José Soto Chica - Los visigodos. Hijos de un dios furioso

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José Soto Chica, el autor del exitoso
Imperio y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura, regresa con un volumen que aborda una época crucial en la historia de España, el tiempo que hace de bisagra entre la Antigüedad y el Medievo, el tiempo del primer reino que se enseñoreo sobre toda la península ibérica, el tiempo de los visigodos. Rastreando los nebulosos orígenes de los godos en Escandinavia, el libro acompaña a estos en una migración que los llevó a penetrar en el Imperio romano, a saquear por primera vez en siete siglos la Ciudad Eterna y a asentarse, por fin, en la Península.
Los visigodos. Hijos de un dios furioso explica cómo ese viaje convierte a los visigodos en un pueblo mestizo, impregnado de romanidad, un mestizaje y una romanidad que se acentuaron en Hispania, constituyendo la fértil semilla que la marea islámica no pudo agostar y que luego germinará con los primeros reinos cristianos, verdaderos epígonos espirituales del reino de Toledo. Si san Isidoro, el más destaco intelectual visigodo, cantaba «¡Tú eres, oh, España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras, en tu suelo campea alegre y florece con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo!», en José Soto encontramos su digno continuador, que aúna al exhaustivo conocimiento del periodo una prosa ágil y capaz de transmitir toda la épica que tuvo
un Alarico poniendo de rodillas a Roma o un
rey Rodrigo defendiendo su reino en Guadalete, hasta el fin.

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Pero hablarle de crisis en el otoño del año 376 a Atanarico, el último juez de los godos tervingios, debía de ser como hablarle de lluvia a Noé. Con sus huestes guerreras derrotadas, dispersas o pasándose a otros jefes tervingios como Alavivo y Fritigerno, Atanarico debía de ser muy consciente de que su reino estaba deshecho. Pero ¿por qué no fue capaz de ponerse al frente del grueso de su pueblo para llevarlo al lado romano de la frontera y dejó que Alavivo y Fritigerno le robaran la autoridad? Esta pregunta, que me parece clave, o no se plantea, o se contesta sin reflexión. Se sugiere que Atanarico, atado por un supuesto juramento a su padre, se negaba tozudamente a entrar en territorio romano. Esta explicación es absurda si no se atiende al matiz introducido por Amiano Marcelino que muestra a Atanarico esperando cruzar el Danubio junto a sus fieles justo después de que Alavivo y Fritigerno lo hicieran con sus seguidores y a la par que lo intentaban los jefes greutungos Alateo, Viterico, Sáfrax y Famobio. Amiano aclara, además, que fue la negativa de las autoridades romanas a que grupos godos que no fueran los de Alavivo y Fritigerno cruzaran el limes lo que descorazonó a Atanarico, pues el juez de los tervingios consideró que sus antiguas disputas con Valente no lo dejaban en buen lugar para negociar con los romanos. Si algo demostró el juez de los tervingios antes y después de su derrota ante los hunos, fue que era un político pragmático y realista. Sabía que había fallado como federado del Imperio. Había sido incapaz de sujetar a sus gentes y de salvaguardar su lado de la frontera ante el empuje de los hunos y alanos, pero también había fracasado ante la avalancha de refugiados greutungos y de otras tribus que huían ante los invasores llegados del este. Y lo que es peor, con su política anticristiana propició una suerte de guerra civil dentro de su reino en la que las autoridades romanas tuvieron que intervenir realizando auténticas «operaciones de comandos» como la que llevó a un contingente de soldados romanos a cruzar el Danubio e internarse en territorio tervingio para apoderarse del cuerpo del martirizado san Sabas y con las que Valente jugó la antiquísima, útil, pero peligrosa carta del «divide y vencerás» que propició la consolidación de Fritigerno y Alavivo como adalides del partido godo procristiano frente al pagano Atanarico. Con estos fracasos y antecedentes en su haber, Atanarico juzgó que le convenía no pasar todavía al lado romano y que era mejor internarse en lo más fragoso de los bosques de las montañas, abrirse paso entre los sármatas y carpos y esperar allí a ver como se desarrollaban los acontecimientos. 60 ¿Hubo, entonces, una guerra civil tervingia? ¿O fue una intervención romana? La respuesta a estas preguntas ha quedado reflejada en la Pasión de San Sabas el Godo y en un apunte, por lo general ignorado, de san Isidoro de Sevilla. Como ya señalamos más arriba, Atanarico salió debilitadísimo de la firma del foedus de enero del año 370. Su prestigio como jefe guerrero estaba seriamente dañado y las penalidades sufridas por su pueblo durante la guerra contra Roma y el consiguiente endurecimiento de las condiciones del tratado con el Imperio, socavaron aún más su prestigio y autoridad, lo que alentó a los nobles poderosos a tratar de usurparle el poder.

