Sergio Bizzio - El escritor comido

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Mauro Saupol es un escritor internacionalmente exitoso, millonario, megalómano. Sus libros, de escasa o nula calidad, se venden como pan caliente. En la cima de su fama, con una esposa bella y ambiciosa, con editores de los que ni siquiera recuerda la cara, decide presentar su biografía en una ciudad cercana al Amazonas. De regreso, la avioneta privada que lo traslada se precipita en la selva. Saupol resulta ileso, pero tiene entonces una ocurrencia que cambiará su vida para siempre: hacerse pasar por muerto. El accidente da comienzo a una serie de aventuras que lo llevarán a protagonizar escenas asombrosas, algunas de ellas en espejo con obras célebres de la literatura del siglo XX. Lo que no puede escribir, paradójicamente, lo tendrá que vivir.Narrada con potencia y precisión, Sergio Bizzio escribe una novela ácida, pesadillesca y, aún así, delirante y llena de juego y humor.

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Las olas rompían sobre ellos, los cubrían de espuma. Y ellos reaparecían golpeándose uno al otro con ferocidad. Ya hacían pie y aun así no dejaban de golpearse. En la breve pausa entre una ola y otra sus caras se llenaban de sangre. ¿Qué pasaba? El desconcierto de la multitud en la orilla era enorme, nadie había visto nunca un rescate semejante. Algunos llamaban a los gritos a los amigos o familiares que seguían en las sombrillas, ajenos al suceso: no se lo podían perder. El guardavidas, que era más alto, tiraba los golpes desde arriba, y el otro se los devolvía desde abajo al mismo ritmo y tan furioso que la altura del otro ya no era una ventaja.

Finalmente dos burgueses de Bahía se metieron al agua y los separaron. El guardavidas salió con la nariz rota, chorreando sangre y sal, y se apartó de la multitud con un gesto de desprecio, como si acabara de enterarse de un engaño. El inconsciente quedó tendido boca arriba en la arena, resoplando con fastidio. No respondió a ninguna de las preguntas que le hicieron. Estaba agotado. Harto y agotado. Incluso se llevó una mano a la entrepierna y se sacudió el bulto cuando alguien le preguntó si se sentía bien.

Enseguida todo el mundo volvió de nuevo a su inactividad original.

Saupol se dejó caer de espaldas sobre la toalla y en el acto se quedó dormido.

Los albañiles soldaban la nueva puerta del hotel. Saupol zigzagueó por entre tablas y baldes y clavó un dedo en el botón del ascensor. Mientras esperaba, observó las huellas que había dejado en la capa de polvo que cubría el hall, finísima; si no hubiera caminado sobre ella, no la vería. ¿Qué dirían los albañiles, o el hombre con la remera de Erasure, que apareció de pronto empujando un escobillón, si supieran que estaba muerto?

Se dio una ducha, se envolvió en una toalla y miró televisión (nada sobre él) hasta que tuvo hambre. Entonces bajó al comedor.

Ocupó una mesa en un rincón y miró otra vez sus huellas, ahora violáceas a la luz de un tubo de neón sobre el espejo. Las huellas se cruzaban a mitad de camino con las de un hombre de barba rosa que leía el diario sentado a una mesa al lado de la ventana. El comedor olía a hueso hervido, a nervio frito. Sonaba una música neutra que parecía aindiarse, montada a la sucesión de imágenes de un televisor sin sonido en el que de pronto apareció Hermeto, su agente. Saupol dio un salto, agarró el control remoto de encima del televisor y subió el volumen al máximo. El hombre de barba rosa levantó la vista. Corte. Nada. Tarde. Dejó el volumen como lo había encontrado, volvió a su mesa y durante más de media hora miró sin parpadear un informativo silente, con la mandíbula apretada y un puño en el mentón. Miraba las imágenes del mundo en la pantalla como si no estuviera allí, comiendo arroz.

Después salió y caminó en línea recta por la calle del hotel hasta que se le hizo evidente que no tenía adonde ir. Dobló.

A mitad de cuadra había un bar. Entró y se acodó a la barra. “Si alguien me reconoce digo que no sé quién soy”, pensó. “Tengo amnesia”. Pidió un whisky y giró en la butaca para observar a una chica semidesnuda que hacía acrobacias en un caño, sobre una tarima. Unos turistas bebían caipiriñas y comentaban ruidosamente sus proezas eróticas. Saupol se llevó la copa a los labios, pensativo, y se dijo algo, sin entender qué, o sin prestarse atención. Enseguida pidió otra. La bebió en dos partes, aunque de un solo trago, haciendo un alto a mitad de camino para respirar, y pidió una más. Se moría de ganas de revivir.

