Para comprender la naturaleza de este acto, en virtud del cual el hombre es iluminado para obtener la verdad, hay que tener en cuenta la diferencia que Agustín establece entre Ciencia y Sabiduría. Sin alterar la unidad de la razón humana, hay en ésta dos aspectos, funciones o maneras de utilizarla. Por una parte está la función superior, constituida por la sabiduría, a la que compete el conocimiento de las verdades eternas. Y, por otro lado, está la función inferior, la ciencia, que consiste en la aplicación de la mente a los datos de la experiencia sensible, es decir, al conocimiento de las cosas temporales. Lo expone también como distinción entre la ratio superior y la ratio inferior, entre una función noética y una actividad dianoética, entre intellectus, como facultad para conocer el mundo inteligible, y ratio, como facultad de ordenar los datos sensibles y producir ciencia. Habría que distinguir, al menos, dos tipos de iluminación en sentido estrictamente filosófico: la de la luz de la razón, por medio de la cual el hombre conoce las cosas sensibles, y la de la luz del intelecto, por el que conoce de manera intuitiva las verdades eternas, fundamento de los juicios de la razón. En virtud de ambas, el hombre posee conceptos, ideas o verdades con los que opera para interpretar la experiencia sensible, y unos modelos o patrones por los que aprehende la verdad de los juicios universales y necesarios. Esto parece confirmarse cuando dice: «En todas estas cosas buenas que he recordado, o en aquellas otras que se pueden distinguir o pensar, no podemos decir si una es mejor que otra, cuando juzgamos verdaderamente, a no ser que estuviese impresa en nosotros la noción del mismo bien, según la cual juzgamos algo y preferimos una cosa a otra» [42]. «Así como antes de ser felices tenemos impresa en nuestras mentes la noción de felicidad –por ésta sabemos y decimos con confianza y sin duda alguna que queremos ser felices–, así también antes de ser sabios tenemos impresa en la mente la noción de sabiduría, por la cual cada uno de nosotros, si se le pregunta si quiere ser sabio, responde sin sombra de duda que quiere» [43].
Esa notio impressa in mente parece referirse indistintamente a los conceptos y a los criterios de juicio, por lo cual la iluminación se realizaría sobre ambos. Parece que la naturaleza de la iluminación debe ser entendida como una presencia de las ideas en el alma, es decir, como una forma modificada de la reminiscencia platónica. De hecho, su propia concepción del conocimiento de la verdad está íntimamente vinculada a su teoría de la memoria, entendida por Agustín como la facultad por la que se recuerdan las experiencias pasadas, pero también como aquella facultad en la que están las verdades: «En la memoria encontramos preparado y oculto todo aquello a lo que podemos llegar pensando» [44]. «Por lo cual descubrimos que aprender estas cosas, de las que no recibimos imágenes por los sentidos, sino que sin imágenes, tal como son, las vemos interiormente en sí mismas, no es otra cosa sino un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente, y cuidar con atención que estén como puestas a la mano en la memoria, para que, donde antes se ocultaban dispersas y descuidadas, se presenten fácilmente ya con intención familiar» [45]. Todo el tratamiento que de la memoria hace Agustín, tiende a configurarla como la conciencia, como aquella facultad por la que el alma está presente a sí misma, como la parte más interior del espíritu humano, en el que está la verdad. Con ello, la memoria parece dominar todo el pensamiento agustiniano, porque se configura como una estructura apriórica existente en el sujeto que conoce y que Agustín, en definitiva, identifica con Dios. La teoría de la iluminación, entonces, no es otra cosa que la justificación de la posibilidad del conocimiento racional e intelectual, basada en la presencia de Dios en la mente humana.
