“La Matilde llegó a tener una pajarera de cien metros de largo por diez de alto con las aves más exóticas y un zoológico privado con bestias traídas de lejanos países”, atestigua Caputo. El paisajista francés Carlos Thays diseñó el parque que incluyó un lago artificial y una pérgola. Varias jaulas exhibían animales y se sabe que había dos leones. “Lo más raro fue que los Salaberry tenían una osa africana y una polar”, cuenta el historiador. Para la segunda, y con el fin de mantener el improvisado hábitat, tuvieron que montar una fábrica de hielo, que lo producía las 24 horas del día. “El problema surgió en la jaula de los leones”, afirma.
No se sabe con certeza la edad, sí que se trató de una niña. Algunos dicen que fue la hija o la nieta (y que acaso se llamaba Amalia) del cuidador de la jaula y responsable de darles de comer a los leones. Un día se acercó demasiado y de un zarpazo, el felino al parecer la decapitó. Esto no está documentado. “Pensamos que fue un brazo, que la desmembró al imitar a su padre cuando alimentaba”, sugieren desde la administración actual de la estancia. “Fue una tragedia y se vivió como tal”, confirma Caputo.
Los restos –según creencias de la zona– habrían sido enterrados en el propio predio donde en 1914 la familia Salaberry decidió construir una imponente iglesia neogótica con materiales traídos de Europa. Las apariciones comenzaron y la leyenda nació.
“Un peón de la estancia que llegó de Italia en 1926, llamado Ernesto Gasparini, me contó que los padres y abuelos de la niña comenzaron a ver el fantasma después de su muerte”, asegura Caputo quien recorrió el lugar donde ocurrió el hecho (hoy en ruinas) junto a este hombre cuando tenía cerca de 90 años. “En esa jaula murió la niña”, le señaló. “Todo el vecindario de la estancia y del pueblo la hacen una historia verídica”, sentencia. Los lugares elegidos por la presencia sobrenatural son la capilla y el bosque. “Es parte de la historia del lugar. El fantasma puede existir, la leyenda está basada en una historia real”, aseguran desde Montelén.
La leyenda de la estancia tiene hechos históricos que la vuelven muy atractiva. Las tierras en principio pertenecieron a Facundo Quiroga. En 1872 las compra Máximo Fernández, quien las bautiza La Matilde, en honor a su esposa que luego de viajar a Europa no quiso regresar jamás allí. En 1904 se hacen cargo los Salaberry, llegaron a tener una fábrica de tomates al natural que se comercializaron como Tomatoy, y hasta un molino con patente Eiffel. Matilde también se llamó la esposa del jefe de familia (quien murió en 1908). Esplendor y ocaso, sus hijos mal administraron los bienes y desde 1934 hasta 1942 la Compañía Argentina de Bienes Raíces la dirigió. En este último año, la compró un personaje que pasaría a la historia mundial: Francisco Suárez Zabala, el creador de Geniol y Uvasal. En 1974 un tornado destrozó la capilla, dejándola en ruinas.
En 2011 María Alejandra Fuentes, una fotógrafa aficionada, fue hasta las ruinas de la capilla y sacó fotos con una cámara digital. Cuando regresó a Mechita, el pueblo donde vive (también en Bragado) y las bajó a su computadora, vio que en una de ellas aparecía el rostro de una niña en una de las ventanas del templo. “Observamos que mi perra estaba atemorizada, que no se movía y se incrustaba entre mis pies. No le dimos importancia en el momento ni tampoco observamos nada raro”, expresó en aquel entonces por Canal 5 de Bragado, relatando la experiencia. El hecho resucitó una historia de un siglo atrás que inquieta a los pobladores de Salaberry.
“Cuando vivíamos allí, antes de que se hiciera de noche, ya no íbamos para el monte ni para la capilla”, asegura Benítez, hoy viviendo en el vecino pueblo de San Emilio. ¿Las causas? “Rápidamente se vuelve oscuro, aún de día, y te perdés”, afirma. La misma sensación la tiene Juan Luján Caputo, quien vive en La Limpia, a 20 km de la estancia. “Después de las cinco de la tarde no se te ocurra caminar por la capilla. Das un paso en falso y no sabes dónde estás”, asegura.
