Rafael Ramón Guerrero - Historia de la Filosofía Medieval
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Agustín aceptó que el conocimiento sensible, si se mantiene en sus propios límites, posee valor cognoscitivo al que se ha de dar crédito. Porque como simple aparecer, como simple percepción de aquello que se aparece y se presenta delante, es infalible. En cambio, si es tomado como criterio de verdad inteligible, entonces puede conducir al error, porque esa verdad está por encima de sus límites excediéndolo. Al reconocer la limitación del conocimiento sensible, Agustín, como buen platónico, sostuvo que la percepción de los sentidos no puede producir ciencia, sino que queda confinada al ámbito de la opinión. Aunque no dé origen a un conocimiento científico, las modificaciones que origina la percepción sensible en los mismos sentidos es verdadera, porque no pueden ser puestas en duda aunque sean mera apariencia, ya que nos dan testimonio de la realidad. Agustín refutó la duda permanente de los académicos también en el nivel del conocimiento sensible. Pero la verdad no reside en la mera apariencia del conocimiento sensible, por lo cual no cabe esperar certeza de la sensación, ya que se precisa de un juez distinto que dé asentimiento a las impresiones sensibles, porque los sentidos no pueden juzgar su propia operación: «Si alguien cree que en el agua el remo se quiebra y al sacarlo de allí vuelve a su integridad, no tiene un mensajero malo, sino un mal juez. Pues aquel órgano tuvo la afección sensible, que debió recibir de un fenómeno verificado dentro del agua, porque siendo diversos elementos el aire y el agua, es muy puesto en razón que se sienta de un modo dentro del agua y de otro en el aire. Por lo cual, el ojo informa bien, pues fue creado para ver; el ánimo obra mal, pues para contemplar la soberana hermosura está hecha la mente, no el ojo» [36].
Los sentidos no son jueces de su operación, pero tampoco pueden darse cuenta del fenómeno físico que les afecta. Para que haya percvepción, es necesario darse cuenta de esa afección. Elabora su teoría del sentido interno, al que asigna una función cognoscitiva esencial, la de distinguir y juzgar qué es lo que pertenece propiamente a cada uno de los sentidos exteriores y qué es lo que cada uno de ellos tiene en común con los otros. Es el unificador del conocimiento sensible, es una especie de conciencia sensitiva de las percepciones exteriores, es decir, unidad de la conciencia que hace posible el tránsito de la sensibilidad múltiple y dispersa a una experiencia organizada, a una reunión de todas las percepciones sensibles, constituyendo una primera forma de conocimiento del mundo. Pero tampoco es la máxima instancia para determinar la verdad de las sensaciones, porque la verdad no deriva ni depende de la experiencia sensible, sino que es anterior a ella. Y para confirmarlo, Agustín se apoya en el mismo Platón: «Para lo que quiere, es suficiente saber que Platón sintió que había dos mundos: uno inteligible, en el que habitaba la misma verdad, y este otro sensible, que se nos manifiesta por los sentidos de la vista y del tacto. Aquél es el verdadero, éste el semejante al verdadero y hecho a su imagen; en aquel está la Verdad, con que se adorna y serenaa el alma que se conoce a sí misma; de éste no puede engendrarse en el alma de los necios la ciencia, sino la opinión» [37].
Agustín no ha encontrado aún la verdad, pero ya sabe que puede alcanzarla. Afirma la autocerteza de la conciencia, primero, respecto de la propia vida; después, respecto del propio ser y del propio cogitare, esto es, de la conciencia: «¿Quién duda de que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa, conoce y juzga? Puesto que si duda, vive; si duda donde duda, recuerda; si duda, entiende que duda; si duda, quiere estar cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe; si duda, sabe que no conviene asentir temerariamente. Cualquiera que dude de otras cosas, de todas éstas no debe dudar: si ellas no existiesen, no podría dudar de nada» [38]. «Es completamente cierto que yo existo, que ello se conoce y se ama. Ningún temor sobre estas verdades hay en los argumentos de los académicos, cuando dicen: ‘¿Y si te engañas?’ Si me engaño, existo. Pues quien no existe, ni siquiera puede engañarse: por esto, si me engaño, existo. Puesto que existo si me engaño, ¿cómo podría engañarme sobre mi existir, siendo cierto que existo si me engaño? Así pues, ya que existo si me engaño, aunque me engañe, sin duda alguna no me engaño al conocer que existo. En consecuencia, no me engañaré en tanto que sé que me conozco» [39].
