Cuentos rusos y otros textos

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En las obras recogidas en este volumen, escritores tan ilustres como Nikolái Gógol, Iván Turguénev, Maxim Gorki y Aleksandr Herzen cuestionan los tópicos de la conexión entre personas, nuestros grandes sueños e ideales, la condición social humana y la posición del individuo frente al destino. Los clásicos de la literatura rusa constituyen una corriente autóctona de las letras universales gracias a la grandeza del espíritu que origina en ellos la necesidad de hablar de los sentimientos más profundos, de los temas más sustanciales en la experiencia de la vida humana. El crítico francés Jules Lemaître dejó dicho que el encanto de los escritores rusos consiste en una modificación y un enriquecimiento de nuestra propia literatura en el contexto de una mentalidad ajena: «Nos abren nuestros propios pensamientos al repensarlos». Así, a la vez que la literatura rusa se caracteriza por una expresividad de alcance universal, su unicidad aporta una nueva perspectiva frente a la existencia, cuya actualidad se renueva en todo momento. ¿A qué acudir en los oscuros momentos de desolación? ¿Cómo no sucumbir ante la desesperanza que a uno le invade frente a sí mismo y frente a la sociedad? ¿Pueden el arte, el amor o la amistad proporcionar un apoyo y devolver la fe en el futuro?

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En efecto, no es mi asunto leer sermones. El arte ya es educación sin eso. Mi asunto es hablar con imágenes vivientes, no con razonamientos. Debo mostrar la cara de la vida, no escribir tratados sobre ella. Pero surge una pregunta: ¿acaso podía convertirme en un productor de arte sin dar tantos rodeos? ¿Podría haber mostrado la vida en su profundidad de tal modo que fuese didáctica? ¿Cómo retratar a las gentes sin haber conocido antes el alma humana? Primero, un escritor debe educarse como hombre y ciudadano de su tierra, y solo después coger la pluma, pero únicamente si está dotado de fuerza creativa para concebir sus propias imágenes. De no ser así, todo será disonante. ¿Qué sentido tiene impugnar al infame y al vicioso mostrándolo al resto si no tienes claro su contrario, el ideal del hombre bueno? ¿Cómo exponer los defectos y la indignidad humana si no te has preguntado en qué consiste la dignidad humana y no has obtenido una respuesta aceptable? ¿Cómo burlarse de las excepciones si aún no conoces aquellas reglas de las que destacas las excepciones? Eso sería destruir la vieja casa antes de tener la posibilidad de construir una nueva en su lugar. Pero el arte no es destrucción. En el arte se esconde la semilla de la creación, no de la destrucción. Se percibió así siempre, incluso en los tiempos en que reinaba la ignorancia. Las ciudades se construían acompañadas por el son de la lira de Orfeo. A pesar de que el entendimiento que tiene la sociedad del arte aún no es claro, todos dicen: «El arte es una reconciliación con la vida». Es cierto. La verdadera creación artística posee algo sosegador y apacible. En los momentos de lectura el alma se llena de armonía, y está satisfecha al terminar la lectura: no hay anhelos, no hay deseos, no se levanta en el corazón el movimiento de indignación contra el hermano, más bien fluye en él el amor que todo lo perdona. Y no se aspira a la amonestación de los actos del otro, sino a la contemplación de uno mismo. Si la creación del poeta no posee estas características, no es más que un noble ímpetu, fruto de un estado efímero del autor. Permanecerá como una manifestación notable, pero no se llamará obra de arte. ¡Se lo merece! ¡El arte es una reconciliación con la vida!

El arte es cuando el alma está impregnada de armonía y de orden, no de vergüenza y abatimiento. El arte debe retratar a las personas de nuestra tierra de tal modo que todos sintamos que son personas vivas, hechas y originadas de la misma car- ne que nosotros mismos. El arte debe manifestarnos todas las cualidades y propiedades valerosas de nuestro pueblo, incluso aquellas que, sin tener libertad suficiente para desarrollarse, no se notan y no se valoran tanto como para que las sienta cada uno, encendiéndose con el deseo de fomentar y amar en sí mismo lo que fue abandonado y olvidado.

El arte debe manifestarnos todas las cualidades y propiedades viles de nuestro pueblo de tal modo que cada uno encuentre sus huellas dentro de sí mismo, pensando en cómo, antes que nada, él mismo ha de desprenderse de todo cuanto oscurece la nobleza de nuestra naturaleza. ¡Solo así, de esta forma, el arte cumplirá con su fin y traerá orden y armonía a la sociedad!

Así, bendiciendo y rezando, acudamos a nuestro querido arte con más fuerza que nunca. En lo que a mí se refiere, dejando todo lo demás para el futuro (si Dios lo consiente), quiero ocuparme seriamente de Almas muertas. Iré a Jerusalén (sería hasta vergonzoso no hacerlo) a agradecer como pueda por todo lo pasado. Rezaré, y se fortalecerá mi alma, y se reunirán mis fuerzas y, con la ayuda de Dios, me pondré con ello. Me gustaría mucho, mucho, que Dios nos dejara vivir juntos otra vez, en Moscú, cerca el uno del otro. Releer lo escrito y ser el juez el uno del otro será aún más necesario que antes.

