El feminismo, que a través de sus múltiples concreciones mantiene su deseo de escuchar la voz de todas las mujeres, incluso de las más silenciadas y marginadas, tiene que ser consciente de esta doble vertiente del derecho, sobre todo en el momento actual en que resulta evidente el uso de recursos judiciales para neutralizar propuestas de gobiernos populares o de reclamaciones sociales. Tales serían los casos de Brasil, Argentina, Ecuador (y otros países de América Latina), o de la prisión de dirigentes políticos catalanes en España. Este desproporcionado crecimiento del poder judicial sobre todas las otras instancias es la consecuencia de cambios en los códigos penales, que se han ido endureciendo en las últimas décadas en un proceso constante de tipificar como delitos todas las manifestaciones de disidencia.

El cambio hacia una sociedad crecientemente punitiva se da dentro de un contexto mundial globalizado, donde se destinan muchos más recursos a cerrar las fronteras a los inmigrantes y refugiados 1que a fomentar el crecimiento económico, y donde los problemas sociales se han agravado al mismo tiempo que se les niega su expresión. Nancy Fraser (2008) señala que la actual situación genera problemas de definición de la justicia ya que, al superar su anterior límite nacional, los juristas salen del marco de la legislación compartida y deben hacer compatibles demandas basadas en principios diferentes; a esto lo llama “heterogeneidad radical en el discurso sobre la justicia”, lo que al mismo tiempo crea y cuestiona las bases de un derecho internacional.

La judicialización de todos los aspectos de la vida (tanto individuales como colectivos) no forma parte de políticas aisladas; ni siquiera se las puede considerar erróneas, ya que cumplen perfectamente su objetivo de extremar el control sobre los sectores más vulnerables de la sociedad a los que criminaliza y castiga duramente por conductas que anteriormente se consideraban solo faltas o infracciones. Las mujeres, junto con los pobres y los sin papeles, están en la diana de esas políticas represivas. Por eso resulta tan preocupante que algunos sectores del feminismo, principalmente los más integrados en la estructura del poder, sigan confiando en el sistema penal como garante de los recientemente adquiridos derechos de las mujeres.

El derecho masculino

Se juzga por lo que la mujer es, a la luz de lo que una mujer debería ser en atención a lo que la sociedad espera de ella por su condición genérica.

Felipa Leticia Cabrera Márquez, “El estudio de personalidad aplicado a mujeres privadas de su libertad…”

Pensado desde un punto de vista masculino, el sistema penal resulta inapropiado para evaluar equitativamente las conductas de las mujeres. En algunos países se criminalizan las decisiones sobre el propio cuerpo, como sería el caso de la prostitución o el aborto; en casi todos se sobrecastigan los delitos que más frecuentemente cometen las mujeres, como el traslado o comercio de drogas en pequeña escala, que llenan las cárceles y permiten presentar “resultados satisfactorios en la lucha contra el narcotráfico” sin tocar a los verdaderos delincuentes. Pero el sesgo androcéntrico abarca más que la construcción legal de delitos femeninos; abarca la interpretación de motivaciones, la credibilidad que se otorga a las declaraciones y la consideración de agravantes o atenuantes que se tienen en cuenta para evaluar cada delito. Puede decirse que “el desarrollo de las interpretaciones sexuadas del derecho se replica aún en los tiempos que corren con decisiones jurisdiccionales implantadas en los tradicionales valores masculinos” (Bergalli, 2009: 14). Así se da el caso que, ante la comisión de delitos semejantes, las mujeres reciben penas más severas que los hombres (Almeda, 2002, 2003). En los casos de asesinato de la pareja, las conductas catalogadas como masculinas, como sería el uso de la fuerza motivada por la ira o el alcohol, pueden usarse como atenuantes, mientras que las estrategias femeninas, menos violentas pero que pueden incluir planificación y postergación del asesinato, se consideran agravantes. Además, aun en los casos en que la mujer haya sido maltratada reiteradamente, no se considera que actúa en defensa propia si la respuesta no se manifiesta mientras la están agrediendo, cosa casi imposible dada la correlación de fuerzas. Este sesgo androcéntrico de la interpretación de las leyes hace que ante los mismos delitos las mujeres resulten más castigadas, con lo que medidas tomadas en principio para su protección terminen actuando en su contra. Así, las leyes contra el proxenetismo, en lugar de llevar a la cárcel a los traficantes de mujeres, se aplican preferentemente a las viejas prostitutas que alquilan habitaciones para prácticas sexuales, aunque no empleen ningún medio de coerción.

El sistema penal acepta con menos esfuerzo la concepción de las mujeres como víctimas pasivas porque esta imagen refuerza los estereotipos de género, aunque evidentemente tal imagen no contribuye al empoderamiento femenino ni tiene en cuenta su propia percepción de los hechos. 2La reticencia de amplios sectores del feminismo para escuchar las demandas de las trabajadoras sexuales y los intentos constantes de caratular todo el amplio y complejo mundo de la economía ligada al sexo como si solo fuera trata son casos extremos de victimización de mujeres de sectores con pocos recursos sociales y económicos (Federici, 2014, 2018). A partir de fenómenos como este, Encarna Bodelón se refiere a los riesgos perversos que entraña la construcción de un sujeto femenino en el derecho, cuyos peores efectos se encuentran en la victimización de las mujeres, degradadas a la situación de seres vulnerables necesitados de tutela. También señala que es sorprendente que el feminismo, pese a su vocación liberadora, se haya arriesgado a establecer una relación de complicidad con el derecho a la hora de establecer un estatus de debilidad/inferioridad a las mujeres (Larrauri, 1994; Bodelón, 1998; Mestre i Mestre, 2007).

Tradicionalmente, el feminismo ha tenido problemas para relacionarse con las mujeres de los sectores subalternos y para entender las conductas que pueden considerarse desviadas de la norma. En sus dos vertientes originales, la de origen puritano, ligada a Estados Unidos y los países nórdicos, y la izquierdista, nutrida de una tradición marxista, había dificultad para aceptar el diálogo con las infractoras. En el primer caso, porque las reivindicaciones se habían apoyado en “la superioridad moral” de las mujeres, por lo que las transgresoras solo podían ser vistas como víctimas de delincuentes masculinos. En el segundo, porque al no formar parte del proletariado organizado, las mujeres (como los campesinos, los indígenas, los sin techo o los sin trabajo) eran relegadas al campo del lumpenproletariado y sus reivindicaciones, reabsorbidas por las de los trabajadores en general si eran asalariadas, o ignoradas si pertenecían a grupos estigmatizados (Juliano, 2002, 2004, 2017).

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