Splash de torpedo en el agua, dice Elizalde y aunque su tono de voz es suave me incorporo de un salto como si hubiera escuchado un grito. Con las cuchetas desarmadas dormimos tirados en el piso, sobre las frazadas o la ropa que cada uno consigue y amontona en el rincón que encuentra disponible. Máxima profundidad, ordena el comandante y se inician maniobras evasivas. A Fernández le ordenan eyectar un alcaseltzer para que burbujee y desoriente al torpedo, así que corre hacia el baño de suboficiales en donde se encuentra el eyector, pero la puerta está cerrada, hay alguien adentro, golpea con desesperación, algunos lo chistan para que no haga ruido, el torpedo busca el ruido, nos busca como olfateando el sonido, cualquier pequeña cosa que pueda escuchar, Heredia sale del baño en pelotas, tironeando hacia arriba su calzoncillo, con el overol caído hasta los tobillos, Fernández entra e inicia maniobras: abre el compartimento del eyector, introduce el señuelo en el tubo, cierra el compartimento, ahora tiene que abrir la válvula para llenar el tubo con agua pero decide saltearse ese paso para ahorrar unos segundos, va entonces a abrir la válvula de aire que se encuentra sobre el inodoro para que el aire inyectado a presión en el tubo del eyector empuje al falso blanco, pero no puede, hace fuerza, prueba con las dos manos, pero la válvula está pegada y no se mueve un milímetro. Nobrega, que lo está viendo, hace una seña hacia proa y se mete también en el baño para ayudar; desde proa llega Grunwald con una barreta, hace palanca y logra abrir la válvula, el señuelo sale despedido y comienza a burbujear; Heredia termina de subirse el overol, se persigna, se encamina a la zona de torpedos; por el eyector entra una bocanada de agua, que entre los que permanecen en el baño tratan de tapar; chorrean agua los tres mientras escuchan cómo se acerca el torpedo enemigo –la hélice zumbona girando locamente– cada vez con mayor intensidad; Linares se aferra al rosario que lleva en el cuello y mueve los labios en silencio, estará rezando mientras el torpedo se acerca, se acerca y yo me digo que quizá en el barco que lo ha disparado hay alguien imaginando nuestra explosión, el hueco infernal en la coraza del submarino que aumentará la presión hasta hacernos estallar en pedazos, de adentro hacia afuera, a todos y cada uno de nosotros, como si nos inflaran e inflaran hasta hacernos reventar. No habrá tiempo para nada, ni para gritar, ni para huir, ni para oír, ni para ver, la sangre teñirá el agua de un rojo restallante que poco a poco irá diluyéndose hasta volverse sólo agua. Las luces oscilan, estamos con poca batería, el comandante pregunta: ¿Remanente? Veinte por ciento, le responden. Zumba a estribor el torpedo. ¿Remanente? Quince por ciento, y sigue el torpedo, lo escucho, zumba y sigue, zumba y sigue. ¿Remanente? Diez por ciento, el submarino vibra, el comandante ordena detener máquinas para que no se agoten las baterías, se hace un silencio aún mayor, nada se oye, derivamos suavemente y el agua transparente retrocede al rojo y la sangre vuelve a los miembros y los miembros al cuerpo y los cuerpos al submarino y el hueco se sella y la chapa se restablece mientras el torpedo sigue de largo hasta que dejamos de escuchar la maldita pequeña hélice de su motor.
J.M.G. Le Clézio
Azar
(2016)
A los cincuenta y ocho años, Juan Moguer se encontraba más bien en su decadencia. Había vivido hasta entonces sin preocupación, en un torbellino de dinero, de gastos, de mujeres. Siempre atacado por las revistas, alegremente perseguido por aquellos mismos que lo habían adorado públicamente y que habían contribuido a su fortuna.
Para sus cincuenta años, Moguer había hecho una locura. Había realizado su sueño de chiquilín, mandando construir según sus planos, en los astilleros navales de Turku en Finlandia, un velero de ochenta pies principalmente en caoba, estilizado como un ala de albatros, al que había dado el nombre de Azzar, en recuerdo de la pequeña flor del naranjo que adornaba la cara feliz del dado con el cual él se medía con la fortuna, cuando era adolescente en Barcelona, en las Ramblas. Durante la realización del navío había velado hasta por los menores detalles, eligiendo las variedades que revestían el interior, la decoración y cada elemento que debía contribuir a hacer del Azzar a la vez su residencia ideal y su oficina de producción.
