Llamó a su casa. Lo atendió Susú, una de sus tres mucamas, y, sin decirle que era él, aunque esperanzado de que Susú se lo preguntara, pidió hablar con Ingrid. ¿Es que nadie lo reconocía?
Un momento después alguien dijo:
—¿Hola?
Saupol cortó, aplastando como a un insecto el botón de stop con el pulgar.
Era Tom.
¿Qué hacía Tom en su casa? ¿Qué hacía Tom en su casa a las diez de la mañana, cuando hacía rato ya que el trabajo había terminado, y a pocos días del accidente que a él le había costado la vida? La respuesta a esa pregunta explicaba el tono de voz de Ingrid en el llamado del día anterior: era su amante. ¿Qué duda había? Estaba clarísimo. Tom disfrutaba de la gloria de ser la última persona que había hablado en profundidad con Saupol y, de paso, también de su piscina, de su despensa, abarrotada de exquisitas conservas y carísimos vinos, y de su mujer. Ese era el sentido de la foto que apenas minutos atrás había visto en Internet: Ingrid y Tom en la puerta de un canal de televisión, ella muy bien vestida y él con anteojos negros, como si la muerte de Saupol ( su muerte) lo hubiera afectado más que a ella, a la que Tom llevaba de un brazo y protegía de los flashes con el otro.
Se dejó caer sentado sobre la cama, todavía con el teléfono en la mano, y repasó un millón de escenas menores, todas más o menos recientes y hasta ahora en sombras: un comentario admirativo que había hecho Ingrid sobre los bíceps de Tom, mientras cenaban a solas y afuera llovía; una tarde en la que Tom, que no hablaba nunca, comentó de pronto, y sin que viniera al caso, que daría la vida por tener una cabaña frente al mar, con voz de flauta de bambú, y la sonrisa de oso panda de Ingrid al escucharlo; la cena del último cumpleaños de Ingrid, a la que habían invitado a los Morelo y a los Amado y a la que solo asistió Tom, agitando entusiasmado una serpiente de plata en el fondo de una botella de tequila. ¿Por qué habían faltado los Morelo y los Amado, sus dos matrimonios amigos? Porque no aceptaban ser cómplices del engaño, que obviamente ya conocían. ¿Qué otra razón podían tener, sino esa? Pero Ingrid… Dios ¿Ingrid era capaz de ser tan cruel? A Saupol le vino a la memoria un pasaje de su último libro, en el que aseguraba que sí, aunque no se refería específicamente a Ingrid, desde luego: el pasaje hacía referencia a la mujer en general, como si él fuera un hombre particular. ¿Podía ser engañado así ? ¿Y el dolor? ¿Dónde estaba su dolor? Sufrió un desmayo tan ligero que no tuvo ni tiempo de caer. Al contrario, se levantó, se desmayó otra vez y al volver en sí se encontró de nuevo sentado en la cama.
Salió al patio del hotel y orinó las flores del jardín. La luz del sol lo hizo llorar mientras dirigía el chorro hacia un agujerito en la tierra que imaginó repleto de insectos en armonía. ¿Cómo era posible que la sinceridad y fidelidad con la que la había amado, con la que aún la amaba, fuera también un puñal destinado a darle muerte, después de muerto? Sus ojos “se cansaron de llorar”, como decía Sandro en una de sus canciones preferidas. “ ¿ Cómo te diré (mi amor) que ya no hay leña en el árbol de la fe ? ”. La música llegaba desde la ventana de Conserjería, que el hombre con la remera de Whitesnake acababa de entreabrir. Saupol se abotonó rápidamente la bragueta y se inclinó sobre las flores orinadas, fingiéndose interesado en ellas. Después dio media vuelta y volvió a la habitación.
Llamó a su casa. Dejó que el teléfono sonara tres veces y cortó. Volvió a llamar. Cortó antes de discar el número completo. Se quedó un buen rato inmóvil, tratando de pensar. Pero en su mente, casi siempre nublada, ahora nevaba. Marcó el número del celular de Ingrid. Cortó. Marcó de nuevo. Volvió a cortar. Llamó al Conserje y le pidió algo para comer. El hombre con la remera de Whitesnake le dijo que la cocina estaba cerrada. La hora del desayuno había pasado y el almuerzo empezaba a servirse a las once. Eran las diez.
