No sería exagerado decir que las ramas más modernas de la medicina han puesto de relieve la existencia de profundos recursos innatos a los que todos podemos acceder, en cualquier momento, para aprender, crecer, curarnos y transformarnos. Estas aptitudes se hallan inscritas en nuestros genes, en nuestro cerebro, en nuestro cuerpo, en nuestra mente y hasta en la relación que mantenemos con los demás y con el mundo. Y la puerta de acceso a esos recursos se encuentra en el “aquí” (estemos donde estemos) y en el “ahora” (sea éste cual sea).
Todos tenemos pues, independientemente de que la situación en que nos hallemos sea familiar o novedosa, de que nos parezca “buena”, “mala”, “fea”, esperanzadora o desesperada, e independientemente también de que creamos que sus causas son internas o externas, la capacidad de curarnos y de transformarnos. Bien podríamos decir que esos recursos internos forman parte de nuestro legado de nacimiento al que, en consecuencia, podemos apelar en cualquier momento. La capacidad de aprender, de crecer, de curarnos y de desarrollar una forma más inteligente de percibir y actuar y una mayor compasión hacia nosotros mismos y hacia los demás se asienta en la misma naturaleza de nuestra especie.
Pero todas esas capacidades, obviamente, deben ser descubiertas, desarrolladas e implementadas. Debemos aprovechar mejor el tiempo de que disponemos, algo a lo que, hablando en términos generales y lo queramos o no, renunciamos con demasiada frecuencia y reemplazamos con cualquier otra cosa. Pero es igualmente sencillo de comprender que, a lo largo de toda nuestra vida, eso es todo lo que tenemos, que el hecho de estar presentes es un auténtico regalo y que, cuando empezamos a hacerlo, suceden cosas en verdad extraordinarias.
El reto al que ahora nos enfrentamos consiste en cultivar, en todas las situaciones que la vida nos depare, las capacidades de aprender, crecer, curarnos y transformarnos, un viaje que dura toda la vida y que, cuando lo emprendemos, nos lleva a cobrar conciencia de quiénes somos een realiddad y a vivir nuestra vida como si de verdad importase. Y ciertamente que esto sucede, mucho más de lo que creemos y mucho más también de lo que podemos llegar a imaginar. Y las consecuencias de nuestra forma de conciencia no sólo afectan a nuestro disfrute y a nuestro logro personal, sino que al mismo tiempo desarrollan nuestra alegría y nuestras sensaciones de bienestar y de logro.
La movilización y el desarrollo de los recursos de los que todos disponemos promueven también la salud y la cordura. Y el más importante de todos esos recursos es la capacidad de prestar atención a aquellos aspectos de nuestra vida que no sólo desatendemos sino que, muy a menudo, ignoramos.
El hecho de prestar atención perfecciona nuestra conciencia, ese rasgo que, junto al lenguaje, nos caracteriza como individuos y como especie y fomenta el aprendizaje y la transformación. Crecemos, aprendemos, cambiamos y nos tornamos conscientes gracias a la aprehensión directa de las cosas a través de los cinco sentidos y de nuestra mente (a la que los budistas consideran como un sexto sentido). Cualquier aspecto de nuestra experiencia tiene lugar dentro de una complejísima red de relaciones, algunas de las cuales son esencialmente importantes para nuestro bienestar, tanto inmediato como a largo plazo. Tal vez sea cierto que, ahora mismo, no podemos advertir muchas de esas relaciones, porque todavía permanecen más o menos ocultas, aguardando a ser descubiertas, en el entramado de nuestra vida. Pero, aun en tal caso, siempre podemos acceder a esas dimensiones ocultas –a las que podríamos considerar como nuevos grados de libertad– y ponerlas de forma gradual de relieve. Y ello sólo ocurrirá en la medida en que ejercitemos nuestra capacidad de ser conscientes y prestemos una atención deliberada, respetuosa y amable a los sorprendentemente complejos, aunque fundamentalmente ordenados, ámbitos establecidos por el universo, el mundo, nuestro país, nuestra familia, nuestra mente y nuestro cuerpo, en los que nos hallamos inmersos y dentro de los que nos movemos y que se encuentran, lo sepamos o no y nos guste o nos desagrade, fluctuando y cambiando de continuo a todos los niveles y proporcionándonos, de ese modo, incontables ocasiones para crecer, ver con más claridad y emprender acciones más sabias y, de ese modo, acabar con el sufrimiento de nuestras tumultuosas mentes habitualmente alejadas de su hogar, de la quietud y del reposo verdaderos.