Le preguntó al barman por la chica del caño. El barman le dijo que la chica no tenía tarifa, pero que hacía su vida como cualquiera. “¿Qué edad tiene?”, preguntó Saupol. “Ah…”, dijo el barman alzando enigmáticamente las cejas, como si fuera un asunto de Estado. “¿Veinte?”, insistió Saupol. El barman lustró la barra con un trapo. “Si habla con ella no le diga que se lo dije yo”, dijo. Saupol adelantó el mentón, interesado. “Veintinueve”. “¿Sí?”. Saupol le daba menos, pero cuando la chica dejó de bailar y se sentó a su lado en una banqueta le pareció que tenía bastante más. Llevaba en el pelo una hebilla con forma de hoja.

Saupol iba por la sexta copa. Tomó la séptima con ella y se derrumbó.

Despertó al atardecer de ese mismo día, en la habitación del hotel. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Caminando seguro que no. Debía haber tomado un taxi. Lo más probable era que al llegar al hotel, el chofer lo hubiera alzado y depositado en la Conserjería, desde donde Erasure o Whitesnake, a su vez, lo había arrastrado hasta la habitación.

Bajó y salió a la calle. El sol lo obligó a entrecerrar los ojos. Seguía borracho. Una voz limpia y firme, como si fuera la voz de otro, le decía en plural: “Es domingo, tenemos que revisar la prensa”. Compró todos los diarios y se sentó a la mesa de un bar en una vereda solitaria. Estaba tan ansioso que no sabía por dónde empezar. Pidió un café y una cerveza y cuando el mozo volvió con su encargo ya los había hojeado a todos, pálido. No había un solo artículo sobre él. Nada. Volvió a revisarlos.

Nada otra vez.

La segunda nada confirmó a la primera con el mismo impulso con que lo arrastraba a la siguiente.

Empezaba la tercera revisión cuando la chica del caño apareció de pronto parada junto a su mesa. Era una casualidad enorme, encontrarse con alguien que acababa de conocer, en una ciudad tan grande, al borde de la última nada. Por un segundo los dos se quedaron inmóviles, señalándose con un dedo. “¿Saupol?”, dijo la chica. “¿Sabés quién soy?”, dijo él. “Sí, claro, lo leí anoche en tu documento. ¿Llegaste bien? Cuando te dije que me llamaba Mara recordaste el nombre del hotel, Maralo. El barman y yo te subimos a un taxi. Bueno, me voy a comer algo”.

Saupol hizo ademán de levantarse para ir con ella, pero enseguida se dejó caer de nuevo sobre la silla, en parte por el alcohol, que todavía llevaba los remos, y en parte porque advirtió que el comentario de Mara no era necesariamente una invitación.

“Acá estoy”, pensó después, mientras Mara se alejaba. “Otra vez solo, y ahora más que antes”. Qué paradoja, desde que había muerto esta era la primera vez que alguien lo reconocía, aunque ignorase que se trataba de él.

Dejó que un mosquito lo picara en la mano, servida sobre la mesa, y se diera un banquete. Era una jeringa, una jeringa viva, una jeringa alada: con imágenes aun peores que esa había hecho una fortuna. ¿Por qué espantarlo ahora? Con la otra mano alzó cuidadosamente la copa de cerveza; brindó por el insecto, que giró apenas la cabecita para mirarlo, sin dejar de succionar, y la vació de un trago.

La farsa ya se había extendido demasiado; tenía que reaparecer. El problema era cómo. El sentido final de la broma había sido pulverizarlo todo. Sí, el público se agitaría con su historia y pediría a gritos que la escriba mientras él buscaba un lápiz entre las ruinas de su prestigio (y una frase para empezar), pero lo cierto es que había perdido a su mujer y que sus amigos abominarían de su estafa; su mente era un amasijo de imágenes catastróficas. No había tenido nunca una idea, y una simple ocurrencia había bastado para arruinarlo todo. Le quedaba su fortuna, pero ni siquiera entera: Ingrid se llevaría la mitad.

Sufrió un ligero desvanecimiento. Cuando volvió en sí, lo único que había cambiado era la posición del cuerpo: ahora estaba inclinado hacia la izquierda, como a punto de caer. Entraría a la selva, unos metros nada más, lo suficiente para embarrarse, perder el calzado, clavarse unas espinas y salir y decir quién era y lo que había ocurrido. Era lo mejor que podía hacer. Se agarró de la mesa, se enderezó, tomó aire, dejó un billete y le echó un vistazo a la selva al fondo del cuadro: celeste, sin horizonte y llena de vigor. Después cruzó la calle a paso lento.

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