Así, con toda mi alma, te deseo un feliz año. Ojalá sea muy, muy fructífero para los dos, más fructífero que todos los anteriores. ¡Adiós, mi querido! Te mando un beso y un abrazo fuerte. Escríbeme. Tu carta aún me encontrará en Nápoles. No pienso moverme hasta febrero.

Abrazo a toda tu querida familia, y a los Reitern.

1En su origen, el presente ensayo fue una carta dirigida al poeta Vasili Zhukouski (1783-1852), escrita el 10 de enero de 1848 en Nápoles. [N. de la T.]

Noches en la villa1

Eran dulces y pesadas aquellas noches sin sueño. Él estaba en su sillón, enfermo. Yo, con él. El sueño no se atrevía a tocar mis párpados. Mudamente, con desgana, parecía respetar la santidad de la vigilia nocturna. Me era muy grato estar sentado a su lado, mirarle. Hacía dos noches que nos tuteábamos. ¡Qué cercano se volvió para mí! Seguía siendo igual de apacible, silencioso, dócil. ¡Dios mío, con qué felicidad, con qué júbilo habría aceptado su enfermedad!; si mi muerte pudiese devolverle la salud, ¡con qué disposición me habría lanzado hacia ella!

Aquella noche no estuve con él. Decidí, por fin, dormir en mi casa. ¡Oh, cuán insolente, cuán infame fue esa noche, junto con mi despreciable sueño! Dormí mal a pesar de haber pasado la semana entera sin dormir. Me atormentaban los pensamientos sobre él. Se me aparecía suplicando, reprochando. Le veía con los ojos del alma. La mañana siguiente me apresuré y fui hacia él, sintiéndome como un criminal. Me vio desde la cama. Se rió con la misma risa angelical de siempre. Me dio la mano. La apretó tiernamente: «¡Traidor! —me dijo—, me has sido infiel» — «¡Mi ángel! —le dije—. Perdóname. Sufría con tu sufrimiento, estaba atormentado esta noche. ¡Mi descanso no fue reposo, perdóname!». ¡Apacible! ¡Me dio la mano! Me fueron recompensados todos los sufrimientos que padecí en esta noche pasada tan estúpidamente. — «Me pesa la cabeza», dijo. Empecé a abanicarle con una rama de laurel. — «¡Ah, qué frescor, qué bien!» —decía. Lo que eran sus palabras en aquel momento, ¡lo que eran! Entonces lo habría dado todo, todos los bienes del mundo, los despreciables, mezquinos bienes, ¡no!, no merece la pena hablar de ellos. Tú, en cuyas manos caerán estas débiles líneas disonantes, estas pálidas expresiones de mis sentimientos, si es que caen en tus manos, tú me entenderás. De no ser así, no caerían en tus manos. Entenderás lo repugnante que es todo el montón de tesoros y honores, ese cebo tintineante de las muñecas de madera que se llaman personas. ¡Oh, con qué alegría, con qué enfado habría aplastado y roto todo lo que se derrama del poderoso cetro del rey de medianoche, si supiera que puedo cambiarlo por una risa que anuncia el manso alivio sobre su cara!

—«¡Me ha tocado un mayo tan malo!», dijo al despertarse, sentado en el sillón, al oír el viento que gemía al otro lado de la ventana, arrancando los aromas de los jazmines silvestres y acacias blancas en flor, levantándolas junto con los pétalos de rosas.

A las diez volví a su lado. Le había dejado hacía tres horas para descansar un poco y para traer un poco de diversi- dad, para que mi regreso le fuera más grato. A las diez volví a su lado. Hacía más de una hora que estaba solo. Los visitantes se habían ido hacía mucho. Estaba solo, y su cara expresaba toda la pesadez del tedio. Me vio. Movió la mano ligeramente. —«¡Mi salvador!» —me dijo. Hoy en día estas palabras siguen resonando en mis oídos. «¡Mi ángel! ¿Estabas aburrido?». —«¡Oh, mucho!» —me contestó. Le di un beso en el hombro. Me puso la mejilla. Nos dimos un beso. Seguía sosteniendo mi mano.

NOCHE OCTAVA

Apenas se acostaba en la cama, se disgustaba por estar ahí. Prefería sus sillones y la misma posición sedente. Aquella noche el doctor le ordenó descansar. Se levantó con desgana y, apoyándose en mi hombro, fue caminando hacia la cama. ¡Mi querido! Su mirada cansada, su levita colorida y abrigada, el lento movimiento de sus pasos… Veo todo eso como si estuviese delante de mí. Me dijo al oído, apoyado en mi hombro y mirando la cama: «Ahora soy un hombre perdido» — «Solo nos quedaremos aquí una media hora —le dije—, después volveremos a los sillones».

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