Con el artista “animal” tenemos un sentido claro de las dimensiones biopolíticas del futuro y de la crítica o revaluación inmanente de los valores humanos que se requiere para crearlo. Pero para determinar el valor que esta forma ontológica de la política tiene para nosotros hoy en día, debemos confrontarla con la perspectiva que nos indica que las formas contemporáneas del capitalismo han logrado ubicarse con éxito justamente allí, en la interfaz entre una ontología trascendental de la creación crítica (voluntad de poder) y su encarnación situada dentro del devenir-otro de los cuerpos humanos. Esta confrontación requiere un breve panorama de esta perspectiva antes de que podamos considerar su posible impacto en nuestra pregunta acerca de la relevancia de Nietzsche para el presente. Matteo Pasquinelli (2008) argumenta que el capitalismo ha establecido una relación parasítica y directa con nuestras pulsiones inconscientes e instintivas a través de la producción de “bienes-del-afecto”, al permitir que module directamente no solo nuestras metas instintivas, sino también su intensidad. En vez de reprimir estos espíritus animales, como los llama Pasquinelli, el capitalismo procura amplificarlos con el fin de maximizar sus ganancias. Sus ejemplos son justamente aquellos que Nietzsche emplea para tipificar el “vigor animal” del artista (Nietzsche 2000, 529): la sexualidad y la crueldad violenta del instinto de supervivencia. Desde esta perspectiva, el capitalismo biopolítico es una especie de afirmación financiera de nuestra sensibilidad animal, una forma de control que opera a través de la monetización. La idea es lo suficientemente simple: si nuestro deseo “noble” (como lo plantearía Nietzsche) de sexo y violencia se satisface por medio de las imágenes-producto (pornografía y “porno violencia”) que divulgan los medios de comunicación masiva, entonces la creación de “nuevos” productos (una necesidad constante para el capitalismo de acuerdo con la ley de los retornos decrecientes) se convierte en la encarnación del devenir en sí mismo. Así pues, en este sentido, el capitalismo ha capturado “el principio de desequilibrio” de la voluntad de poder y lo ha convertido en su principio más importante para generar ganancias.
La tecnología digital permite esta aceleración de la producción y el consumo deseantes al insertar los imperativos capitalistas en las redes neurológicas y nerviosas de nuestro cuerpo y cerebro. Esto produce una mutación conectiva, como la ha llamado Franco Berardi (2005), que aleja nuestras subjetividades de las identidades tradicionales y las lleva a un “dividuo” o un “yo disuelto” flexible, que está –en su forma tanto de trabajador como de consumidor– en un estado permanente de reinvención personal. Esta producción incesante de diferencia mercantilizada ha envuelto al mundo en su red mundial (World Wide Web) para llegar, hoy en día, a lo que Berardi llama capitalismo molecular: un estado en el cual la producción de “mercancías de la información” ocupa cada uno de nuestros momentos 7, situación en la que nuestra integridad fisiológica y psicológica se ve pulverizada constantemente y nuestro valor más importante para el capitalismo es nuestra diferencia fragmentada respecto a nuestro propio ser. “En cada momento de la vida”, dice Berardi, en su estilo típicamente apocalíptico:
La máquina humana está ahí, pulsando y disponible, como una expansión cerebral a la espera. La extensión del tiempo está meticulosamente celularizada: es posible movilizar células de tiempo productivo puntual, casual y fragmentariamente. La recombinación de estos fragmentos se realiza automáticamente en la red. (Berardi 2011, 90)
