Están acostados los otros, cada uno en su cucheta, quietos, callados, con los ojos cerrados, tratando de dormir. Yo también estoy en mi cucheta, pero aún no duermo, me he quedado mirando hacia arriba, el fondo de la cucheta superior que es como un techo de la mía, o una tapa, miro hacia arriba y veo esa cucheta sabiendo que debajo está la mía y debajo de la mía a su vez hay otra, con alguien que también duerme o trata de dormir; todos apilados estamos, acaso todos muertos, un ataúd sobre otro, sólo que aún no nos hemos dado cuenta. ¿Podrá en verdad uno morirse y no saberlo?
Me despierto sobresaltado, he tenido de nuevo pesadillas, algunos sueños se repiten, con leves variaciones son más o menos los mismos. Hay movimiento en el área del sonar; algo pasa. Me acerco a la cocina en busca de un café, Almaraz se está sirviendo en uno de los jarritos de acero y, en el momento en que el café va llegando a la mitad de la taza, llaman a puestos de combate. Desisto del café. Almaraz toma un trago de su taza, la deja en la pileta y sale hacia el compartimiento de control, está de planero de popa de combate. Me dirijo a sala de máquinas y, en el trayecto, veo a los tres sonaristas trabajando: Elizalde y Medrano sentados, con sus auriculares puestos, Cuéllar de pie, recibe los auriculares de parte de Medrano para confirmar algún rumor y luego se los regresa. En realidad no están ahí en el sonar, no están acá, están afuera, en el agua, son puro oído internándose en un laberinto de ecos y rumores, a la espera de lo que el mar les traerá. Rumor hidrofónico al azimut cero siete nueve, dice Cuéllar, luego de consultar con Elizalde y Medrano, e inician el ploteo para la clasificación del blanco. Rumbo cero siete cero, caer a babor cuarenta grados, ordena el comandante, y ponemos proa al buque enemigo siguiendo las estimaciones de los sonaristas. En sala de máquinas ya están Albaredo, Soria y Torres, otra vez la dotación que corresponde a este turno está completa, no sé por qué dos por tres hay uno que sobra, seguro alguien se confundió al armar las guardias. Igual me doy una vuelta para chequear los motores, aunque estoy seguro de que Albaredo ya lo ha hecho, necesito estar ocupado, como todos, mientras transcurre la espera, ese tiempo en suspenso del vamos-a-ver-qué-pasa. En eso descubro que mis botas ya no están en donde las había dejado, otra vez la broma, seguro las llevaron al sitio de siempre pero ahora eso es lo que menos importa, estamos decididamente en guerra, el enemigo se acerca y quién sabe cómo diablos va a seguir esto. Así que me quedo por aquí, por si me necesitan, pero un poco asomado a la zona de timoneles, y con el oído atento a lo que digan los sonaristas, la vista alerta para detectar el más mínimo gesto. Estarán escuchando el batir de las paletas del motor del buque y tratando de detectar... Destructor del tipo veintiuno o veintidós, anuncia de pronto Medrano en un susurro hacia comando. Emisión de sonar tipo uno ocho cuatro, agrega. Y todo se vuelve lento y silencioso, sólo gestos, movimientos medidos al compás de la espera. El comandante ordena caer en la dirección del blanco –Almaraz y Polski operan los planos; Navarrete, el timón– y aumentar la velocidad al máximo para acortar la distancia, los motores a toda máquina y en comando hay mucho movimiento. El comandante ordena exponer el periscopio de combate, hay un oficial junto a él; ahora se dispone a mirar hacia afuera para tratar de avistar el blanco. Hay mucha niebla, le dice el comandante al oficial y, mientras el oficial mira a su vez por el periscopio, yo me digo que quizá sea aquella misma niebla que ocultó nuestra partida en el puerto, que nos ha rodeado siempre y navega con nosotros como otro tripulante silencioso. Abajo periscopio, ordena el comandante, el oficial tampoco ha podido ver nada, nada más allá de la niebla. El blanco opera con helicópteros, anuncia Elizalde hacia comando, a una velocidad de dieciocho nudos, agrega. Ahora, aunque nadie diga nada, todos sabemos que la cosa se va a poner difícil; no va a ser sencillo disparar un torpedo y luego huir de los helicópteros. Camino