Confío en que mi desgracia sea adecuadamente considerada por todo el mundo. Fue una circunstancia que no podía prever. Y no contaba con oficiales suficientes, si me hubieran concedido infantes de Marina, lo más probable es que esto no hubiera ocurrido nunca. No tuve compañeros enérgicos y valientes. Y por eso nos trataron los amotinados como nos trataron. Mi conducta está libre de culpa, atado como estaba desafié a todos los villanos a que me hirieran. Hayward y Hallet eran guardiamarinas de la guardia de Christian, pero no dieron la alarma de lo que sucedía, y me los encontré en cubierta, despreocupados hasta que se les ordenó bajar al bote. Hallet ha resultado ser un sinvergüenza tan descarado como inútil, pero te ruego que no cuentes nada hasta que llegue a casa.
Sé lo conmocionada que estarás por este asunto, pero te pido, mi querida Betsy, que pienses que todo esto ya ha pasado y que de nuevo esperaremos la felicidad futura. Nada me sostiene ni podría sostenerme tanto como la conciencia clara de que he actuado bien como oficial. No puedo escribir a tu tío ni a nadie, pero mis cartas públicas les revelarán que mi conducta ha sido intachable, mi reputación permanece respetable, y mi honor inmaculado. He salvado los libros de cuentas, de modo tal que todo podrá comprobarse, que todo estará bien. Da mi bendición a mi querida Harriet, a mi querida Mary, a mi querida Betsy y a mi querido pequeño desconocido, y diles que pronto estaré en casa. A ti, mi amor, te daré todo lo que un esposo enamorado pueda.
Amor, respeto y todo lo que hay o habrá en poder de tu siempre enamorado amigo y esposo.
Stéphane Mallarmé
Brisa marina
(revista Le Parnasse Contemporain, 1866)
¡La carne es triste! Y leí todos los libros.
¡Huir! Huir allá. Siento a los pájaros ebrios
De vagar entre espuma ignota y cielos. Nada,
Ni los antiguos jardines reflejados por los ojos,
Retendrá a este corazón fraguado en mar,
¡Oh noches!, ni la claridad desierta de mi lámpara
Sobre el papel vacío que la blancura defiende,
Ni la joven que amamanta a su hijo.
¡Yo partiré! Vapor que balanceas tu arboladura,
¡Leva el ancla hacia tierras exóticas!
Mi hastío, desolado por esperanzas crueles,
Todavía cree en el supremo adiós de los pañuelos.
Y puede ser que los mástiles, que invitan a la tormenta,
Sean de los que un viento sobre el naufragio
Inclina, perdidos, sin mástiles, sin mástiles ni fértiles islotes...
Pero oye, corazón: ¡el canto de los marineros!
Guy de Maupassant
Rumbo a lo más desconocido
(Sobre el agua, 1888)
Dormía profundamente cuando el patrón Bernard arrojó arena contra mi ventana. Apenas abierta, recibí en la cara, en la piel, y hasta en el alma, el soplo frío, delicioso, de la noche. El cielo estaba límpido, azulado, vivo del temblor de las estrellas.
Al pie del muro, el marino me decía:
–Buen tiempo, señor.
–¿Viento?
–De tierra.
–Está bien, ahí voy.
Media hora más tarde, yo bajaba a largos pasos por la costa. El horizonte empezaba a palidecer y veía a lo lejos, tras la bahía de Anges, las luces de Niza, y luego, más lejos aún, el faro de Villefranche.
Ante mí, vagamente en la sombra pálida, se aparecía Antibes, con sus dos torres, entre los viejos muros de Vauban. Por las calles, algunos perros y algunos hombres, obreros recién levantados. Por el puerto, nada más que el muy leve balanceo de las tartanas a lo largo de los muelles, y el casi imperceptible chapoteo del agua. Cada tanto, el chirrido de alguna amarra que se tensaba, la fricción de un bote contra un casco. Los barcos, las piedras, el mar mismo, parecían dormir, bajo el firmamento espolvoreado de oro, vigilados por el ojo del pequeño faro alerta sobre el acantilado que domina el puerto.
