Arantxa Comes - El don de la diosa

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El don de la diosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Un mundo amenazado por una Diosa. Una sociedad sometida y dividida por ideologías. Una reina cruel dispuesta a todo por hacer prevalecer su poder. Y dos hermanos separados por un sistema injusto.Tristán busca a la Diosa para conseguir la redención de la humanidad. Amaranta pretende acabar con la tiranía del sistema político en el que viven los ciudadanos del país de Erain.Dos aventuras llenas de peligros, en las que el amor, el descubrimiento de la verdad y el encuentro con uno mismo serán cruciales para tratar de salvar a una humanidad condenada por su egoísmo. No son los primeros en intentarlo, pero son la última esperanza.

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No quiero que me odie.

Recordando de pronto que lo oculto en los pliegues de mi vestido, dejo caer el pañuelo amarillo. Un pregonero le ha disparado en la cara y encima va por ahí sin brazalete. Es la única ayuda que puedo brindarle. De momento.

El brazalete rojo se me ha resbalado hasta el codo y aprovecho la oportunidad para desasirme de Quildo. A veces me apena lo engañado que lo tengo, pero ayuda mucho a mantener mi pantomima como ígnea, —supuesta—sierva del Dios de la Corona Ardiente. Quildo me sonríe cuando me recoloco la tela en la parte superior del brazo y le correspondo con el mismo gesto. No es que se tome muchas licencias respecto a nuestra relación, pero cuando intenta tener un contacto físico afectivo más allá de cogerme de la mano me provoca náuseas.

Entrelaza sus temblorosos dedos en torno a un mechón de mi pelo y me obliga a forzar una sonrisa más amplia. Como no encuentra respuesta satisfactoria por mi parte, Quildo deja caer la mano y retomamos la marcha como si nada hubiese sucedido.

—No entiendo cómo el alcalde Ganz no ordena la eliminación total de los expirantes —dice mi padre, obviando la aparición de Tristán y subiendo el tono de voz para que Quildo pueda escucharle.

Cómo le gusta llevárselo a su terreno; comprobar que es una buena opción para convertirse en mi marido. Y mientras, deja a mi madre conmigo, intentando convencerme de que haga una boda por todo lo alto cuando yo ni quiero a Quildo ni pretendo casarme. Sin embargo, no me queda otra. Soy una ígnea, más concretamente, una mujer ígnea, por lo que me debo en cuerpo y alma a mi familia y, en un futuro, a mi marido. Y por supuesto, y siempre, al Dios de la Corona Ardiente. No todos los ígneos siguen estos preceptos tan antiguos y tradicionales. Algunas de mis amigas tendrán la posibilidad de estudiar y continuar destrozando el planeta en pos del avance tecnológico o reforzando y compartiendo las enseñanzas de nuestro Dios. Sea como sea, ninguna opción ígnea me resulta razonable, porque no es una opción, sino una imposición.

Un día más en esta ciudad opresora, pero un día menos. Un día menos desde hace ocho años.

—Tampoco pasa nada, ¿no? —Se me escapa, y mis padres y Quildo me miran pasmados—. Es decir, no es como si estuviésemos viviendo con renegados —Intento arreglarlo, sin mucho éxito.

—Ami… —comienza Quildo, benevolente, con esa compasión que tanto me irrita.

—Amaranta. —Y ahí mi padre. Autoritario—. Esto es tierra sagrada. Tierra que nuestro Señor de la Corona Ardiente creó por y para nosotros. Para protegernos del mal y serle fieles. Para continuar con lo que la Diosa ya ha destruido con cinco guerras mundiales: el proceso, la cima, el final del escalafón en la cadena humana. Todos los que no tienen una conciencia ideológica férrea, debilitan nuestra sociedad, destruyen nuestros ideales y contaminan la paz. Los desertores que se hagan a un lado aquí donde el Dios nos dio nombre y nos acogió en su remanso. Ellos no quisieron su abrazo y, por eso —se arremanga hasta el codo—, ellos no están sellados con su dicha.

Y se señala el tatuaje que marca su piel. Es una simple llama. Varios trazos serpenteantes de color rojo fuego que definen su persona. Bueno, la suya y la de todos los adeptos al Dios de la Corona Ardiente, los ígneos. Solo ellos pueden llevar el brazalete rojo y tatuarse la llama.

Aunque decir que “pueden” es concederles demasiado crédito, porque es obligatorio.

