Edgardo Mondolfi Gudat - Miranda en ocho contiendas

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Francisco de Miranda sigue siendo un personaje enigmático y, tal vez por eso mismo, uno de los más hechizantes de la historiografía nacional. Gran parte de las elucubraciones y fantasías que se han tejido a sus expensas se deben al propio Generalísimo, quien no escatimó en exagerar aspectos de su vida y quiso que sus aventuras mundanas, sus relaciones con grandes personalidades de la época, la pertinencia de sus ideas políticas y hasta sus actos triviales lucieran abultados y con más oropel del que realmente tuvieron. Su intensa existencia trasluce, no obstante, un gran afán por comprender y trascender su tiempo y circunstancia, así como su lucha sin descanso por contribuir a la fundación de una Venezuela republicana. La suma de desilusiones y su trágico desencuentro con la sociedad criolla terminaron configurando a un prócer romántico del que acaso nunca tengamos la biografía definitiva. Así lo entiende Edgardo Mondolfi Gudat en estas «ocho contiendas», tan sesudas como entretenidas, con las que logra un riquísimo acercamiento a la inquietante seducción del genio mirandino.

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Inevitablemente, a consecuencia de lo anterior, es que queda en evidencia una actitud de reserva hacia ciertas tendencias que, a su juicio, rayaban en los excesos generados por la nueva democracia. Así, por ejemplo, dirá, visitando Boston:

[En] varias ocasiones asistí a la asamblea general del cuerpo legislativo del Estado, donde tuve ocasión de ver patentemente los defectos e inconvenientes a que está sujeta esta democracia (…). Uno [de los miembros] venía recitando coplas que había [aprendido] de memoria en medio del debate que no entendía; otro, al fin de este y de estarse hablando por dos horas del asunto, preguntaba cuál era la moción para votar. (…)

Y si consideramos que toda influencia [está] dada por su Constitución a la propiedad, los miembros principales no deben ser por consecuencia los más sabios [sino] gentes destituidas de principios y educación.

Uno era sastre hace cuatro años (….), otro posadero (…), otro galafate (…), otro herrero, etc[81].

Este es el tipo de puñetazos que Miranda suele descargar en las páginas de su Diario , y que, mal leídas, lo condenan a ser tenido como simple representante de la estratificada sociedad española que había dejado a sus espaldas. Pero el hecho de que profesase admiración a muchas de las prácticas vistas por él en distintas ciudades de la confederación estadounidense no lo eximiría, como en este caso, de consignar algunas opiniones implacables acerca del riesgo de que la democracia terminase dándoles mayor cabida a las opiniones de la clase propietaria que a la de quienes estimaba intelectualmente mejor dotados para conducirla. Sus prejuicios se repetirán a cada rato: en otra etapa de su viaje hablaría por ejemplo de un prodigioso antecesor del submarino capaz de adherirse al fondo de un barco, pero cuyos inventores tan siquiera habían recibido las gracias de parte de aquella novel república. Y al respecto agregaba con el filo de un bisturí: «Viva la democracia».

Pero si algunos de los engranajes de la naciente democracia de los Estados Unidos caerían abatidos bajo su sarcasmo e ironía, su personalidad inquisitiva lo llevará a reservarse otras páginas para referirse en cambio a las bondades del novedoso ensayo como, por ejemplo, en relación con la eficiencia y pulcritud con que las cortes de justicia se hacían cargo de honrar el muy caro principio liberal de la igualdad ante la ley, en contraste con el sistema español, inclusive el francés. Una de las instancias más interesantes en este sentido lo constituye su observación acerca de la suerte corrida por un campesino (al cual calificaría de «rústico republicano») quien pretendió cobrarles un arrendamiento a las fuerzas militares francesas que acudieron en apoyo de los insurgentes y que, en este caso, habían instalado un improvisado campamento en tierras de su propiedad. Pese a que el oficial a cargo del contingente siquiera se dignara a responderle al agraviado, el campesino en cuestión se apersonó al día siguiente junto al sheriff de la localidad, quien no solamente procedió a arrestar al jefe del cantón sino a exigirle que cancelase el canon de arrendamiento correspondiente. Que el derecho a la propiedad fuese respetado aun en tiempos de guerra, y que los nativos lo valorasen como un principio intocable, era algo que debió suscitar de veras la curiosidad de Miranda.

