A pesar de la indudable brillantez de estos análisis de los mecanismos biopolíticos contemporáneos, quiero tratar de defender el concepto nietzscheano de un futuro intempestivo e insistir en que aún puede tener relevancia transformativa. A esta tarea contribuye el hecho de que el mismo Nietzsche parece haber anticipado algunos de los desarrollos que hemos visto descritos arriba con horrorizado entusiasmo. Las descripciones nietzscheanas, cáusticas y, sin embargo, proféticas, de su propia modernidad, nos ofrecen varias sugerencias sobre cómo criticar nuestro presente de una manera que nos permita superarlo. Tres aspectos de estas descripciones son importantes aquí: primero, el hedonismo autoindulgente de la humanidad, que le hace imposible criticarse a sí misma; segundo, la obsesión de la humanidad con su propia inteligencia, que hace que se deleite en una especie de arrogancia computacional también conocida como ciencia; y tercero, el sorprendente clamor de Nietzsche de que el capitalismo biopolítico no es un obstáculo, sino, más bien, una etapa necesaria hacia un nuevo futuro.
La crítica, lo sabemos, es el primer paso hacia la superación del hombre y, sin su efecto de distanciamiento, no podemos hallar el impulso para dar el salto hacia el futuro. 9Pero el espíritu de la modernidad nos ha inoculado contra la crítica, distrayéndonos con entretenimiento u obsesionándonos con “datos”. “¡Ay! –se lamenta Nietzsche– llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo” (Nietzsche 1996, 41). El hombre moderno es adicto a los afectos histriónicos y efímeros cuyo disfrute ubicuo ha banalizado la afirmación al convertirla en una cuestión de gustos. Este hombre moderno, argumenta Nietzsche, es el “último hombre” o el “hombre final”, un humano que ha descubierto la “felicidad” al remover todo aquello que era duro y cruel en la vida. En vez de todo esto, la cultura se ha convertido en una especie de “narcótico” que le administra “un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables” (Nietzsche 1996, 41). “¿Quién nos contará la historia completa de los narcóticos? –pregunta Nietzsche– es aproximadamente la historia de la ‘cultura’, ¡de la llamada cultura superior!” (Nietzsche 2001, 86). Todavía hay mucho trabajo, pero “el trabajo es entretenimiento”, que llena la vida con “pequeños placeres” que no molestan. Tal como la gente dice con orgullo hoy en día: “todo va bien”, en lo que sería la versión contemporánea del burro rebuznador de Nietzsche, cuyo grito vacío y repetido –“Sí-ííí”– simplemente afirma la monotonía de nuestros placeres. El placer de comprar, de poseer, de sentirnos orgullosos acerca de nuestra conformidad e insignificancia. Este disfrute vacío y acrítico simplemente confirma nuestra esclavitud biopolítica, y aunque abarca lo nuevo, lo hace solamente como una negación de cualquier “exterior” a aquellos deseos y sensaciones que determinan nuestro presente. “Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio” (Nietzsche 1996, 41). Esta es la esencia de la “mentalidad de rebaño”: simplemente repite lo que existe, toma los afectos y los valores que le dan y agradece el hecho de limitarse a darle clic al ratón con diligencia (Nietzsche 1997d, 133).