lentamente en dirección a proa, Rocha sale del baño hacia su puesto, Egea me cruza con una bandeja con dos vasos vacíos y entra a la cocina, sigo avanzando, el cocinero lee Nippur de Lagash recostado en su cucheta; más adelante, sobre la mesa frente a los torpedos un lápiz tiembla con leves y nerviosas oscilaciones sin decidirse a rodar hacia uno u otro lado. Ya en proa lo veo a Olivero de pie, apoyado contra uno de los tubos lanzatorpedos. Grunwald y Heredia están sentados en el banco de babor, de perfil a los torpedos, me detengo unos pasos antes de llegar hasta ellos. La orden del comandante de disparar un torpedo contra el blanco detectado nos alcanza. Se va a realizar el lanzamiento en forma manual porque la computadora de control de tiro sigue sin funcionar. Se detienen los motores del submarino para poder operar y hacer los cálculos con más precisión. Un oficial llega con los datos que se necesitan; Olivero inicia las maniobras, abre la llave para inundar el tubo, se escucha girar la hélice del torpedo con un zumbido sordo, siseante, se abre la escotilla de lanzamiento. Por detrás de mí los otros comienzan a desenganchar con cuidado las cuchetas y a apilarlas a babor, para dejar libre el acceso a la sentina de torpedos. Grunwald lo mira a Heredia: tenemos que ponerle un nombre, le dice, es el primer torpedo de verdad que lanza la Armada Argentina. ¿Un nombre?, pregunta Heredia. Sí, para el torpedo, Mar del Plata, llamémoslo Mar del Plata, y crucemos los dedos para que dé en el blanco. Seguramente Marini acaba de oprimir el botón de lanzamiento en la computadora (eso sí funciona, el comando de lanzamiento, pero no el cálculo de tiro), porque escucho que la hélice acelera y el torpedo se impulsa y sale, cae un poco al entrar en el mar, queda una fracción de segundos suspendido en el agua y luego arranca rumbo al blanco, atado al barco por un hilo –un cordón umbilical que lo alimenta con datos para que busque al objetivo– que se va desenrollando para permitirle avanzar. Nos quedamos todos expectantes, los otros detrás de mí se han detenido, cada cual en lo que estaba haciendo, en el momento justo en que salió el torpedo, mudos, mirando hacia Olivero, hacia el tubo, ahora vacío de torpedo y lleno de agua. Cortó hilo, dice Olivero en un susurro y ahora todos sabemos que lo guiará su cabeza acústica buscando un ruido al que atacar. Y entonces imagino cómo ha de ser aquello que nunca veremos desde esta nave clausurada y ciega, la explosión del torpedo contra el barco enemigo, el fuego, el humo, el estupor, los heridos, la sangre, las cosas que alguna vez vimos en las películas pero que ahora pueden ocurrir en serio, aunque cómo saberlo, no vamos a ver nada, sólo vamos a percibir el eco del estallido y a sentir quizá algún cimbronazo, pero no los gritos, los gritos del dolor y del miedo, el ruido de la muerte apagado por el agua, los otros –los de afuera– flotando. Pero la detonación no llega, pasan los minutos y nada, quizá el torpedo ha seguido de largo, habrá terminado su batería y habrá caído en el fondo del mar, desactivado, muerto. Entonces lo veo a Grunwald que lo codea a Heredia y señala hacia arriba trazando círculos en el aire con el dedo índice alzado: yo también las escucho, hélices de helicópteros, los helicópteros que escoltan al barco al que intentamos dispararle han detectado –desde arriba– la estela que ha trazado nuestro torpedo y nos buscan. De pronto, Grunwald cierra los ojos, se sobresalta, los abre y le dice a Heredia: gordo, tu señora tuvo familia, un varón, fijate la hora, ya vas a ver que nació a esta hora. Heredia consulta su reloj y lo abraza. Se inician maniobras evasivas. Descendemos. Los otros retoman su trabajo de desmontar las cuchetas, pronto va a haber que cargar algún nuevo torpedo. Yo decido volver a sala de máquinas. El barco se inclina, la cortina de detrás de la mesa de proa se corre levemente y alcanzo a ver mis botas, nos estamos sumergiendo más y más, las hélices de los helicópteros se escuchan un tanto apagadas pero sabemos que aún siguen ahí.
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