Por otra parte, de acuerdo con María Elena González Deluca, el sistema social no le pareció muy avanzado (basándose para esta comprobación en los rezagos que creía advertir en la condición de la mujer) ni tampoco –por curioso que luzca– pareció interesarse en el elemento más volcánico que se gestaba en las entrañas de esa sociedad: el carácter no precisamente en declive sino en franca expansión de la institución esclavista durante los años que coincidirían con su visita a los Estados Unidos[82].

En todo caso, esta visión desde afuera es tan sorprendente que, no satisfecho con dejar consignadas sus impresiones acerca de escuelas y hospitales, bibliotecas y fortificaciones, fábricas y granjas, astilleros e iglesias durante un año y medio de recorrido desde Carolina del Norte hasta Boston, Miranda hallaría el momento para visitar los cementerios, verificar las edades de defunción registradas en sus lápidas, promediarlas y, a partir de allí, colegir algo acerca de las condiciones de salubridad que ofrecía el medio.

Las dos orillas del Atlántico

Sus viajes en calidad de prófugo lo habían hecho olfatear los alcances de lo que significaba la novedosa experiencia de la confederación norteamericana, despertando en él los resortes de lo que sería la adopción gradual de un proyecto rupturista (de hecho, sus primeros planes en cuanto a alistamiento de efectivos y material de guerra se hallan recogidos en un memorando escrito en Nueva Inglaterra, en noviembre de 1784[83]).

A lo largo de su viaje por los Estados Unidos, Miranda hizo acopio, como se ha dicho, de cuanta referencia creyera útil con relación a las nuevas instituciones y leyes republicanas, así como de observaciones sobre lo que debía ser el equilibrio del nuevo sistema frente a concepciones igualitarias extremas.

Al mismo tiempo, sus universidades –Yale, Harvard e, incluso, la incipiente Princeton– le despertarían una enorme curiosidad. Y, así como no entalegó nada que estimara digno de encomio, criticaría en cambio, como también se ha dicho, todo cuanto considerara objeto de censura dentro de esta nueva sociedad. Por ejemplo, no dejaría de exaltar por un lado la tolerancia en el ramo espiritual («Cada uno es dueño de rogar y alabar a Dios en la forma y lenguaje que le dicte su conciencia; no hay religión o secta dominante, ¡todas son buenas e iguales!», anota en su Diario), pero, por el otro, ciertas devociones le merecerían el más rotundo reproche:

Vaya una pequeña anécdota que me ocurrió aquí [en Charleston] para que se vea que todos los pueblos de la tierra, y aun los más civilizados, tienen preocupaciones de la más crasa superstición. Uno de los días que pasé en este lugar acertó ser domingo, y hallándome en casa sin poder salir a dar un paseo por lo mucho que llovía, tomé la flauta, y púseme a tocar una pieza por diversión cuando el patrón y ama de casa, sorprendidos y escandalizados, corren en busca de Mr. Tocker para que intercediese conmigo a fin de que dejase la flauta y no tocara en domingo. Mr. Tocker vino a mí inmediatamente, y refiriéndome el pasaje, hube de soltar la carcajada y dejar por supuesto el instrumento, con cuya circunstancia toda la familia se tranquilizó[84].

Luego de su estancia entre Carolina del Norte y Boston, Miranda abandonaría esos «trece pequeños estados arrinconados entre el mar y un inmenso territorio», como calificara Manuel Caballero a la emergente república[85], con el fin de cruzar el Atlántico en dirección a Inglaterra. A modo de contraste, será en Londres cuando, durante una recalada de cinco meses, comience a percibir lo que entrañaba la compleja interacción entre los grandes centros de poder y las mutantes fórmulas del «equilibrio europeo».

Miranda llegaría así a la capital británica durante una primera y fugaz residencia en enero de 1785 antes de emprender casi cuatro años de andanzas por Europa y Asia Menor. Fue una escala que el criollo supo capitalizar con el fin de enriquecer su círculo de contactos. A través de sus relaciones con el comerciante inglés John Turnbull (con quien había trabado amistad en Cádiz en 1777) pudo aproximarse a influyentes personalidades como el entonces primer ministro William Pitt («El Joven»), a quien, de vuelta de su periplo europeo, le expondría sus planes rupturistas y las necesidades materiales y humanas con las cuales creía preciso contar para acometerlos. Este proyecto encajaba muy bien con las estimaciones hechas por el propio primer ministro con respecto a las siempre difíciles relaciones con España, pero, también, con la aspiración de importantes mercaderes de la isla.

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