vvaa - Abordajes literarios

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Organizados en once capítulos de poético orden temático, los cuentos reunidos en Abordajes literarios confirman que el mar es uno de los lugares por excelencia en la historia de la literatura universal: el mar fue siempre posibilidad y desafío, anhelo y nostalgia.
En esta antología no sólo se cuenta sobre naufragios, océanos, puertos, marinos, bestias de mar, barcos y travesías a lo largo de distintas épocas y geografías. El lector también encontrará relatos sobre la voluntad de dominio, historias de mujeres pirata y monstruos marinos. Abordajes literarios contiene cuentos raros y desconocidos y por supuesto clásicos –en nuevas traducciones–, entre otras derivas.
Se incluyen, entre otros, textos de Claudia Aboaf, Mónica Ávila, Emilia Pardo Bazán, Ambrose Bierce, Ray Bradbury, Arnaldo Calveyra, Carlo Collodi, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad, Daniel Defoe, Lord Dunsany, Victoria Esplugas, C.E. Feiling, Góngora, Philip Gosse, Jorge Goyeneche, Patricia Highsmith, Franz Kafka, conde de Lautréamont, J.M.G. Le Clézio, Valeria Limardo, Jack London, Stéphane Mallarmé, Juan Mattio, Guy de Maupassant, Herman Melville, Jules Michelet, Edgar Allan Poe, Patricia Ratto, Juan José Saer, D.F. Sarmiento, Marcel Schwob, Mary Shelley, Robert Louis Stevenson, Bram Stoker, Antonio Tabucchi, León Tolstói y Jules Verne.

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–¡Fuego a bordo!

El que gritó pudo ahorrarse el esfuerzo, las llamas nos lamían el trasero a los del puente, venían de abajo, de la cocina lo más probable, el tiro de la escalera las azuzaba como un soplete. El incendio parecía grave, así es que a pesar de la marejada, lanzamos los botes salvavidas para trasbordar al Bikote. No tuve que discutir con Arrozagasti.

–Pasa tú, yo me quedo a ver si controlo esto.

–Me parece bien, pediré auxilio por radio, sé más inglés.

La decisión del capitán fue comentada sobre la marcha, en la misma escala de viento, los hay que ironizan hasta en las situaciones más críticas.

–Un tío sincero, dice lo que piensa.

–Pero piensa poco.

–Y en inglés menos.

El fuego no fue ninguna broma, pero mientras no fuera infernal de necesidad me quedaría a bordo, intentando controlarlo con un piquete de voluntarios. Una paradoja absurda lo de las llamas con varios icebergs a la vista, un absurdo riesgo entre el churrasco y el congelado. Era responsable ante el armador y no me movería de allí hasta conseguirlo, algo disipó mi razonamiento, sonaron unos gritos, no supuse cuán precaria y repentinamente abandonaría el barco aun en contra de mi obligación, las angustiadas voces provenían de la mar.

–¡Ayuda! ¡Ayuda!

–¡Socorro!

Oí los gritos de auxilio y no lo dudé, el barco podía irse a pique pero no dos de mis hombres. Los vi allí, sobrenadando entre las olas, gracias a que íbamos en rastreo pudieron sujetarse al filamen, uno en las malletas y otro en el vuelo de la boca del arte. La rapidez era fundamental, con el agua a cien bajo cero te congelas en un suspiro. Sin dudarlo me lancé al agua, tengo el don de actuar de forma automática en los casos de accidente, cuando más grave más rápido, sin darme cuenta pero con rigor y eficacia. Me lancé desde la popa con un cabo atado en la cintura y otro en la mano, si consiguiera atarlos nos halarían fácilmente, que lo consiguieran a tiempo ya era otro cantar, dependía de otros reflejos. Me tiré de pies y ni lo pensé. La sensación que tuve al hundirme en el agua fue doble y terrible. La primera el frío, un frío atroz, un irme convirtiendo, según me hundía, en barra de hielo, a velocidad de vértigo, los juanetes, las corvas, el sexo, la tabla del pecho, el garganchón y hasta la coronilla rígidos, helados, un esfuerzo ímprobo para moverme en lucha contra la impotencia física y la pereza mental del déjalo, no tienes nada que hacer. La segunda sensación fue de espanto al caer en la cuenta de que no sabía nadar, pero en los casos extremos me funciona el automatismo, actué como si supiera, avancé nadando a lo perro, estilo que no falla jamás; los tres kilométricos metros que me separaban de Lolo pude superarlos, miré a Carín, a unos quince metros de donde yo estaba, una distancia sideral, y tomé una de las decisiones más terribles de mi vida, para salvar a uno tenía que dejar morir al otro; la lógica, el tiempo y el espacio me hicieron condenar a Ricardo.

–¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

No me olvidaré nunca de su voz, de su rostro, de su angustia, de su nombre, “ayúdame”, me pedía Manuel Veiga Varela, de veintidós años, casado, con un hijo, natural de Moaña y vecino de Trintxerpe, casi rozándome las manos.

–¡Ven por min! ¡Ven por min!

