Sergio Bizzio - El escritor comido

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Mauro Saupol es un escritor internacionalmente exitoso, millonario, megalómano. Sus libros, de escasa o nula calidad, se venden como pan caliente. En la cima de su fama, con una esposa bella y ambiciosa, con editores de los que ni siquiera recuerda la cara, decide presentar su biografía en una ciudad cercana al Amazonas. De regreso, la avioneta privada que lo traslada se precipita en la selva. Saupol resulta ileso, pero tiene entonces una ocurrencia que cambiará su vida para siempre: hacerse pasar por muerto. El accidente da comienzo a una serie de aventuras que lo llevarán a protagonizar escenas asombrosas, algunas de ellas en espejo con obras célebres de la literatura del siglo XX. Lo que no puede escribir, paradójicamente, lo tendrá que vivir.Narrada con potencia y precisión, Sergio Bizzio escribe una novela ácida, pesadillesca y, aún así, delirante y llena de juego y humor.

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Los había presentado Ingrid. La primera impresión de Saupol fue positiva: Tom era simpático, amable, y se ganaba la vida fabricando notas sobre asuntos tales como los beneficios cutáneos de la sinceridad. ¿Por qué negarle que escriba sobre él? Tom, por su parte, lo despreciaba –ni siquiera lo consideraba un escritor–, pero lo disimuló siempre tan bien que enseguida se sintió cómodo y a gusto. “Después de todo”, se dijo un día mientras salía del agua, estirando una mano hacia el Martini seco que le ofrecía Saupol, “no es más que un hombre que hace su trabajo”.

Saupol lo trataba bien, le preguntaba qué le parecía, lo escuchaba, lo dejaba adjetivar. Tom no había visto nunca a nadie tan satisfecho con lo que había logrado: Saupol se pavoneaba en su éxito como un dios, agitando sus plumas sintéticas allá y aquí. Físicamente parecía ocultar algo. De baja estatura, con la cabeza demasiado grande, desproporcionada con relación al cuerpo, y una coleta gris que sacudía como un maniático, no podía decirse de él que fuera un seductor; en ese sentido ni la fama lo ayudaba. ¿Cómo lo había conseguido? ¿Qué había hecho? Era un misterio. Porque tampoco podía decirse que tuviera talento. No tenía nada, y lo tenía todo. Tom lo miraba y cabeceaba desconcertado. ¿Cómo lo hacía? La obra de Saupol carecía de toda particularidad. No había nada en ella que la hiciera diferente de la obra de cientos de autores que, como él, habían jugado exactamente (textualmente) las mismas fichas. ¿Había estado en el lugar injusto, en el momento injusto, con el manuscrito justo? No. Sin duda, pensaba Tom, Saupol no era fruto del azar sino de un lector, de un único lector (un ser con labios y órganos internos) capaz de provocar una avalancha en la pendiente de la nada; en efecto, alguien debió leerlo alguna vez y luego decirle a otro, sin saber que acabaría diciéndoselo a millones de personas, que el vacío que tanto habían esperado estaba por fin allí. ¿Cómo era ese lector? ¿Quién era? ¿Y qué importaba? Quizá ni siquiera existía.

Tom había leído los cinco libros de Saupol en dos semanas, a partir de la firma del contrato –una maraña de cláusulas que hojeó a toda velocidad, como un experto, y que firmó enseguida, sin nada que discutir–. La lectura le resultó agotadora, exasperante.

Un momento atrás Saupol estaba en la selva. Ahora hojeaba el diario en su cuarto de hotel. ¿Cuánto tiempo hacía ya que había muerto? Ingrid debía estar llorando a mares. Cómo le hubiera gustado a él, mientras zigzagueaba por la selva, llamarla y decirle que estaba vivo, para que ella no sufra. Hubiera dado una mano por un teléfono; ahora que tenía un teléfono a mano, comprobó, antes de llamarla (¿quién, sino ella, aceptaría el truco, asociándose de inmediato a él, e incluso, luego de un instante de alivio, calibraría aceitadamente las ventajas y desventajas de su ocurrencia?), que en el diario no había una sola mención al accidente en el que había perdido la vida. Volvió a hojearlo, esta vez con más detenimiento. En la página treinta del cuerpo principal se demoró un momento para echarle un vistazo al reportaje de un colega y siguió adelante, deprimido. Finalmente tiró el diario al suelo y encendió el televisor. Pasó los canales uno tras otro con el control remoto a toda velocidad: no podían estar diciendo nada sobre él en un micro de cocina, ni en el National Geographic, ni en una misa evangélica. Se detuvo en la CNN. Unos minutos después sintonizó el noticiero de O Globo y llamó a Conserjería para pedir la cena. El hombre con la remera de Whitesnake le dijo que la cocina estaba cerrada. “Tengo hambre”, dijo Saupol. “¿Qué se puede comer?”. “Nada”, dijo el hombre. Discutieron. Unos minutos después el hombre golpeó la puerta de la habitación con la palma de la mano. Dos golpes huecos, desganados. Saupol abrió, agarró el plato, se llevó el sándwich a la boca y lo sujetó entre los dientes mientras hurgaba con una mano en los bolsillos del pantalón. Le dio una propina. Cortó el pedazo de sándwich tironeando con los dientes hacia atrás y con las manos hacia delante y cerró la puerta con un pie.