La interfaz no solamente subsume cada uno de nuestros deseos y pensamientos, sino que los valora de acuerdo con su diferencia. El capitalismo le ha dado un valor (monetario) relativo a la distancia creativa del futuro y su atractivo exterior, simplemente la ha puesto a trabajar. Steven Shaviro (2006) formula lo anterior de una manera desprevenida: “no podemos escapar de la lógica de los productos y el mercado apelando a anhelos y esperanzas utópicos de redención. Pues estos anhelos son los que nos motivan a ir de compras”. Uno de los ejemplos de Shaviro (2010) es relevante para nuestro caso, pues se enfoca en el arte: este autor argumenta que el surgimiento reciente del “cine poscinemático” incorpora los experimentos formales radicales de la vanguardia en las estructuras genéricas de las películas clase B, evaporando así sus ambiciones transformativas (y, con frecuencia, explícitamente políticas) en un viaje recalentado pero vacío de afectos cinéticos. Desde su punto de vista, el arte ya superó lo humano, pero no ha llevado a una revaluación de los valores en el sentido nietzscheano, sino a una revaluación de los afectos en tanto que productos. Berardi afirma algo similar: para él, la interfaz digital ha producido la utopía más eficiente hasta el momento: la utopía de un espacio virtual infinito “en el que miles de millones de usuarios se encuentran y crean su realidad económica, cultural y psíquica” (Berardi 2011, 53). Pero esta “utopía” es en realidad una distopía porque conduce a “la desaparición de lo humano o, quizás, a la sumisión de lo humano a la cadena [inhumana] de automatismos tecnolingüísticos” (Berardi 2011, 53). La humanidad ha sido superada, pero en su lugar nos hemos convertido en una sociedad de “esclavos netos” que trabajan en una “conexión celular permanente” (Berardi 2011, 115).
Maurizio Lazzarato presenta una explicación considerablemente más sobria de este proceso que se enfoca en la manera en que la tecnología digital se ha insertado en la interfaz entre los procesos trascendentales de la ontogénesis (la voluntad de poder de Nietzsche) y su encarnación como poder de autosuperación sensual e intelectual del cuerpo. 8De forma similar a Pasquinelli y Berardi, Lazzarato argumenta que la tecnología digital ha surgido en la interfaz entre la producción y la recepción de la sensación, imponiéndole un sistema capitalista de circulación a la habilidad que tiene la sensación de multiplicarse y transformarse a sí misma. Como resultado, el poder de revaluación o invención y la “distancia” intempestiva que este implica, se han visto, dice Lazzarato, “‘objetivados’ dentro de límites precisos en un dispositif tecnológico” (Lazzarato 2006b, 111). El capitalismo biopolítico ha tomado un sentido ontológico en la medida en que ahora es el productor de la creatividad (esto es, de la ontogénesis). Consecuentemente, la creación (o el devenir), como proceso ontológico (es la producción de vida, como en Nietzsche), no se subsume simplemente en los procesos capitalistas y digitales contemporáneos, sino que ahora estos la producen. La creación sigue siendo creación de una diferencia inmanente y crítica, ¿por qué no?, que produce un nuevo futuro –entre más nuevo mejor–. Pero este modo de producción es una expresión del capitalismo, más que su resistencia (Lazzarato 2007). Superar se ha convertido en la lógica misma del capital, que de este modo reclama cualquier futuro. “Nuestra hipótesis –escribe Lazzarato– es que la proliferación de mundos posibles es la ontología de nuestro presente” (Lazzarato 2007, 177).
Berardi resume esto en una declaración sucinta: afirma que nosotros vivimos “en el futuro del no futuro” (Berardi 2011, 50). El futuro ya no es una promesa de emancipación de las formas actuales de control, sino más bien la promesa de que se harán eternas. ¿A qué se debe esta desesperanza distópica? Se debe, según Berardi, a que el capitalismo molecular fragmenta nuestra energía nerviosa y cognitiva y la recombina dentro de la red, en una revaluación biopolítica de nuestra fisiología y psicología que hace imposibles tanto la conciencia individual como la colectiva. Resulta interesante que la resistencia que Berardi sugiere ante este proceso sea casi exactamente contraria a la de Nietzsche: donde Nietzsche defiende la “gran salud” del superhombre y su fuerza “explosiva” de devenir, Berardi sugiere una “teoría implosiva de la subversión, basada en la depresión y el agotamiento” (Berardi 2011, 138).
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