Arantxa Comes - El don de la diosa

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El don de la diosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Un mundo amenazado por una Diosa. Una sociedad sometida y dividida por ideologías. Una reina cruel dispuesta a todo por hacer prevalecer su poder. Y dos hermanos separados por un sistema injusto.Tristán busca a la Diosa para conseguir la redención de la humanidad. Amaranta pretende acabar con la tiranía del sistema político en el que viven los ciudadanos del país de Erain.Dos aventuras llenas de peligros, en las que el amor, el descubrimiento de la verdad y el encuentro con uno mismo serán cruciales para tratar de salvar a una humanidad condenada por su egoísmo. No son los primeros en intentarlo, pero son la última esperanza.

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Hoy en día solo quedan cinco de ellos, y la fotografía de Belladona, su líder, es la que más destaca. Yo los admiro, y cuento sus hazañas a los borrachos del bar como si fuese un cuento para niños o como si ellos fuesen los épicos personajes de una película de superhéroes. Sin embargo, los ígneos me rodean por todas partes, y la emoción que me habría embargado como siempre, se esconde en un rincón. No puedo llamar la atención en un lugar rodeado por aquellos que me denunciarían al segundo de comprender a qué clase ideológica pertenezco. No sería descabellado que algunas divisiones pudieran mezclarse, pero ¿ígneos y renegados? Jamás.

No he dado media vuelta y ya imagino los gritos de Gorio cuando entre en su bar una hora tarde: « Tienes ganas de morir , ¿eh , Tristán ? » . Gorio me ha criado como un padre estos últimos años, pero no es lo que se dice una persona con tacto. Aunque yo tampoco lo he demandado. Desde aquel fatídico día en que mi vida cambió, quiero las cosas claras, aunque duelan. Ciertos rostros deformados por la repulsión se dibujan en mis recuerdos y sacudo la cabeza. Pero he debido invocar al mal karma, porque antes de poder salir corriendo de este barrio en el que no soy bien recibido, me topo con la mirada de Amaranta.

Hace dos años que no la veo y ha cambiado bastante. Su oscuro cabello ondulado le roza la espalda más allá de los omoplatos y sus ojos color miel, prácticamente dorados, casi idénticos a los míos, parecen afiladas agujas de oro. Cortan. Y me siento desnudo. Despego los labios, secos por el frío, dispuesto a decirle algo, ya que ella no se ha movido ni un ápice y me mira con una mezcla de curiosidad y terror.

Sin embargo, ahí se quedan mis intenciones, porque mis padres y Quildo alcanzan a Amaranta. Se detienen en seco al descubrirme y el rostro de mi padre se tuerce. De pronto, me siento desamparado. Ni siquiera mi madre es capaz de mirarme a los ojos directamente, como si por el solo hecho de hacerlo se contagiase de la enfermedad más mortal. Y Quildo… Bueno, lo cierto es que Quildo me importa más bien poco, aunque al ver cerrar sus dedos en torno a los de Amaranta, se me escapa el reproche:

—Ami, ¿por qué sigues con él? —le espeto, duramente.

—Tris, yo… —Su voz suena neutra y un filo invisible atraviesa cruelmente mi pecho; tal vez es la tristeza o la ira, o una mezcla de ambas, que nacen y se fusionan al comprobar lo anulada que está mi hermana.

—Tristán —retoma Quildo la conversación, siempre tan pelota y pomposo—, será mejor que te marches a tu territorio. No eres más que un renegado. Está prohibido que vagabundees por aquí.

Resulta que, de pronto, también soy un vagabundo. Casi me entra la risa.

—¿Vas a permitirle que me hable así, Ami? —Señalo a Quildo sin poder evitar que me tiemble la mano.

Sin embargo, mi esperanza de escuchar una respuesta, aunque sea un simple murmullo por parte de Amaranta, desaparece. Me equivoco de nuevo, como aquella vez que pensé que no me abandonaría. Mi familia avanza sin más, dejándome atrás como si fuera invisible o un fantasma que puede atravesarse con facilidad. Mi respiración comienza a alterarse y siento que me flaquean las rodillas. Un pinchazo en el corazón hace que me gire con la mano agarrada al pecho, listo para apartar a Amaranta de esa gente, pero algo en el suelo me detiene.

Es un simple pañuelo de tela amarilla. El color de los renegados. Pero no es mío. Alzo los ojos para descubrir en un último segundo cómo Amaranta me mira con intensidad. Me muerdo el carrillo interno, presa del pánico, pensando que ella lo ha dejado caer para herirme aún más. Pero entonces, mi hermana levanta un dedo y se acaricia la mejilla con suavidad. Y a la vez que Amaranta se ve obligada a volver sus ojos al frente por culpa de Quildo, me doy cuenta de que ha soltado el pañuelo por mí, para que me limpie la pintura que me mancha la cara y me señala como a un traidor.

