Esther Díaz - Gilles Deleuze y la ciencia

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Este libro expresa el espíritu pluralista y preocupado por la política biológica, la tecnociencia y la subjetividad con el que sus distintos autores abordan la filosofía de Gilles Deleuze. Metodólogos, epistemólogos, antropólogos, escritores, sociólogos, politólogos, comunicadores, geógrafos, todos especialistas en el pensador francés, se aventuran en epistemologías en fuga, en diversidades metodológicas, en modulaciones políticas, en devenires artísticos y en multiplicidades vitales.

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Zona de entorno: se entra en esa área mediante relaciones que producen un deshacerse de sí mismo deviniendo otro sin perder la inmanencia, determinándose como viviente. Lo que se pierde más bien es la carga de preceptos que agobia a los camellos culposos. En el caso de la ciencia, que considera la realidad como conjunto de funciones, se produce también un pasaje a lo imperceptible, aunque el devenir presenta claroscuros. Cada singularidad es inseparable de lo nebuloso, de la bruma que depende de una región molecular, de un territorio corpuscular en el que se puede llegar a capturar códigos (algo diametralmente opuesto a ser un pasivo receptor de códigos).

El entorno es una noción topológica y cuántica, que indica la pertenencia a una misma molécula, independientemente de los sujetos considerados y de las formas determinadas.[16]

Cuando la ciencia consigue establecer funciones fecundas, atraviesa una transposición desde la aparente simplicidad de los datos hacia la evanescencia molecular de las funciones, que son estados del ser. Algo similar, pero diferenciado, ocurre con la filosofía y el arte. Es decir, se produce una fuerte interacción conceptual entre las tres regiones. En función de ello, desde esta lectura de Deleuze también en las ciencias naturales y formales acontecen devenires.

Perspectiva pictórica

El ser es devenir pero ¿se puede acaso capturar el devenir? El tiempo es vorágine, desconocimiento de linealidad, puro fluir, pensarlo “siendo” es pensar en contra de las filosofías de la sustancia, de la conciencia, de la presencia. Pero ¿es posible intuir y transmitir devenires, por ejemplo, desde el arte plástico?, ¿un pintor hiperrealista podría transmitir desde su obra el movimiento?, ¿dibujar la apertura de una flor (no ya una flor abierta), el envejecimiento de cierta piel (no cierta piel envejecida), la vibración solar que por un instante se posa en un membrillo (no un membrillo que brilla)?

Existen intentos. Pensemos en la película El sol del membrillo de Víctor Erice, un documental guionado. Vemos ahí al pintor español Antonio López que consagró sus días y sus noches para tratar de captar en su tela el devenir imperceptible de un árbol de membrillo. Crecía en el patio de su estudio. Cuando los frutos de ese árbol amarilleaban en su esplendor, el artista se propuso trasladar a un cuadro no solamente la percepción instantánea sino también el cambio que –día a día– iban experimentando las frutas, las hojas y los destellos del sol sobre la planta.

Cotidianamente capturaba mediante instrumentos y miradas las mutaciones del membrillo. Marcaba los cambios de manera doble: no sólo pintaba sobre la tela, también le daba pequeñas pinceladas a la plata. Registraba así el límite de lo que cada jornada había elaborado. Pero esas marcas eran desbordadas una y otra vez por el crecimiento del vegetal. También la intensidad de la luz del sol cambiaba durante el desarrollo de la obra. Pasó varias semanas persiguiendo el devenir a punta de pincel.

Una mañana los frutos comenzaron a caer por el peso de su madurez. El artista asumió el fracaso. La pintura representaba de manera realista un árbol de membrillo, pero no había captado sus cambios. Lucía imperturbable. Deleuze diría que no había alcanzado a establecer perceptos, pues la finalidad del arte consiste en arrancar perceptos de las percepciones del objeto y de lo que percibe un sujeto. Se trata de extraer el afecto de las afecciones como pasaje de un estado a otro –como devenir–, de extraer un bloque de sensaciones para un mero ser de sensación. Los perceptos no son percepciones y son independientes de un estado particular de quienes los experimentan. Antonio López abandonó ese cuadro cuando consideró fallido su método para tratar de captar el movimiento, en realidad, de captar la vida.

