1 ...6 7 8 10 11 12 ...28 Y Quildo parece leerme el pensamiento, porque aprieta el paso y su actitud se torna fría y distante. Se lo agradecería si no lo conociese demasiado bien y supiese que en breve soltará una retahíla de moralinas e insultos contra mi hermano.
—Cómo se le ocurrió a Tristán. La Diosa… Un renegado. Que no te asombre que en la siguiente Criba lo hallemos muerto en medio de la plaza. —Esta afirmación me golpea muy fuerte, pero me mantengo firme.
—Él escogió su camino…
—Y menos mal que tú te quedaste en el nuestro, Ami.
—Es que yo no creo en la Diosa. —Ni en el Dios. Ni en nada. Esto me está superando.
—Gracias a esto podemos estar juntos y forjar un futuro. Tengo muchas ganas de que llegue el día de nuestra boda y podamos vivir juntos. —Suena muy sincero y me cuesta horrores simular la misma honestidad.
—Espero que mis padres acepten las hoyas como flores para el ramo. —Río .
Toda mi pantomima surte efecto siempre, y eso que a veces pienso que el sobreesfuerzo me delata. El empeño es superior a mi desagrado y sacar el tema de la boda envalentona a Quildo para hablar de ella durante todo el trayecto. Está emocionado. Normalmente le dejo este asunto a mi madre, y supongo que verme pidiendo ciertas flores para el ramo nupcial ha alterado sus ganas y sentimientos. Tal vez demasiado.
Por fin llegamos a la puerta de mi casa. Pongo los ojos en blanco cuando mis dedos se quedan a milímetros del asidero de la puerta, ya que Quildo siempre está decidido a abrirme el camino. Ahora resulta que tampoco sé salir de un coche sin la ayuda de su galante caballerosidad. Desciendo con otra de mis sonrisas, y con una cabezada le agradezco el gesto. Tanta falsedad acabará enquistándome el corazón, pero ¿qué le voy a decir a Quildo? ¿No me abras la puerta que tengo manos? Se me escapa una risa entre dientes por el chiste. Una risa de las verdaderas, de las que hinchan el pecho y satisface la memoria incluso cuando se ha pasado el efecto embriagador de la felicidad.
Quildo me acaricia la espalda, y la dulce sensación de diversión que casi me emborracha desaparece de golpe. Y no solo se esfuma por el contacto, sino porque sé qué va a suceder tras ello. Es complicado mantener a raya los roces físicos con Quildo, porque él siempre desea más.
Se acerca lentamente y yo cierro los ojos. Me encomiendo a la oscuridad, mientras imagino que soy libre. Que puedo disfrutar de la vida sin imposiciones ni ataduras. Que el mundo no se está muriendo y que la vileza de las personas no ha sido suficiente para corromper una sociedad entera. Imagino que él y el resto no se diluyeron en su propia sangre, que siguen vivos junto a mí.
Sus labios intentan entreabrir mi boca, pero yo parezco una estatua no muy dispuesta a colaborar. Regreso del oasis que me ha permitido huir de este horrible contacto. Quildo se separa de mí acariciándose los labios, como si en realidad hubiese besado a un pescado muerto. Le miro, sin sentimiento, pero Quildo, de nuevo con su benevolencia y comprensión, se despide educadamente y da media vuelta para volver a su aerocoche.
Espero a que se marche y, cuando compruebo que no puede espiarme por el retrovisor, entro corriendo en la portería de mi edificio. Subo por las escaleras los diez pisos, saltándome escalones y sin detenerme a descansar. A la vez que saco el móvil para mirar si he recibido llamadas o mensajes, extraigo también la tarjeta ciudadana. Este carnet es una identificación que solo tienen los ígneos y neutrales con vínculo, o sea, los que la reina considera verdaderos ciudadanos de bien. Eres un número y te sirve para todo: llave de casa, teléfono, correo electrónico, Internet, acceso sanitario o a diferentes establecimientos según tu posición en la comunidad… Todo.