Hay, pues, una evidencia inmediata, una certeza fundamental que se extiende a todos los estados de conciencia, puesto que, como se ve, Agustín se esfuerza por manifestar que todas las clases de actos mentales están implícitas en el acto dubitativo. Dudar implica vivir, recordar, conocer y querer. De ninguno de estas operaciones es posible dudar, porque aunque errara en ellas, ni siquiera me cabe dudar de ese error. La duda y el error son pruebas irrefutables de la existencia y del pensar humano. El hombre, desde la certeza de su existencia como ser que piensa, puede fundar la certeza de sus pensamientos. El cogitare humano, con sus diferentes especies de actividad psíquica, muestra la posibilidad de rebatir la duda. La forma más clara de hacerlo es, por tanto, afirmar la interioridad de la conciencia, que certifica la evidencia de la existencia del yo pensante. Al ir el hombre dentro de sí, lo primero que descubre es su propia existencia, su propio conocer y pensar. Quien duda, quien se engaña, se da cuenta de algo de lo que no cabe duda ni engaño alguno posible: que está en la duda y que se está engañando. En la propia interioridad se da la existencia de una verdad: la certeza del yo que piensa, que duda y que se engaña. Hay, pues, un descubrimiento de la verdad, que no es obra del conocimiento sensible, que tampoco lo es del sentido interior, sino que sólo la razón puede hallar.
La razón descubre la verdad dentro de sí misma, como algo allí puesto, sin que el hombre sea su creador. Esa verdad posee unos caracteres específicos, que le son propios: la universalidad, la necesidad y la inmutabilidad. No pueden proceder de los sentidos, porque éstos sólo proporcionan un conocimiento mudable y cambiante, ni de los cuerpos, ni de la propia mente del hombre, porque la verdad es común a todos los hombres y superior a ellos; si fuese inferior, el hombre no podría considerarla como criterio para juzgar por medio de ella; y si fuese igual, no sería eterna e inmutable, sino perecedera y cambiante como la mente humana. La verdad es superior y más excelente que la razón: es la que regula y trasciende al alma, porque la verdad no es otra cosa que las ideas o arquetipos ejemplares que están en la mente de Dios, modelos sobre los que Dios forma el universo. Pero como estas ideas no se diferencian de Dios, la verdad, entonces es Dios mismo. Dscubrir la trascendencia de la verdad significa para la razón humana descubrir la existencia de Dios, porque al percibir la realidad que posee los atributos de necesidad, eternidad e inmutabilidad, está descubriendo los atributos que son propios de Dios, el Ser mayor que el cual nada hay: «Si yo te demostraba que hay algo superior a nuestra mente, confesarías que es Dios, si es que no hay nada superior. Aceptando esta confesión tuya, te dije que bastaba, en efecto, demostrar esto. Porque, si hay algo más excelente, este algo más excelente es Dios; si no lo hay, la misma verdad es Dios» [40].
Siendo la verdad el mundo de las ideas divinas, el mundo inteligible, Agustín no puede aceptar que pueda ser conocido por el conocimiento sensible, sino que se adquiere, como en Platón, independientemente de la experiencia, pues sólo la razón es capaz de descubrirlo. Pero, ¿cómo llega la razón a estas verdades? ¿Cómo puede descubrirlas? Agustín evoca la doctrina platónica de la reminiscencia y propone su teoría de la iluminación. Y transforma la reminiscencia en la idea de una luz que ilumina la razón, en una especie de iluminación intelectual. Para él, la verdad es descubierta por una cierta luz incorpórea, esto es, mediante una iluminación que muestra la verdad. Y habla de este conocimiento como si fuera una visión mental, estableciendo la analogía platónica de la luz corporal que ilumina al ojo para ver los objetos, porque está preparado para ello. Esa iluminación es proporcionada por una fuente de luz, por medio de la cual el hombre puede conocer en su interior las verdades, ideas, formas o razones de las cosas. Esa fuente de luz no es otra cosa que Dios mismo, luz increada que ilumina nuestras mentes para que podamos entender. Elabora cristianamente el pensamiento platónico, como reconoce al afirmar que fueron los platónicos los que por vez primera vieron que Dios era la luz: «Con frecuencia y muchas veces, afirma Plotino, explicando el sentido de Platón, que ni aun aquella que creen alma del mundo, extrae su felicidad de otro lugar que la nuestra, y que esa luz no es ella misma, sino la que la ha creado y con cuya iluminación inteligible resplandece inteligiblemente. Establece también una comparación entre aquellos seres incorpóreos y estos cuerpos celestiales, nobles y notables: él sería el sol y ella sería la luna» [41].
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