López recomenzó. En el segundo intento utilizó lápiz y papel, sin modelo. El árbol biológico estaba desdibujando su esplendor entre hojas y frutos marchitos. En este recomenzar en soledad, sin modelo, el grafito se desplazaba por la superficie blanca casi sin tocarla, rozándola apenas. La obra terminada resultó evanescente: el vislumbre de unos frutos casi imperceptibles, intermitentes, como si titilaran desde la composición artística.

La segunda obra sobre el membrillo muestra la misma planta, pero la cuasitransparencia de los trazos produce efectos vibratorios. La figura difuminada evoca líneas de fuga que la representación literal y colorida del cuadro anterior no lograba expresar. En el cuadro definitivo centellean devenires vegetales evanescentes. Inmanentes, no trascendentes. Semejantes a una vida despojada de códigos. Simplemente vida. Agon entre ella y la otredad. En esa configuración de fuerzas se producen choques, confusión y metamorfosis. Veamos este proceso en una ficción sobre la danza.

Perspectiva danzante

No hay vida asegurada, hay vidas en suspenso. Una vida excede los límites estratificados que delimitan objeto y sujetos. Se derrama y chorrea.[17] Se trata de voluntad de poder, como la que moviliza a la protagonista de la película El cisne negro de Darren Aronofsky, una bailarina que aspira a lograr la perfección estética.

En principio Nina se aferra a los estrictos códigos del ballet: casi no se alimenta y ensaya, ensaya, ensaya. Es tímida. Sin novio, sin amigos, sin fiestas, únicamente entrena hasta quebrarse las uñas. Es delgada, etérea y acuna una técnica impecable aunque desprovista de pasión. El coreógrafo le reclama inútilmente que se suelte, que sienta, que libere su bestialidad. Un día se abalanza sobre Nina y la besa con violencia. Ella reacciona mordiendo furiosa los labios del maestro y huyendo. Él queda deliciosamente sorprendido. Las otras bailarinas del elenco lo acechan para seducirlo, para entregarse a su voluntad e intentar así lograr un papel destacado en el ballet. Y esta pequeña, a pesar de su ilimitada ambición artística, no sólo se había permitido rechazarlo sino también devolverle la agresión.

El coreógrafo capta la animalidad que palpita en ese cuerpo y le otorga el rol protagónico en El lago de los cisnes. La desafía incluso a interpretar también al cisne negro. Pero junto con la felicidad llega la pena; celos profesionales, competencia, boicots. Como si todo esto fuera poco, en los ensayos la protagonista no logra el desenfreno del cisne negro, a pesar de que interpretaba maravillosamente al blanco. No obstante, el día del estreno, acosada por mil obstáculos, se abandona a las oscuras fuerzas que borbotean en su espíritu y “es bailada” por la negritud insondable del cisne. Su cuerpo comienza a transformarse. La piel blanca se motea con pequeños muñones negros, tan oscuros como los devenires de su espíritu. Poseída por los dioses del entusiasmo, su cuerpo se fue llenando de plumaje, sus brazos devienen alas y baila enloquecida con la sagacidad y la fuerza de la animalidad. La mujer desaparece entre los plegamientos animales y deviene cisne.

Perspectiva científica

Ahora bien, la ciencia, que se pretende exclusivamente racional, ¿también posibilita devenires? Lo no perceptible en los procesos de investigación, ¿es emancipador –como el devenir imperceptible deleuzeano– o está al servicio de la naturalización de la “verdad” científica? Pues el científico “invisibiliza” ejércitos de aspectos pasibles de ser estudiados y extrae variables del caos por desaceleración. Es decir, elimina la posibilidad de considerar las infinitas variables que podrían intervenir en una función. Pero esas variables aisladas del maremágnum de la realidad no son propiedades intrínsecas de las cosas, sino la resultante de una diagramación convencional, finita, manejable, mensurable que, no sin desechar multiplicidad de aspectos, elige unos en lugar de otros, estableciendo así un plano de referencia (“objeto de conocimiento” o “unidad de análisis”, según la epistemología tradicional). Un parapeto para refugiarse del caos controlado por un observador parcial (“sujeto de conocimiento”, según los manuales).

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