Los neutrales sin vínculo, los renegados y los expirantes tienen completamente prohibido acceder a la sanidad, la educación u otros servicios del país. Por supuesto, no poseen una tarjeta ciudadana, pero, aunque no sabemos exactamente cómo, el Gobierno tiene una manera mucho más retorcida de tenerlos a todos ubicados. La cuestión es hacer creer con privilegios y otros métodos que solo una parte de la población no está manipulada. Si todo sale bien, pronto las mentiras saldrán a la luz y provocarán una reacción en cadena que, esperemos, derroque esta dictadura.
Cuando llego frente a la puerta de mi casa, paso la tarjeta por encima de un lector digital azul que se ilumina en rojo cuando me reconoce como residente de este piso. Ya están todos mis datos registrados. El sistema puede descansar tranquilo sabiendo cada uno de mis movimientos.
Con la mirada puesta en la pantalla del móvil, casi olvido que Llana se encuentra con sus dos ojos artificiales, que se asemejan a los de un humano, mirándome fijamente desde la oscuridad. Me asusto muchísimo cuando enciendo la luz y la encuentro sin dar señales “de vida”.
—¡En serio, Llana! —Me llevo una mano al pecho—. ¿Por qué no has avisado de que estabas ahí?
La pantalla que simula su boca dibuja con píxeles una sonrisa de satisfacción. No me gusta el aspecto de esta sirvienta a caballo entre un androide y un robot común. Parece tener conciencia; una conciencia bastante astuta y retorcida.
—¿La señorita ya ha vuelto de la ceremonia?
—No me encontraba muy bien, Llana, por eso he regresado. —Sonrío, intentando volver a mi papel.
—Ya. —Ese tono, por muy mecánico que suene, denota que no se lo cree.
El robot sirviente está fabricado para reproducir ante mis padres todo lo que graba durante el día. Su actitud es severa y nunca deja espacio para la intimidad. Todo debe quedar registrado y ninguna mentira escapa a su ojo. Y al ojo de mi padre.
Me dirijo a mi cuarto con pasos tranquilos, a sabiendas de que Llana me seguirá con su perturbadora mirada. Llego a la habitación, enciendo la luz, me agacho sobre la mesilla de noche y del primer cajón saco un destornillador. Iggy me ha enseñado cómo manejar este tipo de robots, así que me es muy sencillo, casi un movimiento automático, acometer contra Llana en cuanto se detiene tras de mí.
Clavo el destornillador en un pequeño resquicio entre su cabeza y su rectangular cuerpo. Como siempre, no emite ningún ruido ni se apaga. Sus funciones comienzan a desplegarse en su pantalla-boca y sus ojos parecen mirarme con odio. Parecen, claro.
En su menú inicial busco todos los archivos de hoy y elimino los últimos diez segundos para que mis padres no puedan ver mi maravillosa treta. Dejo su sistema en suspensión y la muevo hasta el pasillo. Despertará en cuanto oiga la voz de una persona, y no será la mía.
Me cambio de ropa, sustituyendo el horroroso vestido que mi madre me ha obligado ponerme para acudir a la Iglesia Coronaria por unos pantalones cómodos, una camiseta básica, unas botas desgastadas y mi chaqueta favorita llena de parches. Finalmente, me coloco el brazalete rojo en el brazo. Estoy lista.
El móvil me vibra y dos mensajes aparecen en la pantalla. Despliego ambos y me sorprendo al encontrar uno de Quildo. Decido abrirlo antes de mirar el otro, porque mi papel puede peligrar si no contesto:
Espero que de verdad te encontrases mal , Ami .
Si te he molestado con el beso , lo siento .
Sé que a veces recuerdas a Nil , pero
ya no está aquí .
Tengo ganas de estampar el móvil contra la pared, pero no quiero tentar el despertar de Llana y me contengo. Quildo se ha pasado. Mi estúpido prometido apenas sabe nada sobre Nil y los demás; una parte de mi pasado que deseo olvidar, pero que este imbécil se cree con la potestad de opinar sin pelos en la lengua. Y es que Quildo tiene terminantemente prohibido nombrar a Nil bajo cualquier circunstancia. El corazón me duele como hace dos años que no lo hace y el miedo me acorrala aún más.
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