No había pedido nada para tomar. Además de la bebida, se reprochó no haber encargado dos sándwiches, o tres, por más gomosos que estuvieran; después de comer el que le habían traído seguía igual de hambriento que antes. Lo único que había comido en la selva era un puñado de huevos grises (no quería ni pensar de qué) y unos tubérculos que apenas masticados se convertían en pelotas de fibra. En la habitación había una heladera. Sacó una cerveza. Hacía años que no bebía. Era hora de llamar a Ingrid.

El corazón le latía con fuerza mientras esperaba escuchar su voz. Le temblaban las manos. Era la una de la mañana.

Después de una decena de campanilleos, Ingrid por fin atendió. En su voz no había ni una pizca de angustia, ni la más mínima hebra de dolor; dijo hola y preguntó quién era después de completar una frase dirigida a otro, con el teléfono ya abierto. Había alguien con ella. Las dos o tres palabras con las que completó la frase antes de dirigirse al que llamaba estaban como bañadas por la luz de una sensualidad que Saupol conocía bien y cuya estela percibió con toda claridad cuando Ingrid pasó de un asunto a otro, de un hombre a otro. Cortó.

Repasó la escena. Había música de fondo. Había alcanzado a escuchar incluso el ruido de una copa que se apoya sobre el vidrio de la mesa ratona… Volvió a llamar. Esta vez, cuando Ingrid atendió –ahora no solo daba la impresión de sentirse fantástica sino también fastidiada por la insistencia–, Saupol le dijo que era él.

—¿¡Quién!?

—Yo, mi amor, Mauro…

Ingrid cortó.

Saupol llamó de nuevo.

El teléfono sonó hasta que se activó el contestador.

Saupol cortó.

¿Era verdad? ¿ Podía ser verdad? Nada en el diario, nada en televisión, nada en la voz de la mujer que amaba. ¿No lo había reconocido? No, evidentemente. De pronto era todo horrible, como si acabara de caer en un pozo playo y aun así no hubiera forma de salir. Estaba agotado. Necesitaba descansar un poco. En la selva no había pegado un ojo, aterrado por las serpientes, las arañas, la imaginación, las fieras. Un mono recién nacido lo había seguido durante toda una tarde, hasta que Saupol le acertó un piedrazo en la frente, a medio metro de distancia, después de animarlo a acercarse llamándolo como a un perrito… Que Ingrid no lo hubiera reconocido no quería decir nada, se dijo.

Lo único que consiguió cuando se metió en la cama fue angustiarse más: lo daban por muerto, y era como si ya no existiera.

Al día siguiente corrió a comprar los diarios. Compró incluso diarios de los que nunca había oído hablar, y todas las revistas semanales; algunas habían aparecido antes del accidente, pero las compró igual. Se encerró en la habitación y, mojándose una y otra vez el dedo, lo revisó todo de punta a punta. Veja le dedicaba cuatro páginas. Dos eran fotos, adornadas con recuadritos de texto en los que no se decía nada importante, y las otras dos –en las que también había fotos, fotos viejas– no eran más que prosa de oficina abarrotada de menciones curriculares. El título de la nota, al menos, decía que había muerto un grande.

Era jueves. El accidente había ocurrido un lunes, es decir un día después de que salieran los suplementos culturales: era evidente que la prensa no había tenido tiempo de ocuparse de él; lo harían el domingo siguiente, sin duda. En ese mismo momento, calculó, centenares de periodistas a lo largo y a lo ancho del país debían estar ocupándose del caso. Qué se decía o qué se había dicho en el resto del mundo era algo que podía averiguar en Internet. En el hotel no había computadora. Fue a un cibercafé y comprobó que el hecho había sido profusamente registrado, pero las notas se ocupaban más de las causas del accidente que de su muerte, lo que le resultó desconsolador; su muerte importaba menos que un desperfecto mecánico, y su obra quedaba ensombrecida por un litigio de intereses entre la empresa aérea y la compañía aseguradora. “ Presenta su biografía y muere ”, sin mención de su nombre, era un título por lo menos ofensivo, aunque no tanto como “Sin rastros del cuerpo de best seller portugués” . (¿¡Portugués!?). Un rapero negro lo miraba fijo desde el cubículo vecino, como si lo encontrara parecido a alguien. Saupol se levantó, pagó y volvió al hotel.

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