La muerte de la niña determinó el fin del zoológico de los Salaberry, la tragedia dispuso un antes y un después: la provincia prohibió los espacios privados para cautiverio de especies exóticas y los animales de la estancia fueron trasladados a varios zoológicos, entre ellos, al de la ciudad de Buenos Aires. “Quedó un león viejo que nadie quiso y los Salaberry hallaron la forma de ajusticiarlo: hicieron un duelo entre esta bestia y un burro”, cuentan desde la estancia. El acontecimiento concentró a más de mil personas, hubo invitados de los dueños de casa y se acercó gente de toda la región. ¿Quién ganó? “Cuando hacemos la visita guiada todos se sorprenden: ganó el burro”, aseguran fuentes de Montelén. “Hoy nos puede parecer atroz pero en los años 20 no había muchos entretenimientos en el campo”, afirman. + info:la visita guiada por las ruinas de la capilla se hacen a través de reservas. El lugar es propiedad privada y se evita que ingresen los buscadores de presencias del más allá. Instagram: montelenarg
La lechuza,
un boliche de campo de culto
Zona rural de Navarro

“En estos boliches era muy común y tradicional que en los juegos de naipes y bochas se realizaran apuestas por dinero. Pero a mi viejo, Héctor, eso no le gustaba porque entendía que traía problemas. Por lo tanto, nunca lo permitió. Sí que se apostara por la copa o la comida que preparaba mi mamá. Así nace la historia de las comidas en La Lechuza y de ahí las empanadas, los ravioles, los flanes, el pollo al horno. Así empezaron las cenas y almuerzos en tablones e improvisadas mesas con cajones de cerveza y demás. Se cobraba ‘por cabeza’ y hoy también”, de esta manera cuenta Oscar Rivas el principio de unos de los comedores de campo más reconocidos.
La Lechuza está a 8 kilómetros de Navarro. Las casas y la ciudad quedan atrás. La tranquilidad se siente y el centenario boliche atrae con luz propia. No en vano es un lugar que marca un antes y un después en la experiencia de comer en un entorno rural. Impone respeto su historia y la legión de fieles seguidores que los fines de semana recorren, en algunos casos, cientos de kilómetros para saborear la especialidad de la casa: el pollo al horno de barro. Las cosas como son: hay que llegar con tiempo y saber reconocer que asistiremos a un guion gastronómico importante. Es necesario abrir los sentidos y asimilar las emociones. Los aromas y los platos de La Lechuza, la amable atención de los Rivas, toda la familia involucrada y con verdadero compromiso con el trabajo auspician el camino a la felicidad.
“Sencillez, naturalidad, cordialidad y esfuerzo en hacer las cosas lo mejor que sabemos. Los domingos nos encontramos las 3 generaciones de Rivas en La Lechuza: Chola, mi esposa Eli y yo. Eli, desde hace 30 años, es la encargada de la cocina junto con alguno de mis tres hijos: Ornella, Franco y Gonzalo. Este es un factor por el que viene tanta gente. Y otro puede ser el hecho de que estamos haciendo lo que nos gusta y quizás se note”, explica Oscar.
“El boliche data de hace más de 100 años. Era el comercio intermedio entre pulpería y almacén de ramos generales, es decir, tenía algo de los dos. Una edificación muy pequeña en una de las tradicionales esquinas de campo, donde el vecindario adquiría las provisiones necesarias para la casa y donde se distraía en los momentos libres de los trabajos del campo, con los divertimentos de la época: naipes, bochas, carreras cuadreras y hasta desafíos de carreras ‘de a pie’ y, por supuesto, las infaltables rondas de copas. Cada boliche le daba nombre a la zona y tenía la impronta de su propietario”, cuenta Oscar.
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