Gabriela Mirza - Pompas

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Premio Amanuense 2018 Un relato de intensidad y alcance universal, con personajes memorables. Un joven enfrenta la prueba iniciática para convertirse en ladrón. ¿Lo salvará el amor? En el Montevideo de hoy, Stiven, un joven aprendiz de pandillero, se enfrenta a su prueba iniciática. Con una pistola descargada en el bolsillo, entra al establecimiento indicado para robar… con lo que no contaba es que en el lugar está Ágata, el amor de su vida. A partir de ese encuentro fortuito, el joven reconstruye su corta vida y las piezas de su memoria dan forma a una imagen dura y violenta, como un espejo deformante a punto de romperse. Esta novela breve aborda los retos de hacerse adulto, sobre cómo sobrevivir en un entorno adverso y sobre el amor que salva.

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POMPAS

Gabriela Mirza

ilustraciones de ca_teter

AMANUENSE ®

ÍNDICE

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 1

Es la primera vez que entro para esto.

Me convencieron los de la banda: ¡me toca!

Paso la puerta rápido, se abre, automática, cuando hociqueo.

Es como que la puerta dijera «Sí, nene, entrá, dale...».

Doy un paso adelante como para no marcar bobera.

Es la primera vez que voy a robar.

Tengo una pistola en la campera. Es de verdad, pero está sin balas. La consiguió Ecaeza.

Me la dio y me dijo que no me preocupe, que es solo para asustar. Que por más que no sepa usarla no podría pasar nada de verdad porque ellos la usan vacía, para que las cosas no se vayan de mambo.

—Vos pedí la plata mostrandolá, y la movés bastante pa que se asusten, tipo abanico. Le zumbás el chumbo, tipo moscardón. Ahí los tipos se cagan y te dan todo. ¡Dale!, andá ahora que el guardia se está cambiando. Rápido, rápido. Stiven: ¡no te cagués! Después salís rajando y te subís en la moto, te esperamos en la puerta. Dale, gil, no arrugués.

Ágata es el nombre más lindo que se puede tener.

—Me llamo Ágata —me dijo el día que la conocí, y con sus trenzas me ató, me dejó metido en ese nudo que le sale por la voz y que se te vuelve casa.

No lo puedo creer. Justo hoy, ¿justo ahora me la tengo que encontrar?

El frío del aire acondicionado me da en la nuca, como una guillotina. La parte de atrás del cuello de mi remera tiembla por el vientito que sale del aparato, y toca, de a milésimas de segundo, mi nuca.

Justo ahora tenía que ser, en el mismo momento en el que tengo que pasar la prueba de la banda, después de años sin verla.

Es ella. Sí. Crecida, claro, pero ella.

El nombre me viene de adentro como si me lo dijeran los huesos. Ella levantó los ojos hacia adelante y la palabra Ágata me rebotó dentro del cuerpo.

La voz de micrófono que sale por unos parlantes metálicos le pregunta a una vieja si va a pagar todo o en cuotas. La vieja no escucha, pone la mano como campana en la oreja para ayudarse. El cajero sube el volumen:

—¿Paga todo o lo hace en cuotas, señora?

La vieja no escucha. El cajero vuelve a subir el volumen. Un hombre de la misma fila le saca a la vieja la mano del oído y le grita la pregunta a un centímetro de la oreja.

Ella dice que sí, que sí con la cabeza. Quiere pagar. Saca todo lo que tiene. No le alcanza. Supongo que no entendió lo que le dijeron. No le da ni para pagar la mitad. La vieja saca un monedero, revuelve, revuelve. Dice que no, que no con la cabeza, guarda todo y se va.

Avanzan las filas.

Me pica la nuca, me pica, me eriza.

Es ella, Ágata, no hay dudas.

Me cosquillea el cuerpo, ahora abajo. Todavía no me vio.

Se me fue a los tobillos —el vértigo es esto, lo entiendo en este segundo—, de los pies a los omóplatos, a la cabeza, a las yemas de los dedos otra vez, después a las orejas —como miniagujas que me pinchan—, por último a los pelos.

Una pantalla muestra a una muchacha ganando plata en un sorteo, al lado de ella, un señor de traje negro le entrega dinero, todos con cara feliz. La muchacha salta con los brazos para arriba, llevando los talones a la cola como medio en diagonal. Todos ríen brillantes, como aviso de dentista.

Ágata está ahí parada, delante de mí. No es que me olvidé de que ella existe, pero hace años que no la veía.

La miro. Pasa lo mismo que antes, ella ocupa el mismo lugar que siempre: toda mi espalda.

Como un respaldo, a veces caliente, a veces de nervios que pinchan como cama de clavos. Mi espalda le pertenece, ella es mi cuerpo completo. Cuando está Ágata dejo de ser frente, dejo de ser solo lo que ven mis ojos y paso a ser un frente con revés, soy entero.

La veo, a ella y a todo el conjunto: las tres cajas con sus filas de gente embolada, con ganas de no pagar nada e irse; un asiento de guardia vacío porque se fue para adentro. Vidrio, mucho vidrio: vidrio en las puertas que se abren solas, vidrio en lugar de las paredes de afuera y vidrio en las ventanillas; todo puesto en vidriera.

Lo voy a hacer, estoy llegando a la caja.

La veo, y ella me ve cuando ya estoy sacando la pistola. Sus ojos se abren, enormes. Yo le hago un no con la cabeza, bien chiquito; que no, que no me salude. Le hago un gesto hacia abajo. Ella baja los ojos y la ve. Ve que tengo un arma y los ojos se le abren más.

El cajero ni se da cuenta que lo quiero robar, todavía no. Ella sí.

Años que no la veo, muchos.

Ahora estoy viviendo un tiempo burbuja, de esos tiempos que no tienen pasado, de los que flotan sin rumbo, y el pinchazo y su ¡ploc! son la amenaza a toda hora.

Mientras estás en la burbuja subís, subís como nunca, y mientras está entera se ve real, porque es real. Lo débil también es real.

Aunque sea frágil, una burbuja mientras existe es, y nos gusta porque flota como desentendida. Incluso tiene destellos y disimula con su disfraz de vidrio. También se hace la linda, y, como hacen todas las lindas, ignora la mugre de la de al lado.

Esta burbuja me hace sentir protegido, es un lugar solo para uno, para mí. Es una cárcel y una casa, es una vidriera para mostrarme y una cápsula para esconderme.

La burbuja sube ahora, siento que sube, y me cuesta pensar.

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