Frente al astillero del maestre Ardouin, percibí un resplandor, sentí un movimiento, oí voces. Me esperaban. El Bel Ami ya listo para zarpar.
Bajé al salón iluminado por un par de candelabros instalados, como si fueran compases náuticos, junto a los sillones que hacen las veces de camas al llegar la noche. Vestí mi chaquetón de mar hecho con piel, me calcé mi abrigado casquete y salí a los muelles. Habían sido ya largadas las amarras, y los hombres, tirando de la cadena, dejaban el ancla a pique. Luego, comenzaron la maniobra de izar la vela mayor, que se elevó, lentamente, en medio de las quejas monótonas de los motones y la arboladura. Una vez arriba, se extendió larga y pálida en la noche, ocultando el cielo y los astros, agitada ya por el viento. Frío y seco, nos llegaba desde la montaña, invisible todavía, pero, según lo sentíamos, cargada de nieve. Era débil, ese viento, apenas despierto, indeciso, intermitente.
Mientras los hombres izaban a bordo el ancla, tomé el timón; y el barco, tal un gran fantasma, se deslizó por sobre el agua tranquila. Era necesario, para salir del puerto, maniobrar entre las tartanas y las goletas dormidas. Suavemente íbamos de una dársena a otra, remolcando nuestro bote, corto y redondeado, que nos seguía como un pichón, apenas salido del huevo, sigue a un cisne.
Una vez en el canal, entre el acantilado y el fuerte, el barco, más ardiente, aceleró su andar, pareció animarse como si hubiera entrado en él una alegría furiosa. Danzaba sobre las ligeras olas, innumerables y chatas, surcos móviles de una llanura ilimitada. Al salir de las aguas muertas del puerto, sentía la vida del mar.
No había marejada, dirigí la proa entre los muros de la ciudad y la boya Quinientos Francos que señala el gran canal, luego derivé hasta ponerme viento en popa y puse rumbo para doblar el cabo.
Nacía la mañana, se extinguían las estrellas, el faro de Villefranche cerró por última vez su ojo, y noté en el cielo lejano, sobre Niza, unos resplandores rosados, eran los glaciares de los Alpes cuyas cimas iluminaba la aurora.
Le entregué la caña a Bernard para mirar la salida del sol. La brisa, más fresca, nos hacía correr sobre el oleaje violeta, agitado como si hirviera. Una campana empezó a sonar, lanzando al viento los tres golpes rápidos del Angelus. ¿Por qué el sonido de las campanas parece más urgente al amanecer y más pesado al crepúsculo? Amo esta hora fría y liviana del día, cuando los hombres todavía duermen y se despierta la tierra. El aire está lleno de temblores misteriosos que no conocen quienes se demoran en sus camas. Se aspira, se bebe, se ve que la vida renace, la vida material del mundo, la vida que recorre los astros y cuyo secreto es nuestro inmenso tormento.
Raymond dijo:
–Vamos a tener viento del Este.
Bernard respondió:
–Creería que viento del Oeste, más vale.
Bernard, el patrón, es flaco, discreto, notablemente limpio, cuidadoso y prudente. Barbudo hasta los ojos, tiene la mirada buena y la voz buena. Es hacendoso y franco. Pero todo lo inquieta a bordo, la onda que se encuentra de pronto y anuncia viento en altamar, la nube alargándose por encima del Esterel, reveladora de un mistral por el Oeste, y hasta la subida del barómetro, que también puede anunciar una borrasca del Este. Excelente marino, vigila todo sin pausa, y lleva su afán de limpieza a tal punto que se pone a frotar los cobres apenas una gota de mar los ha salpicado.
Raymond, su primo, es un joven morocho y robusto, de grandes bigotes, infatigable, alegre, igual de hacendoso y franco, pero menos inquieto, menos nervioso, más resignado a las sorpresas y las traiciones del mar.
Bernard, Raymond y el barómetro están no pocas veces en desacuerdo y actúan, sólo para mí, una divertida comedia de tres personajes, uno de ellos, el más preciso, mudo.
–Vamos bien –dice Bernard.
Hemos pasado el golfo de Salis, hemos franqueado Garoupe y nos aproximamos al cabo Gros, una roca plana y alargada a ras de las olas.
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