—¡Pero la concha de la lora! —exclamó Saupol—. ¿Puede ser tan difícil comer acá?
Agarró una cerveza del frigobar, bebió media botella de un trago y el resto a sorbitos, mientras se llenaba la bañadera. Agarró otra cerveza y un paquetito de maníes, se desnudó, se acostó en el agua y bebió y comió mirándose una herida recién descubierta por encima del ombligo. No le dolía; era un tajo (ya seco) de cinco centímetros de largo, en forma de búmeran, rodeado de pelos.
“Si no encuentran el cuerpo…”, pensó (¿y cómo lo iban a encontrar, si ahora mismo estaba en la bañera de un hotel?), “siempre puedo decir que estuve perdido”. Pero eso no tenía lógica y lo pasó por alto. “Pensemos, pensemos”, se dijo y cambió de tema. El Conserje no lo había reconocido. La marca “Saupol” no le había dicho nada al anotarlo en el registro del hotel, quizá porque su barba, sus ojeras, su hambre y su palidez impactaban más que su fama, o porque su muerte era una noticia indiscutible, sobre la que no se podía dudar, o porque el hombre no leía ni el diario.
Salió del agua y se paseó a un lado y a otro mojando adrede el piso de la habitación, que odiaba. Encendió el televisor y se vistió mirando de reojo un programa cultural conducido por un calvo muy gracioso y una mujer joven, escotada, monomaníaca, teñida por la ambición. Después bajó al comedor.
No había nadie. Se sentó a una mesa y llamó al Conserje. Esta vez el hombre de la remera de Whitesnake no estaba, así que vino el Conserje en persona. Era un hombre ancho y a la vez muy flaco, de modales refinados y manos callosas, una contradicción ambulante vestida de gris. El Conserje se paró a su lado y le dijo, muy amablemente, que la cocina abría en una hora y que, mientras tanto, “si lo deseaba”, podía traerle algo para tomar.
—Escuchame —le dijo Saupol inclinándose hacia adelante—: algo debe haber. ¿O me vas a decir que acá lo hacen todo en el momento? Yo comí en los restaurantes más caros del mundo y te puedo asegurar que es todo refrito, rápido y fácil.
El Conserje enderezó la espalda.
—Tengo hambre. Hace dos días que estoy acá y lo único que comí fue un sándwich. ¿Qué pasa, no vino el cocinero? ¡Cocino yo! No me vas a decir que se necesita un chef para poner un plato en el microondas con los restos de anoche y apretar un botón. Mientras tanto, si querés, traeme una cerveza. Pero acordate de esto —agregó, extendiendo sobre la mesa un billete de 100 dólares recién planchado—: algo debe haber.
El Conserje agarró el billete y se fue. Un minuto después volvió empujando un carrito con una pechuga de pollo, ala incluida, arroz y una botella de vino, además de la cerveza.
—Invita la casa —dijo destapando la botella.
—Gracias —Saupol agarró la pechuga con la mano y le dio un mordisco—. ¿Pan no hay?
—Enseguida —asintió el Conserje. Nunca un hombre tan odioso le había pagado tan bien.
Mientras comía, Saupol se preguntó qué habrían dicho los Morelo. ¿Y los Amado? ¿Y sus pobres, impacientes editores? Silencio, masticación. Comió hasta que abrió la cocina. Entonces pidió el almuerzo. Después, achispado por la cerveza y el vino, se dijo: “Sí, me voy a la playa”, como quien dice encogiéndose de hombros: “Me olvido de todo”. En un local de baratijas pegado al hotel compró unos anteojos de sol, un bermudas con arabescos amarillos sobre fondo verde, unas ojotas y un gorrito y bajó por una calle angosta en dirección al este. Una hora de caminata después, ni un minuto más ni un minuto menos, empezó a sospechar que la ciudad no tenía playa, pero eso era algo que no podía preguntarle a nadie (“¿Hay playa por acá?”), pensarían que estaba loco. Tomó un taxi y volvió al hotel.
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