Angela Saini - Superior

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¿Cómo surgió la idea de raza y qué significa? En la era de la política identitaria, las pruebas de ADN y el ascenso de la extrema derecha vuelven a cobrar auge quienes defienden las diferencias biológicas entre poblaciones.
La verdad: la raza es una construcción social. El problema: nos cuesta creerlo.En
Superior, la premiada autora Angela Saini investiga el concepto de raza desde sus orígenes hasta el presente. Con la ayuda de genetistas, antropólogos historiadores y científicos sociales de todo el mundo, realiza con todo rigor un análisis actualmente muy necesario de la naturaleza, insidiosa y destructiva, de una idea de raza que da por sentada la superioridad de algunos grupos.La ciencia moderna nació lastrada por este error fatal, que ha persistido durante siglos y presumiblemente se mantienen hasta hoy. En el Siglo XIX, pensadores ilustrados no veían contradicción alguna entre valores como la libertad y la fraternidad y su idea de que había seres humanos inferiores de forma innata. No es casualidad que estas ideas racistas surgieran en el momento álgido del colonialismo europeo.A lo largo del siglo XX relevantes figuras del ámbito científico y universitario desempeñaron un papel destacado en el desarrollo de la ideología de la higiene racial, una idelogía que culminó con el Holocausto. Es, de alguna manera, la misma que permitió en los Estados Unidos en 2018, las medidas legales por las que miles de niños, hijos de inmigrantes ilegales, fueran separados de sus padres en la frontera con Méjico.Los pensadores europeos nos contaron que sus culturas eran mejores, que estaban en posesión del pensamiento y de la razón. 
Vincularon estas nociones a la idea de que pertenecían a la raza superior, redefiniendo nuestra realidad. No era verdad.

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Louis Agassiz, un naturalista suizo discípulo de Georges Cuvier, se mudó a Norteamérica en 1846, donde defendió enérgicamente la idea de que no había que tratar a blancos y negros por igual. Sentía tal desagrado físico cuando los criados negros le servían la comida en el hotel que apenas podía comer. Estaba convencido de que las distintas razas habían surgido en lugares diferentes y poseían un carácter y una capacidad intelectual diversa.

Se culpó a los esclavos mismos de la existencia de la esclavitud al afirmar que no se encontraban en esa degradante y miserable situación porque se los hubiera esclavizado a la fuerza, sino porque era su lugar en el universo. En una reunión de la British Association for the Advancemente of Science celebrada en Plymouth en 1841, un propietario de esclavos norteamericano de Kentucky llamado Charles Claswell ya había afirmado que los africanos parecían monos. En su libro de 1854 titulado Types of Mankind, el médico norteamericano Josiah Clark Nott y el egiptólogo George Gliddon llegaron a dibujar los cráneos de personas blancas y negras que luego comparaban con los de los simios. Mientras que el típico rostro europeo era una escultura clásica, las caras africanas semejaban burdas caricaturas de rasgos tan exagerados que realmente parecían tener más en común con los chimpancés y los gorilas.

En 1851, la idea de que la gente de color padecía sus propias enfermedades llevó a Samuel Cartwright, un médico que ejercía su profesión en Luisiana y Mississippi, a identificar lo que consideraba una enfermedad propia de los esclavos negros. La denominó «drapetomanía», una enfermedad mental responsable de los continuos intentos de fuga protagonizados por los negros. Evelynn Hammonds, una historiadora de la Universidad de Harvard, me cuenta esta anécdota de Cartwright, que nunca olvida mencionar a sus estudiantes, esbozando una amarga sonrisa. «Para él tenía sentido, porque creía que el estado natural del negro era ser esclavo y, en ese caso, el deseo de huir iba en contra de su naturaleza. De manera que tenía que ser una enfermedad».

Hammond señala otro aspecto inquietante de la obra de Cartwright: la forma en la que describía metódicamente a los enfermos de drapetomanía. «El color de la piel era la diferencia esencial», me dice leyendo sus notas, «[…] pero las membranas, los músculos, los tendones, todos los fluidos y secreciones, los nervios y la bilis también eran distintos. Había diferencias incluso en la carne misma. Sus huesos eran más blancos y duros que los de los blancos, la nuca más corta y oblicua». Cartwright expresó el racismo en terminología médica y Hammonds me explica que «este tipo de observaciones dio lugar a hipótesis sobre las que se investigaba. A partir de la década de 1850 se intentó averiguar si los huesos de la gente de color eran más duros que los de los blancos». Los «descubrimientos» médicos de Cartwright hundían sus raíces en su deseo de mantener la esclavitud para conservar el statu quo en su lugar de residencia, el sur de Estados Unidos. La humanidad universal fue reemplazada por una versión más útil de la historia de los seres humanos en la que la diferencia racial se convirtió en una excusa para tratar a la gente de forma diferente. La ciencia puso su autoridad intelectual una y otra vez al servicio del racismo; de hecho, fue la que acuñó el término «raza».

