Yo sentía que no podía ponerme en pie, estaba desesperado. Ser ultrajado por ese cobarde y recibir su ironía insultante después de la victoria me exasperaban de rabia. Comenzaron a agitar mi cuerpo temblores convulsivos, y del deseo de venganza renacieron mis fuerzas. Mis ojos descubrieron algo que brillaba cerca. Durante nuestra lucha la mesa había quedado patas para arriba, cerca de ella mis ojos descubrieron algo que brillaba, y pronto mi mano encerró ese brillo: una navaja.
–¡Infame! Cuida ahora tus entrañas –le grité.
Yo tenía una rodilla en tierra y hacía esfuerzos grandísimos por ponerme de pie. El grandulón retrocedió al ver la navaja y tras ella mis ojos exaltados. Después, sólo recuerdo que le asesté varios navajazos, que él entrecerraba los ojos, se cubría la cara con las manos, y terminó por rogarme, en vano, que cesara el ataque. En eso, alguien me gritó: “¡Qué hace!”. Y yo, sin darme vuelta, respondí:
–Este cobarde asesino quería mi vida, por eso lo he matado.
Tiré el arma, tomé el libro que deseaba leer y salí de la cabina.
Mandaron un sargento de Marina con la orden de conducirme a cubierta. Allí me esperaba el capitán rodeado por sus oficiales.
–¿Qué ha pasado con este jovencito? –le preguntó al primer teniente.
–Este jovencito –le respondió el teniente– ha entrado a la cabina de vuestro secretario y lo ha matado.
El capitán me miró con horror, y sin preguntarme nada, exclamó:
–¡Mi secretario muerto! Encierren al asesino y pónganle grillos... ¡Mi secretario muerto! Lleven al asesino al fondo de la cala, no quiero oír ninguna palabra de justificación, ni una sola... ¡Mi secretario muerto!
Cuando el sargento trató de conducirme, le grité:
–¡No me toque!
Lo rechacé con fiereza, pues ya me sentía un hombre hecho y derecho, y descendí por mis medios, lentamente, a través de la escotilla. Emplazaron un centinela cerca de mi encierro. El capitán, supongo, había hecho caso a una versión de los hechos que me dejaba muy mal parado, pero un guardiamarina llamado Murray se acercó para susurrarme:
–No temas nada; no van a hacerte mal. Nosotros diremos la verdad: que has actuado como un hombre. ¡Coraje!
–¿Temor? –repliqué alzándome de hombros.
Poco después, fue el capitán quien se acercó a mi lugar de encierro.
–¿No tiene vergüenza de su conducta, señor? –me preguntó.
Le respondí con una sola palabra:
–No.
–¡Cómo dice, señor! ¿Le parece manera de contestarme? ¡Póngase de pie! ¡Quítese el sombrero!
Me limité a contestarle, mientras me ponía de pie, que esperaba mi castigo.
–Usted será colgado por asesino, señor.
–Prefiero ser colgado antes que rendirme a los pies de sus servidores.
–¿Está usted loco?
–Sí. Estoy loco. Gracias a vuestro infame tratamiento y al de vuestro teniente, gracias a vuestros injustos castigos, pero no he de someterme, entré a la Marina como futuro oficial, como gentilhombre, y quieren tratarme como esclavo. Arrójeme a tierra y no estaré más a su servicio, ni seré más víctima y juguete de vuestro lacayo.
Di un paso adelante, ni sé con qué intenciones, y él tomándome del cuello me detuvo y me ordenó sentarme sobre el soporte de un cañón.
–¡No! –dije–. Usted mismo me ha prohibido sentarme en su presencia y no volveré a hacerlo.
–Así que no se va a sentar... –me dijo él, aferrándome del cuello con fuerza como si me quisiera asfixiar.
Impedido de hablar, me esforzaba tratando de aflojar sus manos. Él repetía una y otra vez: “Así que no se va a sentar”. Al hacerlo, exhalaba el aire violentamente sobre mi rostro. Impedido de hacer otra cosa, lo escupí en la nariz.