Me miro el dorso de la mano izquierda, donde la misma llama que porta mi padre con tanto honor mancha mi piel. Porque para mí arde como verdadero fuego, como si la llama supiese todas mis verdades y todas las mentiras que me callo y que ni siquiera le cuento a mi gente de confianza. Estoy marcada, como ha dicho mi padre. Y me repugna.

—Amaranta. —Le gusta mucho llamarme por mi nombre completo, como si así pudiese imponerse más sobre mi persona. Como si fuese una clave que abriese y cerrase mi metafórica sepultura a su lado. Me coge por los hombros y me mece un poco para sacarme de mis pensamientos—. Eres una ígnea. Ni una neutral ni una renegada ni una expirante. Perteneces a una de las familias más importantes en esta comunidad ígnea y tu herma… —parece atragantarse con el apelativo—, él —rectifica—, no debe determinar tu presente, porque él es tu pasado y tu presente es Quildo. —Y mi padre señala con orgullo a mi prometido.

Mi madre se seca una lágrima tan sincera por la que casi vomito aquí en medio. Me siento muy mareada y no sé por qué la aparición de mi hermano me ha desestabilizado tanto. No pude defenderle en su momento, ya que aquello habría truncado mis posibilidades, pero eso va a cambiar.

—Ami. —¿Por qué no se callan? Me desespero—. Vayamos a la ceremonia de la Iglesia y luego descansemos. Si Edgar me deja, hoy puedes venir a mi apartamento a pasar la noche. —Sonríe Quildo.

—Por supuesto —accede mi padre. Soy como un animal doméstico para ellos—. Siempre y cuando la respetes. —Le da una palmada en la espalda que enrojece más si cabe el rostro de Quildo, pero que a mí me repugna hasta tal extremo que no puedo contener una arcada.

—¿Estás bien, cielo? —Mi madre me pone una mano protectora en el hombro—. Oh, mi Dios, protégela de todo mal. En su corazón arde tu dicha, te venera...

—No. No me encuentro bien —la interrumpo, cada vez más agobiada.

—Querido, Amaranta no debería venir a la ceremonia de hoy. Mírala. —Debo estar bastante pálida, porque mi padre nunca ha cedido ante una petición semejante.

—Pero hoy le tocaba a ella leer la cuarta enseñanza de nuestro Señor. No sé…

Cuarta enseñanza: solo existe un único Dios y tu misión es seguir su camino.

—Edgar, yo la llevo en mi aerocoche a casa, regreso para la ceremonia y si luego se encuentra mejor, que venga conmigo. Le rezaremos al Dios para que perdone su pecado. Vuestra elevada posición dentro la comunidad ígnea os permite alguna falta que otra. —A veces, el peloteo de Quildo sirve para algo.

Mi padre parece rumiar la idea de mi prometido como si fuese un chicle demasiado duro que masticar. Y no sé si es la desmedida confianza en Quildo, los ojos de cordero degollado de mi madre o mi fantástica actuación, pero alguna de ellas da resultado, porque mi padre termina aceptando la propuesta.

—Perfecto. Vamos, Ami, que te llevo a casa. —Me coge de la mano y me dan ganas de arrancarle los dedos.

Mi madre no afloja su agarre y Quildo se percata. Se gira hacia ella con un gesto muy tranquilizador y dice:

—Marga, no te preocupes, de verdad. Debe ser un simple mareo. En estos días ha habido muchos cambios de temperatura y eso debe haberle afectado. ¡Que siempre viste manga corta, incluso en invierno! —Cómo odio cuando habla como si yo no estuviese presente.

De nuevo sus palabras parecen conjuros que atraen y otorgan seguridad a las personas que los escuchan, porque mi madre relaja el rostro y su mano pasa de apoyarme a empujarme hacia el chico. Lo cierto es que no puedo pedir más, pero si Quildo intenta sobrepasarse porque estamos solos, no respondo de mis actos.

—Tranquila, mamá. Estoy con Quildo. —Me acerco más a él, retomando mi papel—. Y sé dónde están las pastillas, así que relájate. Disculpad mi ausencia ante el alcalde Ganz y disfrutad de la lectura de la enseñanza.

Tras varias despedidas y consejos, ambos deshacemos nuestros pasos para alcanzar el aerocoche de Quildo. Él se mantiene a pocos centímetros de mí, pero yo no soy tonta y noto cómo provoca roces, tropiezos y encuentros de miradas. Tengo que sacar lo mejor de mí para no echar a correr.

Pasamos por donde hemos dejado a Tristán arrodillado en el suelo. Mi pañuelo amarillo no está y ojalá sea porque mi hermano lo ha aceptado. Tristán, cómo te echo de menos.

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