El viaje que conduce a la salud y la cordura es una invitación a despertar a la plenitud de nuestra vida mientras todavía estamos viviéndola, en lugar de esperar a hacerlo –en el supuesto de que tal cosa ocurra– cuando estemos postrados en nuestro lecho de muerte, algo que Henry David Thoreau advirtió muy elocuentemente en Walden cuando dijo:
Fui a vivir al bosque porque quería vivir despierto, enfrentarme tan sólo a los hechos esenciales de la vida y aprender lo necesario para no verme obligado, cuando estuviera postrado en mi lecho de muerte, a reconocer que no había vivido.
Morir sin haber vivido una vida plena y sin despertar a ella mientras tenemos ocasión de hacerlo es –dada la automaticidad de nuestros hábitos y la implacable velocidad a la que, en nuestra época, se desarrollan los acontecimientos (una velocidad, dicho sea de paso, mucho más acelerada hoy en día que en los tiempos de Thoreau) y la mecanicidad con que nos enfrentamos a lo que es más importante pero, al mismo tiempo, menos evidente de nuestra vida– el reto más importante al que todos debemos enfrentarnos.
Thoreau también nos aconsejó establecer contacto con nuestra sabiduría y nuestra atención innatas. Según dijo, no sólo es posible, sino altamente deseable, desarrollar una conciencia más amplia y espaciosa de nuestro corazón y de nuestra mente y habitar en ellos. El adecuado cultivo de ese tipo de conciencia puede ayudarnos a advertir, trascender y liberarnos de los velos y limitaciones impuestos por nuestras pautas automáticas de pensamiento, de sentimiento y de relación, y por los turbulentos y destructivos estados mentales y emocionales que suelen acompañarlos. Esos hábitos se hallan invariablemente anclados en nuestro pasado, no sólo a través de la herencia genética, sino también de los traumas, el miedo, la inseguridad y la desconfianza, de los sentimientos de inadecuación derivados de no haber sido respetados y honrados por lo que somos y del resentimiento debido a los desaires, injusticias y daños de que hayamos sido objeto. Son esos hábitos, en suma, los que empañan nuestra visión, distorsionan nuestra comprensión y, en el caso de seguir desatendidos, acaban obstaculizando nuestro desarrollo y nuestra curación.
Si queremos recuperar –tanto a gran escala (de manera colectiva) como a pequeña escala (como seres humanos)– el contacto con nuestros sentidos, debemos restablecer, tanto literal como metafóricamente, el contacto con el cuerpo –un lugar que solemos ignorar, que apenas habitamos y mucho menos atendemos y cuidamos–, pero que nunca deja de ser el locus del que emergen los sentidos biológicos y lo que llamamos mente. Por más extraño que pueda parecernos, nuestro cuerpo es un territorio simultáneamente familiar e ignoto, un dominio al que, en ocasiones, aborrecemos y hasta odiamos, dependiendo de lo que hayamos afrontado o de lo que temamos. Otras veces, sin embargo, estamos hipnotizados por el cuerpo, obsesionados por su tamaño, su forma, su peso o su aspecto, aun a riesgo de caer inconscientemente en el ensimismamiento o en el más desenfrenado de los narcisismos.
Las investigaciones realizadas durante los últimos treinta años en el ámbito de la medicina cuerpo/mente individual han puesto de relieve la posibilidad de alcanzar, aun en medio de retos y dificultades, un cierto grado de paz corporal y mental que nos proporciona una mayor salud, bienestar, felicidad y claridad. Los muchos miles de personas que ya han emprendido este viaje hablan de los grandes beneficios que les ha reportado, no sólo a sí mismos, sino también a quienes comparten su vida y su trabajo. No cabe, pues, la menor duda de que la atención que restablece el contacto con nuestras dimensiones ocultas y nos permite alcanzar un mayor grado de libertad no es privilegio exclusivo de una élite de elegidos, sino algo de lo que todos podemos beneficiarnos.
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