IVÁN GARZÓN VALLEJO
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Diseño y diagramación: Juan Galvis
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Primera edición en el sello Ariel: junio de 2020
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ISBN 13: 978-958-42-8715-1
ISBN 10: 958-42-8715-X
ISBN: 978-958-42-8716-8 (epub)
DOI: 10.5294/978-958-42-8715-1
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Para Marcelo y Esteban,
luceros de un nuevo amanecer.
Prólogo
Por Eduardo Pizarro Leongómez
Agradecimientos
Introducción
La revolución que no fue y la emulación de la que sí fue
¿Violencia o no violencia? Una tipología
Guerras justas e injustas
I. La Iglesia católica al banquillo
La Iglesia católica en la sacristía de las ciencias sociales
¿ Aggiornamento o asedio del secularismo?
¿Silencio, complicidad o desconcierto?
Responsabilidad: no es un juego de roles
¿Debe la Iglesia católica pedir perdón?
II. Rebeldes: al cielo por las armas
Camilo y la guerrilla de las sotanas
Las razones del rebelde
Oídos sordos, la soledad como destino
El mito de Camilo y sus émulos
Plumas incendiarias
Radicalización vs. intransigencia
III. Románticos: a la revolución por la candidez
Paz maximalista, máxima decepción
Báculos comprometidos y Walt Disney
Una revolución de fe
Fe en la revolución
IV. Profetas: el valor cívico de un No a la violencia
Profetas trágicos
¿Una tercera vía?
El Vaticano y los obispos cierran filas
V. ¿Cuándo es justo tomar las armas?
La negación de la fuerza
La amplificación de la violencia
Fe en la causa
La revolución es la del proletariado
Las teorías de la guerra justa o la racionalización de los medios de la política
Del ius ad bellum al peacebuilding
Epílogo: Catolicismo + democracia = violencia. La paradoja colombiana
Del partidismo a la legitimación del statu quo
De la confesionalidad y la intransigencia al pluralismo y el diálogo
La banalización de la violencia
Referencias
El autor: Iván Garzón Vallejo
Escribí sin odio contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido tramado por quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias.
Fernando Aramburu (2016, p. 552)
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En la madrugada del 1 de enero de 1959 hacen su entrada triunfal a La Habana las tropas del comandante Eloy Gutiérrez del Segundo Frente Nacional del Escambray y, horas más tarde, dos de los máximos líderes del Movimiento 26 de Julio, Camilo Cienfuegos y Ernesto ‘Che’ Guevara. El dictador Fulgencio Batista se había escapado de Cuba esa misma madrugada en una avioneta con dirección a República Dominicana para buscar la protección de su socio, el cruel Rafael Leónidas Trujillo. Había nacido el mito guerrillero en América Latina.
Para miles y miles de jóvenes latinoamericanos la Revolución cubana, a escasas noventa millas de los Estados Unidos, demostraba que era posible alcanzar el poder por la vía de las armas, que la utopía era realizable y que Cuba era una confirmación de que “la violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”, como planteó Marx en el primer tomo de El Capital .
Uno de los jóvenes, arrastrado por la ola revolucionaria que sacudió a América Latina, fue un sacerdote ligado a las familias de la élite bogotana, Camilo Torres Restrepo. En 2019 se conmemoraron los noventa años del nacimiento de este joven, quien en 1965 colgó la sotana para unirse a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional, ELN. El sacerdote-guerrillero, quien había nacido el 3 de febrero de 1929 en Bogotá, murió en un enfrentamiento con tropas del Ejército Nacional el 15 de febrero de 1966 en San Vicente de Chucurí (Santander). Tenía, escasamente, treinta y siete años.
Si “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución”, como dijo en un célebre discurso pronunciado por Fidel Castro el 2 de enero de 1963 en La Habana para conmemorar el IV aniversario de la Revolución, este llamamiento no caería en el vacío. En efecto, tras el triunfo de la insurgencia cubana, la ola guerrillera se fue extendiendo como una mancha de aceite, abarcando toda América Latina (con excepción de Costa Rica), Estados Unidos, Canadá, Europa Occidental e, incluso, Japón.
En América Latina, el mito revolucionario se fortaleció en aquellos años gracias al respaldo de las teorías sociales en boga en los medios universitarios. En efecto, la teoría de la dependencia afirmaba que el desarrollo económico en los países del Tercer Mundo no era posible sin una ruptura radical con el mercado mundial capitalista, dado el intercambio desigual que condenaba a nuestras naciones a ser simples proveedoras de materias primas.
En los años sesenta, sorpresivamente, todas las fichas del ajedrez a favor de la lucha armada se habían alineado en el tablero: Cuba había probado que era viable la revolución en el patio trasero de la mayor potencia global, la teoría marxista sobre el papel de la violencia en la revolución se había confirmado y la teoría social sostenía que solo la revolución hacía posible el desarrollo.
Solamente faltaba que hubiese una figura mítica: Argentina ofrendó en el altar de la revolución la figura del ‘Che’ Guevara para los marxistas, mientras Colombia ofrendó a Camilo Torres para los creyentes (el “Che Guevara de los cristianos”, como lo denominó su biógrafo, Walter Broderick). Un profeta laico y un profeta religioso permitieron unir, no sin duras tensiones, la hoz y el crucifijo. En este contexto miles y miles de jóvenes en toda América Latina partieron para la guerra. Eran generosos, idealistas, ingenuos. En el discurso dominante de la época se diferenciaba al revolucionario auténtico —es decir, aquel que estaba dispuesto a empuñar las armas y sacrificar su vida— del revolucionario de cafetería —o sea, aquel que defendía una inútil lucha reformista—. El fusil era la prueba del fuego del compromiso genuino. La magnífica novela de Antonio Caballero, Sin remedio (1984), muestra los dramáticos dilemas morales de los intelectuales de izquierda en aquellos años. Al final, su personaje principal, el poeta Ignacio Escobar, dice con inmensa tristeza: “No se escoge la muerte: a ella se llega acorralado por la propia vida”.
Los jóvenes que se lanzaron al monte creían, con mucha ingenuidad, que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Tanto el ‘Che’ Guevara como el intelectual francés Régis Debray afirmaban en sus escritos y discursos que la revolución era inminente, que había ya madurado una “situación revolucionaria” en toda América Latina y que solo bastaba que un pequeño núcleo de revolucionarios decididos se lanzara al monte para despertar con su ejemplo heroico la rebeldía popular. No es de extrañar, entonces, que el propio Camilo Torres hubiese afirmado en una entrevista en el diario La Patria (1964), que “la revolución es inevitable y a mi juicio ocurrirá antes de cinco o siete años”.
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