Recojo la tela delicadamente, meditando sobre su afectuoso gesto, mientras la persigo con la mirada. Se está recolocando el brazalete rojo, indicador de los seguidores del Dios de la Corona Ardiente. No puedo evitar sentir rabia hacia los ígneos, tanto a los que oprimen como a los que, sin parecer estar de acuerdo con el sistema, callan y apartan la mirada; cómplices. Por los privilegios que les permiten vivir tranquilamente sus vidas, como si a su alrededor no se estuviese gestando la muerte más voraz. ¿Qué hace Amaranta con ellos? Mi eterna pregunta.

El móvil comienza a vibrar en el bolsillo trasero de mi pantalón. Lo cojo, sobresaltado, para ver cómo parpadea el nombre de Gorio en la pantalla.

—Oh, no… —mascullo.

Devuelvo el móvil al bolsillo y salgo corriendo en dirección a la Frontera, pero sin soltar el pañuelo amarillo; la fuente de mis renovadas ganas de luchar, al menos, un día más.

Entro en El Tugurio. Sí, Gorio ya pensó en todo antes de abrir su negocio en la frontera entre el Arco Interno y el Externo; en la línea divisoria que separa ambas zonas en Cumbre y que es el único sitio legal donde pueden convivir todos los grupos sociales. Con el nombre consigue un tipo de clientela bastante mixta y peculiar; salvándose de que entren personas de la alta esfera, demasiado remilgadas como para compartir una bebida con la clase social más baja, la cual también tiene cabida en el local siempre y cuando pague. Nadie quiere verse cara a cara con Jacinta , la escopeta de micrometralla de Gorio. Una de sus balas dentro de tu cuerpo y nunca más pasas por un detector de metales sin que salten todas las alarmas. Y eso si sobrevives a su cañonazo.

Nada más entro en el bar, quitándome la chaqueta con bruscas sacudidas, el olor a cerveza me golpea la cara junto a un trapo húmedo y sucio. Me lo quito de encima como si se tratase del bicho más asqueroso de la Tierra y fulmino con la mirada a mi jefe y protector que, tras la barra, me observa con su único ojo sano y una sonrisa de satisfacción en la boca.

—Hoy tocan baños, enclenque. —Su venganza. Estamos en paz—. A la próxima te piensas dos veces eso de llegar una hora y cuarto tarde al trabajo.

—Dime que al menos la fregona no apesta como el resto. —Me pinzo la nariz y el hombretón de espaldas anchas se ríe, todavía a mi costa y pese a mi burla.

Me dirijo a la esquina de la barra y me agacho para entrar por un pequeño hueco que existe bajo ella. Lanzo la chaqueta sobre una de las enormes neveras de metal que recorren la parte inferior de la barra, que ya nunca se usa porque no funciona, y me arremango la camiseta gris hasta los codos.

—¿Qué es eso? —Señala Gorio a mi espalda.

Giro sobre mí mismo, dando una vuelta bastante estúpida, ya que no consigo descubrir a qué se refiere. El hombre chasquea la lengua, pone el ojo en blanco y con un movimiento casi imperceptible, coge el pañuelo amarillo que Amaranta me ha ofrecido.

—¿Te has cruzado con ella? —pregunta con un gruñido.

—¿Cómo sabes que es de Ami?

—Suele usarlo, pese al color y pese a su condición de ígnea…

—¿Qué? —Su repentina confesión me hace dudar—. ¿Cómo que suele usarlo?

—Porque cuando tú libras, ella viene aquí con sus amigos. —Sonríe Gorio con sorna, apoyando un codo sobre la barra de metal.

Me quedo helado. No sé por qué le hace tanta gracia haberme ocultado un dato que sabe que es importante para mí. ¿Amaranta en El Tugurio? ¿En mi Tugurio, que es un verdadero tugurio? No me lo puedo creer, pero Gorio continúa sosteniendo el pañuelo, tendiéndolo hacia mí con una sonrisa que, pese a la socarronería, solo destila una cosa: sinceridad.

Suspiro y cojo la tela, volviéndola a guardar en el bolsillo trasero libre de mi pantalón. Quiero ocultarlo, no de los demás, sino de mi vista. No deseo enzarzarme en una disputa interna de por qué Amaranta a veces usa el pañuelo de este color tan significativo. Su condición es rojo fuego. Su creencia en un Dios considerado omnipotente y único, que luce en todas las ilustraciones una corona prendida por las llamas. En su vida no hay cabida para el amarillo, ni para mi Diosa. ¿Lo habrán encontrado mis padres? ¿Lo habrá visto el memo de Quildo? ¿Por qué sabe mis horarios y se expone entrando aquí?

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