Esto no quiere decir que la vida humana “narcotizada” sea insípida o descolorida. La modernidad se caracteriza por lo que Nietzsche llama “el bullicio de la feria” (Nietzsche 2001, 4), un intenso rango de experiencias que, sin embargo, se vuelven inofensivas al verse restringidas al ámbito del entretenimiento cultural (pagado, por supuesto), y al ofrecernos un “más allá” extático que nos “eleva a un momento de sentimiento intenso y elevado” (Nietzsche 2001, 86), a pesar de encontrarnos en un cine, por ejemplo, y no en una iglesia. Nos transportamos a elevaciones de la experiencia que no podemos esperar en nuestras vidas normales y quedamos con la sensación de estar santificados, purificados por ese poder más elevado. Es el poder de los ideales ascéticos, pero convertidos en una forma embriagadora de entretenimiento, “latigazos ideales”, como Nietzsche los llama (2001, 86). Así pues, si bien pareciera que participamos constantemente en una abundancia de experiencia, dicha abundancia confirma un simple hecho: “nada es bello, solo el hombre es bello: sobre esta ingenuidad descansa toda estética, ella es su primera verdad” (Nietzsche 1989, 105). Para Nietzsche, la “industria del afecto” no produce arte sino un “antiarte” en el que los artistas glorifican “los errores religiosos y filosóficos de la humanidad” (Nietzsche 2007, 145) . El ejemplo favorito de Nietzsche es Richard Wagner, pero su ridiculización de Wagner también podría aplicársele fácilmente a los “antiartistas” (Nietzsche 1989, 97) de hoy en día, especialmente a aquellos que ganan fortunas en Hollywood, “todos ellos grandes descubridores en el reino de lo sublime, también de lo feo y horrible, y descubridores aún más grandes en el producir el efecto, en la puesta en escena, en el arte de los escaparates, todos ellos talentos que superaban en mucho a su genio” (Nietzsche 1997d, 228; ver también 2001, 4). Este arte de “volar alto” (Nietzsche 2001, 4) con afectos cada vez más intensos es escapismo antes que superación, un romanticismo recargado que confirma la cristiandad al tiempo que niega a Dios y que no podría estar más alejado del sobrio clasicismo que define la estética de Nietzsche. Contra todo esto, Nietzsche esgrime, como remarca Deleuze (2005a, 322), “el amanecer de una contra-cultura”.
De igual manera, y en una frase que es enteramente aplicable a la obsesión actual con los “medios de comunicación masiva”, Nietzsche condena a los “fanáticos de la expresión ‘a cualquier precio’” (Nietzsche 1997d, 229) porque tal expresión no sirve sino para confirmar lo que ya todos saben y sienten, dando cabida al lugar común de los “pulgares arriba”. Para Nietzsche, “una fácil comunicabilidad de la necesidad (lo que actualmente significa, experimentar solo vivencias comunes y estándar) tiene que haber sido la más poderosa de todas las fuerzas que han dominado a los hombres hasta ahora” (Nietzsche 1997d, 251). La descripción precisa de Nietzsche de la biopolítica actual no niega la importancia de la “diferencia” o de lo “nuevo” dentro del capitalismo contemporáneo, ni la intensidad de la experiencia contemporánea, sino que sostiene que estos clamores simplemente conforman y confirman los valores humanos que son su condición. Este argumento, me parece, no es refutado por la afirmación de la mutación “poshumana” que conduce a un futuro cibernético nuevo, ocasionada por la aceleración tecnológica y la explotación de la producción afecto/consumo que han generado los medios digitales. Nietzsche admite casualmente la importancia de las prótesis tecnológicas del hombre, pero lo que es importante sobre estos desarrollos, puntualiza, no es la manera como fragmentan en apariencia la integridad de la psicología y la corporalidad humanas, sino la manera como hacen aún más ubicuos los valores humanos.
Por razones similares, Nietzsche condena a la ciencia. El “último hombre”, argumenta, es un tipo científico poseedor de una gran “inteligencia”: “ellos son inteligentes y saben todo lo que ha ocurrido” (Nietzsche 1996, 41). Pero como en el caso del entretenimiento, este “saber” se basa en la suposición de universalidad de los valores humanos y en el “más allá” científico de la “verdad” ascética establecida. ¡Infoentretenimiento! Este “saber” científico remueve el devenir de la historia y lo convierte en un servidor de la verdad, un acto que, nos dice Nietzsche, “desarraiga el porvenir” (Nietzsche 1997b, 7). Los hombres modernos no son más que “enciclopedias ambulantes” (Nietzsche 1997b, 4) que reducen las fuerzas del devenir histórico a la “información”, permitiendo que sean instrumentalizadas por las demandas de una tecnociencia capitalista. Nietzsche tiene claridad sobre el futuro que esto producirá: un futuro en el que la actividad humana se restringirá a “un trabajo productivo lo más productivo posible [que le permitirá a] la ciencia, desde el punto de vista económico, [ser] cada vez más utilitaria” (Nietzsche 1997b, 7). Nietzsche llama a esto nihilismo porque es el punto en el que la vida trata de destruirse a sí misma. En una sentencia que tiene ecos incómodos hoy en día, escribe: “¿son esos hombres todavía, o quizás solo son máquinas de pensar, de escribir, de hablar?” (Nietzsche 1997b, 5).
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