Agustín meditó mucho sobre el hombre. Al él y a su salvación consagró toda su especulación. Los intereses agustinianos eran el conocimiento de Dios y del alma. Conocer el alma es conocerse a sí mismo; conocerse a sí mismo es conocer a Dios y al mundo: «De esta manera, el espíritu, vuelto sobre sí mismo, entiende aquella hermosura del universo» [46]. Pero también en las obras de madurez aparece el hombre como objeto de estudio: lo que verdaderamente importa es hallar a Dios por el hombre, encontrar en el hombre los vestigios que nos llevarán a Dios. ¿Qué es el hombre? ¿Cómo entiende Agustín al hombre? Lo define a la manera tradicional en filosofía: «El hombre, tal como definieron los antiguos, es un animal racional, mortal» [47]. Lo entiende como compuesto de cuerpo y alma, en donde no hay dos naturalezas distintas, sino una unidad indisoluble: «Quien quiera desunir el cuerpo de la naturaleza humana está loco» [48]. «El alma no es todo el hombre, sino su parte principal; ni el cuerpo es todo el hombre, sino su parte inferior; el conjunto de la una y del otro es lo que recibe el nombre de hombre» [49]. Esta unión, que no es planteada en términos de unión substancial como se haría más tarde, se da en tanto que el alma es la que vivifica y gobierna el cuerpo, sometiéndolo a la belleza, armonía y orden que ha recibido de Dios. Las definiciones platónicas, que parecía aceptar, resultan insuficientes a la luz de la unidad vital entre cuerpo y alma; esta unidad ontológica es afirmada categóricamente por Agustín: «El alma que tiene un cuerpo no constituye dos personas, sino un solo hombre» [50].
El alma, cuyo origen no está claramente definido por Agustín, al oscilar entre el creacionismo y el traducianismo, se caracteriza por su espiritualidad. El alma se conoce a sí misma por esencia y en su saber sabe que no es corpórea, porque no precisa de nada corporal en su actividad de conciencia. Tiene en sí todo lo que precisa para existir. Y aunque reconoce en ella las tres facultades clásicas, vegetativa, sensible e intelectiva, sin embargo añade otra división en el alma: ser, como la memoria que el espíritu tiene de sí mismo; saber, que es el resultado de la inteligencia; y amor, que es el fruto de la voluntad, configurando así las tres principales facultades agustinianas del alma: memoria, entendimiento y voluntad, que se manifiestan como la imagen en el hombre de la misma Trinidad divina. Ser, saber y amar son tres determinaciones progresivas de la unidad del alma, que muestran la unidad de la Trinidad divina.
Vinculado con el hombre y con los problemas teológicos de la encarnación de Cristo y de la gracia está el problema del mal, que ya le había preocupado desde su lectura del Hortensius. Creyó que la solución maniquea era digna de consideración, porque allí el mal era un principio metafísico, originario e intrínseco a la naturaleza del universo. Pero descubrió después lo insatisfactorio que resultaba, especialmente si se atendía a la bondad divina en el orden de la creación. Con la ayuda neoplatónica supo ver que la verdadera naturaleza del mal consiste en la negación: el mal no es más que privación de ser y de bien; por ello, no pertenece al orden de las cosas reales, creadas por Dios. Si hay mal en el mundo, este mal sólo puede ser aquel que es obra de la concupiscencia [51], es decir, el que procede de una libre decisión de la voluntad: «Hacemos el mal a partir del libre arbitrio de la voluntad» [52]. La voluntad del hombre es libre, como lo prueba la autodeterminación, la capacidad que tiene de moverse a sí misma hacia la acción, hacia el querer o el no querer, así como del completo dominio que el hombre puede tener de sus propio actos, de sus deseos y pasiones. Pero la experiencia le muestra a Agustín que el poder del hombre en orden al bien es débil, mientras que es muy fuerte su inclinación al mal. Esto le lleva a distinguir entre la capacidad de poder elegir, natural al hombre, a la que llama libre arbitrio, y la capacidad de hacer el bien, que no es natural, sino dada por Dios, a la que llama propiamente libertad.
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