Atanarico trató de compensar su pérdida de prestigio y autoridad mediante dos iniciativas: mostrar que no era un mero títere de Roma y aplastar militarmente cualquier amago de resistencia a su autoridad, aunque eso llevara a la guerra civil. Primero trató de probar que su derrota ante Valente no lo había convertido en un mero y sumiso vasallo del Imperio, llevando a cabo una política agresiva contra los cristianos que habitaban en su territorio. Es en este contexto cuando el ya citado san Sabas el Godo fue martirizado y, en verdad, no fue el único. De hecho, esta faceta de Atanarico como perseguidor del cristianismo es la que más largamente se conservó y de ella se hace todavía poderoso eco hacia el 626 san Isidoro que condensa el reinado de Atanarico en dicha persecución para, a continuación, indicarnos que en el 376 los godos se hallaban divididos entre aquellos que aún seguían a Atanarico y los que se habían puesto bajo la autoridad de Fritigerno; añade, además, que ambas facciones combatían entre sí y que el emperador Valente intervenía en la contienda apoyando a uno de los partidos. Dejando de lado los errores de contexto y la inexactitud cronológica del relato de san Isidoro, que coloca en la década del 70 y bajo Valente la traducción al gótico de la Biblia efectuada por el obispo Ulfilas, lo cierto es que el historiador hispano guardaba el recuerdo de que la separación de los tervingios en facciones diversas fue violenta y que los godos que cruzaron el Bajo Danubio en el otoño del 376 no solo lo hacían como refugiados que huían de los ataques de hunos y alanos, sino también como exiliados de una guerra civil que habían perdido pese a contar con el apoyo romano. Esto último es muy importante, pues nos aclara la trayectoria y papeles desempeñados en los siguientes y cruciales años por Fritigerno y Atanarico y, asimismo, resalta el equívoco juego que Valente se traía con los tervingios y su erróneo cálculo, pues al debilitar y disgregar el poder tervingio, este facilitó el derrumbamiento del sistema defensivo del Bajo Danubio del que el reino tervingio había sido un elemento esencial y, con ello, propició la avalancha de refugiados y el ascenso imparable de los hunos.

En ese contexto es como debemos de interpretar la aparición de Atanarico junto al Danubio mencionada por Amiano Marcelino. Atanarico llegó al limes romano como perseguidor de sus rivales, Fritigerno y Alavivo y no tanto como potencial «refugiado».

Así que la intervención de Valente en la política interna de la confederación tervingia fue una causa directa de la crisis de los años 376 a 378. La política goda de Valente durante los años del 370 al 376 fue un acrobático ejercicio de doblez. Cuando a Valente le llegaron los informes sobre que docenas de miles de refugiados godos querían cruzar el Danubio e instalarse en el Imperio, no solo realizó un cálculo sobre si al Imperio le convenía o no aprovechar el potencial agrícola y militar de los godos de Alavivo y Fritigerno, 61 sino que también tuvo que sopesar las ventajas políticas que le ofrecería el debilitamiento de su federado, Atanarico, que ahora no solo veía como los hunos y los alanos saqueaban sus tierras, sino que, pese a su victoria en la inmediata guerra civil, se vería privado de una considerable parte de sus fuerzas si, conducidas por Alavivo y Fritigerno, se ponían bajo la protección de Valente y quedaban en manos de este como un «arma» siempre presta a ser usada contra él si no se plegaba por completo a los deseos del Imperio. Creo que esto último fue concluyente en la decisión de Valente de acoger a los seguidores de Alavivo y Fritigerno. Para él, los derrotados jefes tervingios eran un nuevo factor que jugaría a su favor en el complicado juego de las relaciones entre godos y romanos. Por supuesto fue un cálculo erróneo, pues no eran ya los godos, sino los hunos, los que ocupaban el papel hegemónico al norte del Danubio y, sobre todo, porque Alavivo y Fritigerno no estaban dispuestos a jugar el papel que la política imperial quería asignarles.

Lo que acabamos de exponer tampoco fue advertido por nuestra mejor fuente, Amiano Marcelino. El gran historiador centró toda su atención en lo más evidente: los godos huían de los hunos y su división era fruto del colapso de su reino tras la derrota sufrida ante los salvajes jinetes asiáticos. 62 No se percató de que, además, la división de los godos también tenía causas internas alentadas por Roma. No podemos recriminárselo. La vertiginosa secuencia de calamidades que se desencadenó a continuación de que Valente decidiera acoger en el Imperio a los refugiados/exiliados godos fue tan espectacular y compleja que bastante tuvo con recoger los hechos y sus consecuencias.

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