Había dedicado un cuidado particular al camarote delantero –lo llamaba pomposamente el camarote del armador– diseñando una cama monumental y triangular que ocupaba el extremo de la proa. Una cama donde los sueños tenían que poder prolongarse más allá del dormir, entre cortinas de satén negro, una suerte de balsa de lujo para deriva amorosa, o simplemente un olvido del mundo en el balanceo sedoso de las olas contra la roda, en alguna parte entre las islas y la tierra firme. Contiguo a la habitación había mandado acondicionar un cuarto de baño en madera gris, desde cuya inmensa bañera turquesa podía adivinar la línea oscura del horizonte. Finalmente, como no quería depender de nadie, se las ingenió en todo lo que podía simplificar la maniobra, conectando los cabrestantes y los cordajes a un tablero eléctrico que podía manejar solo desde la caseta del timón. La vela mayor y la vela de mesana se enrollaban sobre sus botavaras y el trinquete sobre su estay.
Era lo que siempre había querido. Ser libre. Desembarazarse de todos sus bienes inmuebles y terrestres, sus departamentos en Nueva York, en Barcelona, sus muebles, sus autos, sus baratijas acumuladas en el curso de veinticinco años de cine, las condecoraciones y las recompensas, las cartas y recortes de prensa, los regalos, las fotos, los recuerdos. No había conservado más que lo necesario, aquello que necesitaba para continuar trabajando, aquello que pudiera entrar en el espacio del navío. Sin duda era la soledad lo que había guiado su elección. Después de su divorcio de Sarah, después de tanta celebridad, de tanta ligereza, Juan Moguer había comprendido por fin que se encontraba absolutamente solo. No estaba rodeado sino de servidores y de parásitos. Los grandes años, en la época del rodaje de Reino de la media luna, sobre los cayos a lo largo de Belice, eran una ola que se retiraba, dejando lugar al silencio. Era precisamente ese silencio que siempre había esperado. Refugiado en su castillo flotante, en el cockpit de madera oscura donde brillaban los instrumentos de cobre, Moguer pasaba a veces largas jornadas mirando caer la lluvia en la ensenada del puerto, en Palma de Mallorca, donde volvía a pasar el invierno. O bien iba solo a la ciudad, a sentarse en una terraza de café sobre el Paseo, para fingir que leía guiones, siempre las mismas historias estúpidas que le enviaban, estúpidas y aburridas, una papilla sentimental nauseabunda. A bordo del Azzar, dictaba su correspondencia a una secretaria temporal, o bien recibía visitantes interesados que buscaban un apoyo, dinero, un papel mínimo. Llegaba a encerrarse en un mutismo obstinado y vengativo, una suerte de astenia mental que lo invadía poco a poco, como una droga.
Sin que pudiera llamarlo amigo suyo, el único hombre con el que había guardado una relación sostenida era su piloto, un tal Andriamena, originario de Madagascar. Era un hombre al que no se le podía calcular la edad, alto y delgado como un adolescente, con un rostro liso, con algo de asiático pese a su piel muy negra. A bordo del Azzar se mantenía siempre en un silencio perfecto, discreto y tan presto a actuar como a dormir. Hablaba una lengua extraña mezcla de francés, inglés y créole; pero la verdad era que apenas hablaba. Por causa de su silencio Moguer había podido soportarlo tanto tiempo. Además, y sobre todo, Andriamena era un marino extraordinario que navegaba instintivamente, sin leer los mapas ni ocuparse de los instrumentos. Capaz de adivinar el tiempo con un día de anticipación, con sólo oler el aire u observar las nubes; capaz de maniobrar sin falla a ras de los escollos; capaz de las más locas temeridades como de la mayor prudencia. Moguer lo había conocido en Palma de Mallorca el año que precedió a su travesía por el Atlántico. Andriamena había sido desembarcado allí después de una oscura pelea, sin papeles, sin equipaje, con apenas un pantalón blanco y una camisa africana, esperando una admisión. Si el Azzar no hubiese llegado, probablemente habría terminado en una prisión, a la espera de que las autoridades encontrasen un país donde expulsarlo. Se había instalado a bordo del navío con naturalidad, exactamente como lo habría hecho un gato. Y Moguer lo había contratado, sin duda porque le gustaba esa manera de no exigir nada, de no pedir nada y de ocupar su lugar. Andriamena había servido primero como marinero, luego había reemplazado por su cuenta a casi toda la tripulación. Cuando Moguer proyectaba un crucero un poco prolongado, Andriamena reclutaba dos marinos, un cocinero, una sirvienta. Pero durante los meses de invernada, o cuando la escala en Palma se prolongaba, despedía a esa gente y hacía el trabajo él solo. Iba al mercado, cocinaba platos a la vez picantes y repetitivos, grandes marmitas de arroz al azafrán sembradas de camarones deshidratados, y cubos de verdura sazonada con pimentón. Aquello le recordaba a Moguer su infancia, esa suerte de pobreza áspera y obstinada que llegaba hasta el goce. Combinaba muy bien con el lujo grandilocuente de su castillo flotante.
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