Su semblante, enfurecido, pasó instantáneamente del escarlata a un violeta casi negro. Le resultaba imposible articular una sola palabra. Me arrojó hacia atrás con toda su fuerza, y se retiró a su cabina espumante de rabia. Varios oficiales, sobre todo guardiamarinas, se habían agrupado en torno de nosotros. Volví a levantarme del soporte de cañón contra el cual había sido arrojado. Dos de mis compañeros se acercaron a decirme:
–¡Bien, muchacho! No tengas miedo.
–¿Tengo aspecto de miedo? –fue mi réplica.
Al ponerse el sol, me advirtieron que no volvería a pisar la cubierta durante el resto del viaje, y ya no vi más a nuestro capitán escocés.
El crucero de guerra se convirtió para mí en una sucesión de días festivos. Tenía libros y podía, merced a la lectura, compensar las fallas de mi educación. El secretario del capitán se había restablecido, y aunque bien se cuidaba de mantenerse lejos de mí, cuando se veía obligado a pasar a tiro de mis palabras, con toda malicia, señalando la cicatriz sobre su mejilla, le decía:
–¡Cuidado grandulón! Que no se te ocurra volver a tomar mis libros si no quieres que un gentilhombre te mate.
William Bligh
Un gaje del oficio
(1789)
(Junio de 1789, luego de que un motín encabezado por su segundo lo despojara de la Bounty, y lo abandonara en altamar a bordo de una embarcación abierta junto a unos pocos tripulantes fieles, en la que navegaron más de tres mil millas náuticas para encontrar tierra.)
Querida Bessie:
Me encuentro ahora en un rincón del mundo en donde jamás había pensado estar. Y sin embargo es un lugar que me ha proporcionado alivio y me ha salvado la vida. Tengo además la dicha de informarte que estoy perfectamente bien de salud. Qué emoción sienten mi corazón y mi alma al tener nuevamente oportunidad de escribirte a ti y a mis angelitos. Particularmente porque has estado a punto de perder al mejor de los amigos. Y no habrías tenido a nadie que te mire como yo te miro y habrías pasado el resto de tus días sin saber lo que había sido de mí, o peor aún, habrías sabido que morí de inanición en altamar o asesinado por los salvajes. Todas estas circunstancias espantosas las he combatido con éxito y de la manera más extraordinaria que nunca haya existido, sin perder nunca la esperanza, desde el primer momento de mi infortunio, de que vencería todas las adversidades.
Mi querida Betsy: He perdido la Bounty. El amanecer del 28 de abril, y estando Christian de guardia, él con varios otros entraron en mi camarote cuando estaba dormido y me aprisionaron poniendo bayonetas contra mi pecho, me ataron las manos a la espalda y me amenazaron de muerte si osaba proferir una sola palabra. Igualmente grité pidiendo ayuda, pero tan bien urdida estaba la conspiración que los camarotes de los oficiales se hallaban custodiados por centinelas de modo que ni Nelson, ni Peckover, ni Samuel pudieron acudir en mi auxilio. Me arrastraron violentamente a cubierta en paños menores. Consulté a Christian las causas de semejante acto y le recriminé su villanía. Sólo contestó: “Ni una palabra, señor, o es hombre muerto”. Lo conminé a que actuara y recobrase algo de su sentido del deber, pero no tuve éxito. Vi que otro de los cabecillas que secundaba a este villano era el joven Heywood, y con él iba también Stewart. Christian, a quien yo había asegurado el ascenso cuando regresáramos a casa, y los otros dos, a quienes a cada singladura les había hecho un favor. ¡Es increíble! Estos jóvenes en los que deposité toda mi confianza, estos villanos unidos a la mayoría de los marineros se hicieron con las armas y me arrebataron la Bounty con hurras por Otaheite, adonde pretendían volver. Tengo ahora motivos para maldecir el día que conocí a Christian o a Heywood.
El secreto con que se planeó este motín es imposible de concebir, ninguno de quienes restaron fieles junto a mí tuvo el menor conocimiento o sospecha de lo que se avecinaba. Incluso el señor Tom Ellison se aficionó tanto a Otaheite que también se hizo pirata. He sido cazado por mis propios perros.
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