Menos me olvidaré de Ricardo Souto Barreiro, de veinticinco años, casado, con tres hijos, oriundo de la Puebla del Caraminal, natural de Trintxerpe y vecino de Pasajes Ancho, lejísimos, con lágrimas en los ojos me pedía un “ven por min, ven por min”, en letanía interminable. Se dio cuenta desde un principio que no haría nada por él.

–¡Sujeta el cabo, leche!

Apenas me quedaban fuerzas cuando se lo lancé sobre los brazos, se me acabaron, Lolo no tenía más que soltar la malleta y aferrar el chicote, pero no lo hizo.

–No puedo mover los dedos.

–Muévelos cojones, muévelos y agárrate.

–No puedo.

Las olas nos zarandeaban como a corchos de palangre a la deriva y no obstante, a pesar de su fragor y estruendo, no acallaban el susurro que llegaba nítido y acusador a mis oídos.

–Ven por min. Ven por min.

Mientras imaginaba recursos imposibles mis músculos se abandonaban a la rigidez de la congelación, mente y cuerpo se contradecían aunando esfuerzos para perderme, estaba perdido y mi sentimiento único, obsesivo, era de culpa.

–Por los clavos de Cristo, agárrate.

Lolo me sonrió como disculpándose.

–Non teño maus.

Se quedó sin manos y sin habla, como iba a quedarme yo de un momento a otro, no me olvidaré de la expresión de sus ojos claros, plácida, de su sonrisa tranquila, de la belleza que adquirió de pronto su rostro, tan guapo como no lo fue jamás en vida. Comprobé la realidad de una leyenda, los que mueren congelados lo hacen sonriendo.

–Ven por min...

Hice un último esfuerzo, giré mi cuerpo hacia la red y confirmé lo que no me había ofrecido dudas desde un principio, lo imposible de los quince metros.

–Ven...

Miré hacia Carín, conecté con su mirada y en ese instante, para ampliar el horror hasta lo insoportable, dejó de repetir el ven por mí. La sombra de barba de su rostro imberbe le daba un aire angelical, trágico y hermoso, muerto y seguía llorando con una sonrisa de felicidad eterna, seguía llorando después de muerto, sonreía. Los dos quedaron con el noble aspecto de estatuas griegas esculpidas en hielo, no sentía mi cuerpo, probablemente yo fuera otra estatua de cristal. Una idea absurda cruzó por mi mente pero me aferré a ella como a una tabla de salvación, no sonreír, mientras no sonriera algún milagro podría resucitarme, la clave era no sonreír, fruncí el ceño, apreté las mandíbulas y agoté el recuelo de mi voluntad oprimiendo los labios. No sé exactamente lo que ocurrió, lo que me contaron, quedé flotando a merced de las olas y una de ellas me embarcó en el bote salvavidas que venía en nuestra ayuda, un salvamento milagroso, “menuda cara de mala leche tenías” me dijeron mucho después. Aguanta y no sonrías fue mi último pensamiento lúcido, cuando me desperté a bordo del Bikote me estaban sacudiendo más leches que en el cuartelillo de la guardia civil, no podía mover ni las pestañas, para hacerme entrar en calor, para que reaccionara, me habían desnudado y se afanaban en golpes, masajes, agua hirviendo y plancha, hasta me plancharon, envuelto en mantas me pasaron la plancha eléctrica y ese debió ser el mejor remedio, todavía tengo en la espalda cicatrices de las quemaduras pero eso debió salvarme. Abrí los ojos y conseguí pronunciar dos palabras, los dos nombres foco de mi elipse obsesiva:

–Lolo... Carín...

–No te preocupes, les hemos perdido pero no te preocupes, has hecho todo lo que has podido. Ocúpate de ti.

Claro que yo quería vivir, pero me sentía un canalla total, un sentimiento de culpa tan agobiante que me llevaba la imaginación a sus rostros en una elipse sin escapatoria, obsesiva, los dos agarrados al filamen, con las siras amarillas de sus trajes de agua, mirándome sonrientes. Manuel Veiga Varela y Ricardo Souto Barreiro fueron mi pesadilla durante más de un año, me despertaba a medianoche con sus rostros clavados detrás de mis pupilas, pasó más de un año hasta que me pudiera volver a sonreír frente al espejo a la hora de afeitarme.

–Non teño maus.

–Ven por min.

Respiraba, nada tan reconfortante como respirar, el café me supo a hotel de cinco estrellas, pero la obsesa doble imagen de Lolo y Carín me impidió su disfrute, el sentimiento de culpa era agobiante y el tenérselo que explicar a sus mujeres una tortura a la que me sometería como expiación de mi pecado. Cualquier gesto, cualquier movimiento me producía otra tortura, unos dolores articulares tremebundos, como si tuviera oxidados los más íntimos resortes y cartílagos. El café me supo a gloria y me sentó como un tiro, me asusté, algo en mi interior se había roto, un cristal de hielo hecho trizas con las aristas rasgando cuanta entraña salía a su paso, no era dueño de mi cuerpo, la piel en ronchas blancas y rosas, los labios amoratados, en trance de muerte y no había visto mi biografía en ese instante crucial como dicen ver los ahogados sino los dos rostros de sonrisa feliz, irresponsable. La mar turbia, intentando borrarlos de mi mente, golpeaba contra el casco, el grito de no sé quién sonó como una alucinación.

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