En segundo lugar, en lo referente a la dinámica que puede asignarse a lo científico, la epistemología francesa pareciera desentenderse, por principio, de la compulsión a identificar el movimiento de la ciencia con el ejercicio de la representación, desconocer que el funcionamiento de la ciencia pueda resultar asimilado al acto de la recognición y, en ese mismo sentido, resistirse a la tentación de hacer de la referencia una categoría epistemológica central. Correlativamente, en tanto tiende a descreer que el movimiento de lo científico pueda confundirse con el despliegue de una cierta operación de manipulación y que su funcionamiento tienda a desarrollarse en el orden de la mera aplicación, la epistemología francesa tampoco pareciera asignar un lugar filosóficamente relevante a la noción de intencionalidad. En efecto, si algún término permite caracterizar el movimiento que la tradición francesa del siglo pasado se ha permitido asignar a la ciencia ese término no es otro que la distinción, esto es, el ejercicio de la diferenciación, una práctica de análisis o descomposición que encuentra en torno a la función de integración no sólo la constante invitación a componer un mundo diferente de aquel que nos viene dado a partir del mundo de la percepción y la opinión cotidianas sino también la razón en virtud de la cual la propia noción de problema –entendida en términos de mezcla y de distribución y ya no como obstáculo o elección– deviene un concepto epistemológicamente central.
En tercer término, de cara al interés por determinar la naturaleza de lo científico, la epistemología francesa pareciera recusar ab initio la posibilidad de considerar la ciencia en términos de puro lenguaje y, por ello mismo, como algo que meramente se dice, esto es, como una forma o una manera de hablar. Así, la materia del producto de lo científico no reside en la opinión, su cuestión no se reduce al problema de la verdad de lo dicho y su solución no remite a la construcción de un cierto isomorfismo lógico que torne posible la correspondencia entre lo propuesto y lo visto. No otra es, en efecto, la razón en virtud de la cual el logicismo –en tanto proyecto filosófico orientado a dirimir la cuestión del reconocimiento de la verdad de las opiniones– y la axiomática –en tanto técnica destinada a asentar la construcción de la coherencia de la ciencia sobre el sistemático recurso al principio de no contradicción– hayan encontrado tan pocos adeptos entre los epistemólogos franceses: a su entender, la esencia del conocimiento científico no reside en la forma de la proposición. Paralelamente, la epistemología francesa tampoco pareciera ni permitirse considerar a la ciencia meramente como algo que se hace, una actividad o una manera de actuar, ni identificar la materia del producto de lo científico con la experiencia o la vivencia y, menos aún, remitir su cuestión al dominio de una significación oculta, olvidada o perdida, esto es, a la necesidad de precisar el sentido, la orientación o la dirección que aquel sujeto trascendental que, no por fundar la labor deja por ello de perderse en sus efectos, tiende a asignar al desarrollo de lo científico y que sólo una interpretación capaz de explorar los condicionamientos subjetivos de la fundación histórica de la ciencia puede recuperar. Se entiende entonces el motivo por el cual, en tanto la esencia del conocimiento científico no reside ni en una proyección ni en una serie de supuestos que resulta necesario explicitar, el interpretativismo en tanto captación del sentido de la tarea científica y la hermenéutica en tanto instancia que habilita la exposición de sus condicionantes subjetivos puedan resultarle a la epistemología francesa tan ajenos como el logicismo y la axiomática: la ciencia es algo que se concibe, un pensamiento, una cierta modalidad del pensar; la materia a partir de la cual se elabora su producto reside en las relaciones, las conexiones, las vinculaciones, esto es, en una mera exterioridad que resulta previa a cualquier constitución de formas estables; la esencia del conocimiento científico se confunde con la idea de función; su problema converge con la posibilidad de evaluar la importancia de la relación considerada y la forma del proceso de su producción encuentra su modelo en unas matemáticas que se ejercen en tanto que pensamiento de la singularidad de las relaciones en la experiencia o, mejor aún, en el proyecto de un matematismo que no cesa de explorar la conciliación del pensamiento de la relación con la experiencia.
En cuarto lugar, en lo relativo a los peligros que una aproximación filosófica a la ciencia permite detectar, la epistemología francesa asume como principal riesgo característico de lo científico no la posibilidad de estafa (i.e., la tendencia a presentar como justificadamente verdadero aquello que no es más que falso o contradictorio), y tampoco la amenaza de destrucción, de alienación o de cosificación que pareciera anidar al final de una ciencia cuya actividad falta a su sentido originario, sino la promoción de la estupidez, esto es, la proliferación de la creencia en que, a la hora de determinar el valor del proceso y el resultado de lo científico, basta con remitirse a la consideración de la verdad de su producto o al sentido que un cierto sujeto trascendental se permite asignar a su actividad. En consonancia con este desplazamiento en el orden de los riesgos, el despliegue del discurso de la epistemología francesa tiende a realizarse, antes que bajo la forma de una apología o una denuncia, a partir del ejercicio de una cierta selección que encuentra su forma más alta no ya en la formulación de un método de justificación y tampoco en la elaboración de una ética profesional de limitación de la actividad científica, sino en una crítica que, atendiendo a los problemas planteados, intenta a cada paso, y en función del criterio de la importancia, desambiguar y seleccionar la doble modalidad inherente a la naturaleza del proceso de lo científico: a medias astucia de la inteligencia, a medias tontería de la información.
Por último, ante la cuestión de la organización de la división del trabajo científico o, para decirlo de una forma más habitual, de cara a la cuestión de la clasificación de las ciencias, la epistemología francesa pareciera tomar como punto de referencia no tanto la cuestión de la distinción entre verdades formales o necesarias y verdades contingentes o materiales y, menos aún, la contraposición entre la explicación y la forma de lo verdadero y la comprensión y las figuras del sentido, sino la tensión entre verdades significativas, importantes e interesantes y verdades indiferentes, supuestas e impuestas y, bajo esa misma condición, tender a desplazar el criterio último que viene a tornar posible la clasificación de las ciencias desde el ámbito de la determinación de la diferencia ya en la naturaleza de sus objetos, ya en el procedimiento de sus métodos hacia la consideración del estatuto y la diversidad de los problemas que éstas permiten plantear en el orden del conocimiento. De esta manera, la propia clasificación encuentra su enemigo –y, por tanto, aquello que intenta excluir y dejar por fuera de aquella ciencia que clasifica– no ya en la especulación metafísica y tampoco en el mecanicismo positivista sino en las proyecciones del librepensamiento y remite, antes que a la diferenciación entre ciencias formales y fácticas o entre ciencias de la naturaleza y el espíritu, la cultura o el hombre, a la contraposición entre dos modalidades de ejercicio del conocimiento: una simbólica, estructural y conceptual que implica un cierto uso “inteligente” del pensamiento y otra imaginaria, ideológica y, en el límite, personal o subjetiva que tiende a confundir saberes con necesidades, aspiraciones y expectativas.
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