Otros relinchaban al filo del muelle, espantados por el mar. Una pluma los iba alzando para depositarlos en la cubierta de un barco, donde se tropezaban los viajeros entre barriles de sidra, cestos de quesos, sacos de cereales; se oían cacarear gallinas, el capitán blasfemaba y un grumete permanecía de codos en la borda, indiferente a todo. Félicité, que no lo había reconocido, gritaba: “¡Víctor!”; el grumete alzó la cabeza; pero justo cuando Félicité se lanzaba hacia él retiraron la planchada.
El paquebote, que unas mujeres remolcaban cantando, salió del puerto. Crujía su casco, pesadas olas fustigaban su proa. Ya establecidas sus velas, no se vio a nadie en cubierta; sobre el mar, plateado por la luna, se vio como una mancha negra que palidecía, se borroneaba, hasta que desapareció.
Al pasar por el Calvario, Félicité quiso encomendar a Dios lo que más quería; y rezó mucho tiempo, de pie, bañada en lágrimas la cara, los ojos hacia las nubes. La ciudad dormía, rondaban unos aduaneros; y por las bocas de la esclusa caía el agua, sin parar, con rumor de torrente. Las dos sonaron.
El locutorio no se abriría antes del amanecer. Y si volvía tarde, se enfadaría la señora; entonces, a pesar de su deseo de darle un beso a Virginia, Félicité no se quedó a esperar. Cuando entraba a Pont-l’Évêque, se despertaban las mozas de la fonda.
¡Y el pobre muchacho, durante meses, iba a rolar sobre las olas! Sus viajes anteriores no la habían asustado. De Inglaterra y de Bretaña se volvía; pero América, las colonias, las islas, todo eso estaba allá perdido, Dios sabe dónde, en el fin del mundo.
Desde entonces, Félicité no pensó más que en su sobrino. Los días soleados la atormentaba la sed; cuando había temporal, temía al rayo por él. Y al oír el viento que rugía en la chimenea y arrancaba las pizarras del techo, lo veía azotado por la misma tempestad, en el tope de un mástil partido, el cuerpo echado hacia atrás bajo un manto de espuma; o bien, recuerdo de la geografía en estampas, lo devoraban los salvajes, se lo llevaban los monos a un bosque, moría caminando por una playa desierta. Pero Félicité jamás hablaba de sus preocupaciones.
Madame Aubain tenía otras por su hija.
Las buenas monjas decían que era cariñosa, pero delicada. La menor emoción la perturbaba. Hubo que abandonar el piano.
Su madre exigía al convento una correspondencia fija. Una mañana que el cartero no llegaba, madame Aubain se impacientó; se paseaba por la sala, de la butaca a la ventana. ¡Era verdaderamente extraordinario! ¡Cuatro días sin noticias!
Para que se consolara con su ejemplo, Félicité le dijo:
–Yo, señora, hace ya seis meses que no recibo una...
–¿De quién?
La criada contestó suavemente:
–Pues... de mi sobrino.
–¡Ah! ¡Su sobrino!
Y madame Aubain, encogiéndose de hombros, reanudó su paseo, lo cual quería decir: “¡Ni me acordaba de él!... Y además, qué me importa. Un grumete, un cualquiera. ¡Linda comparación!... Mientras que mi hija... ¡Qué atrevimiento!”.
Félicité, aun criada en la rudeza, se indignó contra la señora, después se olvidó.
Le parecía muy natural perder la cabeza por causa de la pequeña.
Para ella los dos niños tenían la misma importancia; los unía en su corazón, y su destino debía ser el mismo.
El boticario le avisó que el barco de Víctor había llegado a La Habana. Él lo había leído en un periódico.
A causa de los puros, Félicité se figuraba que La Habana era un país donde no se hacía otra cosa que fumar, y que Víctor circulaba entre negros en medio de una nube de humo de tabaco. ¿Se podría, en caso de apuro, regresar por tierra? ¿A qué distancia estaba de Pont-l’Évêque? Para saberlo, consultó a monsieur Bourais.
El hombre recurrió a su atlas, y empezó a dar un montón de explicaciones acerca de las longitudes, ante el pasmo de Félicité se le dibujó una sonrisa bondadosa, de maestro. Con su lapicera, señaló en los picos de una mancha ovalada un punto negro, imperceptible, y dijo:
–Aquí está.