El racismo científico también se convirtió en un pasatiempo para no científicos. El aristócrata y escritor francés, el conde Arthur de Gobineau, publicó en 1853 su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, en el que afirmaba que había tres razas y una jerarquía obvia entre ellas. «La variedad negroide es la inferior, ocupa el lugar más bajo de la escala […]; su intelecto siempre será muy limitado». Para explicar el rostro «triangular» de la «raza amarilla», afirmaba que en este caso ocurría lo contrario que en el de la variedad negroide. «El hombre amarillo tiene poca energía física y tiende a la apatía […]; en general es mediocre en todo». Ninguna raza podía compararse con del propio Gobineau.

Tras llegar a esta previsible conclusión, Gobineau añadía: «Por último quedan los blancos dotados de una energía reflexiva o, más bien, de una inteligencia energética. Tienen un sentido de la utilidad mucho más elevado, valiente e ideal que las razas amarillas». Su obra era un intento descarado de justificar que quienes eran como él merecían el poder y la riqueza que ya tenían. Afirmaba que era el orden natural de las cosas, y no tuvo que aducir pruebas porque muchas personas a su alrededor estaban de acuerdo en que pertenecían a una raza superior.

Fue una de las ideas de Gobineau la que posteriormente reforzó el mito de la pureza racial y el credo de la supremacía blanca. «Si los tres grandes tipos hubieran permanecido estrictamente separados, no cabe duda de que la supremacía estaría en manos de la más pura raza blanca. Las variantes negra y amarilla hubieran gateado para siempre a los pies de los blancos del nivel más bajo», escribió para promocionar una imaginaria raza «aria». En su opinión, estos gloriosos arios, que habían existido en la India hacía siglos, hablaban una lengua indoeuropea ancestral y se habían dispersado desde entonces por el mundo diluyendo su línea de sangre superior.

El mito y la ciencia coexistían y ambos estaban al servicio de la política. En vísperas de la redacción de la Decimotercera Enmienda, que abolió la esclavitud en los Estados Unidos en 1865, no se había resuelto la cuestión racial, si acaso había cobrado mayor virulencia. Aunque muchos norteamericanos defendían la emancipación por motivos morales, unos cuantos estaban convencidos de que la igualdad plena nunca podría alcanzarse por la sencilla razón de que se trataba de dos grupos biológicamente diferentes. Hasta los presidentes Thomas Jefferson y Abraham Lincoln creían que los negros eran inherentemente inferiores a los blancos. Jefferson, propietario de esclavos, daba la razón a quienes propugnaban la solución de devolver a los esclavos a una colonia propia. La li­­bertad en este caso se entendía como un regalo que los líderes blancos, moralmente superiores, hacían a los desgraciados esclavos negros. No reflejaba en absoluto la esperanza de que algún día blancos y negros pudieran vivir juntos como amigos, colegas o parejas.

* * *

No todos los científicos eran unos interesados. Había muchos que realmente buscaban datos científicos sobre las diferencias humanas y consideraban que quedaban muchas preguntas por contestar. El mayor problema era que no sabían responder a la pregunta de cómo habían surgido las distintas razas (si es que eran reales). Si cada raza era diferente, ¿de dónde venían y por qué? Muchos europeos recurrieron a la Biblia en busca de algo que explicara la existencia de razas diversas. Llegaron a la conclusión de que habían surgido tras el diluvio universal, cuando los hijos de Noé se dispersaron por el mundo. Todos tenían su propia opinión sobre nuestro origen y las razones que explican las diferencias físicas que existen entre nosotros.

En 1871, el biólogo Charles Darwin publicó El origen del hombre, que acabó con los mitos de creación religiosos. En sus páginas se sugería que la especie humana tuvo un ancestro común hace muchos milenios a partir del cual fue evolucionando lentamente, como todo lo que había en el planeta. «Tras estudiar las emociones y expresiones de seres humanos de todo el mundo, me parece sumamente improbable que tanta similitud o, más bien, identidad de estructuras pudiera haberse adquirido de forma independiente». Nuestras respuestas básicas, nuestra sonrisas, lágrimas y rubor se parecen demasiado. Darwin debió haber cerrado el debate racial con su teoría. Demostró que solo podíamos haber evolucionado a partir de un origen común, que las razas humanas no surgieron por separado.

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