La responsabilidad histórica y la realización de la justicia implican mantener la memoria a través del testimonio del sujeto concreto que ha sufrido la violencia. El testigo real, no el espectador neutral, ha de ser escuchado pues su voz es la verdad del acontecimiento, en su carne tiene grabadas las garras de una historia propia y única (que es la historia de todo un pueblo).
La restitución simbólica debe prever la creación de espacios, imaginarios y acciones que representen la reconstrucción de una sociedad. Allí, es válido el cumplimiento jurídico de crear centros de memoria y pedagogías sociales sobre las víctimas, la memoria histórica y el conflicto. Pero no se puede olvidar que el trasfondo del problema es la vulnerabilidad humana que acontece allí en el cual se ha cercenado la vida. Tocar lo íntimo del dolor humano producido a las víctimas, excarnar la conciencia humana de quien ha hecho daño, es un proceso que requiere tiempo y superar las lógicas de la condonación económica o jurídica. Tiene espacios personales y comunitarios, pero sobre todo necesita de una reflexión multidimensional de nuestro sentido humano y este será el garante de la no repetición de la excarnación que se le propicia al cuerpo, a la carne humana cuando hay deshumanización de los rostros que se interpelan.
El verdadero amor trata de alcanzar lo mejor según la máxima que mientras más amor, más conocimiento. El amor va más allá del entendimiento pues tiene la capacidad de conocer lo que ni la ley ni la razón permiten: entrar en el mundo del otro, en la historia del otro, no para dominarlo o esclavizarlo, sino para incluirlo. Es un amor erótico pues no se separa el amor de la carne real, de la carne histórica, de la carne masacrada. Cuando se ama se reconstituye al otro como sujeto, sujeto que había sido masacrado. Hay que superar el miedo erótico que caracteriza a la metafísica desde la Edad Media hasta nuestros días y suprimir el olvido cartesiano en el que se ha mantenido al amor en la filosofía.
No es posible construir el futuro borrando lo sucedido con una amnistía general de perdón y olvido, ni tampoco con un castigo eterno para los victimarios. Hay que mantenerse en la “construcción simbólica de la memoria como un continuo re-sentir, estremecerse con el acto del horror, indignarse moralmente y llevar la palabra, ese silencio-ausencia-presente, hasta la esfera pública” ( Villa, 2016, p. 154).
El perdón es un acto heroico, que generalmente solo se puede dar en el hombre religioso y que no pertenece al Estado darlo o imponerlo. El principio de subsidariedad funciona acá. Las confesiones religiosas abrámicas tienen ese elemento como parte de su riqueza espiritual y pueden aportarlo a la nación. Ellas no pueden imponer el perdón, pero sí ofrecer espacios de encuentro, ofrecer ese signo a la nación, promoviendo nuevas formas de “racionalidad” o encuentro personal entre los hombres ( Pikaza, 2012, p. 3). Si muchas veces ellas fueron causa de enfrentamiento ahora pueden ser lugares de reconciliación, especialmente en países en los que la mayoría son creyentes y tienen la base espiritual para realizarlo, y aún más, si sus adherentes dan el primer paso reforzándolo como acto político sin confesionalismos, pues la excedencia del amor no es de una religión sino una categoría estructural humana.
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