Félicité se inclinó sobre el mapa, su red de líneas y colores le cansaba la vista sin decirle nada; y como Bourais la invitó a explicar su perplejidad, ella le pidió que señalara la casa donde estaba Víctor. Bourais alzó los brazos, estornudó, se rio muchísimo, tanta era la comicidad que suscitaba en él semejante candor; Félicité no entendía, tal vez pensaba que podría ver sobre el mapa hasta el retrato de su sobrino, tan limitado era su entendimiento.
Pasados quince días, a la hora del mercado, como de costumbre, entró Liébard a la cocina, traía para Félicité una carta que le mandaba el cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Félicité recurrió a la señora.
Madame Aubain, ocupada con una labor de aguja, acercó el sobre a ella, lo rompió, abrió la carta, y estremecida, en voz baja, con una mirada profunda, le dijo a Félicité:
–Es una desgracia... que te comunican. Tu sobrino...
Había muerto. La carta no decía más.
Félicité se derrumbó sobre una silla, con la cabeza en la pared, y cerró los párpados, que de pronto se le pusieron color de rosa. Después, inclinada la frente, las manos colgando, fijos los ojos, repetía a intervalos:
–¡Pobre muchachito! ¡Pobre muchachito!
Liébard la miraba suspirando. Madame Aubain temblaba un poco.
Le propuso ir a Trouville a ver a su hermana.
Félicité contestó, con un gesto, para qué.
Hubo un silencio. El bueno de Liébard juzgó conveniente retirarse.
Entonces Félicité dijo:
–¡A ellos qué les importa!
Volvió a bajar la cabeza y de vez en cuando, maquinalmente, levantaba las largas agujas sobre el costurero.
Frente a la casa, pasaron unas mujeres con angarillas de las que colgaba ropa goteante que venían de lavar.
Félicité, al verlas a través de los cristales, se acordó de su colada; la había hecho el día anterior, había que aclararla; salió entonces de la casa.
Su tabla y su tina estaban en la orilla del Toucques; echó junto a ella un montón de camisas, se arremangó, y empezó con su tarea; tan fuertes eran los golpes que daba, que podían oírse desde las huertas vecinas. Los prados se veían desiertos, el viento agitaba el río; al fondo, se inclinaban grandes hierbas, como cabelleras de cadáveres flotando en el agua.
Raúl Guerra Garrido
La fría letra
(La mar es mala mujer, 1987)
El frío. En Terranova, cuando el frío arrecia los demás problemas no existen. El frío es una telaraña que te envuelve, un alcohol que te empapa, un bisturí que te rasga y si bajas por un segundo la guardia, un suspiro de cristal que se quiebra. Cuidado con las orejas, el aire corta como navaja de barbero. Ninguna ropa de abrigo es demasiado, me solía proteger las partes rellenando de guata los calzoncillos, que te la rascas y la notas tan ajena como la de un muñeco de trapo. El barco sufre lo mismo y además se carga de hielo, se acumula tanto hielo, tanto peso, que si no se lo quitáramos a golpe de mandarria se hundiría. De las pastecas cuelgan cabos engrosados por el hielo que no se abarcan con las dos manos. Los barcos quedan de adorno, como los barquitos de azúcar escarchada en el interior de las botellas de anís. Y hay que trabajar con esas temperaturas, no hay quien trabaje, que a veces te metes en el frigo para calentarte un poco los sabañones. El frío a veces es un frío que te congela literalmente.
–¿No hueles a quemado?
Rastreábamos por el Banana Bank, en el estrecho de Davis, la entrada a la bahía de Baffin. El que le llamó banana a ese banco era un humorista. En el Bidebieta.
–Con este catarro no huelo ni mis propios vientos.
Llegar hasta la Baffin Bay es subirse al techo, pero entraban y no era cuestión de perder la racha. Un frío atroz, la calefacción a tope y supongo que el origen fue un cortocircuito, el mantenimiento era por aquellos días tan minucioso que los enchufes eléctricos ni siquiera llevaban la grapa que los machihembra sin vibraciones.
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