Miguel Ángel Hernández - El Arte a contratiempo

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Frente al tiempo lineal, acelerado y capitalizado del presente, en las últimas décadas un gran número de artistas ha tratado de explorar modalidades alternativas de experiencia temporal: interrupciones, demoras, alteraciones, saltos, discontinuidades, desincronizaciones… contratiempos que ponen en jaque un imperialismo cronológico cuyo origen puede buscarse en los albores de la modernidad y cuyos efectos llegan hasta nuestros días, multiplicados y expandidos.
Partiendo del análisis de la obra de artistas como Rodney Graham, Tacita Dean, Fernando Bryce, Patrick Hamilton o Xu Bing, y de pensadores como Walter Benjamin, Georges Didi-Huberman, Mieke Bal o José Luis Brea, los ensayos de este libro modulan esa tesis a través de una serie de cuestiones fundamentales para entender el arte y la cultura visual de las últimas dos décadas: la potencia crítica de la obsolescencia y el retorno de la materialidad, el arte de historia y su cuestionamiento de la linealidad temporal, el anacronismo y la heterocronía, las estéticas migratorias, la complejidad del arte global, el fenómeno del bienalismo y la ética curatorial, las políticas del arte o la potencia del pensamiento visual. Cuestiones todas atravesadas por la convicción de que el arte piensa y nos hace pensar, y que, hoy más que nunca, se configura como un espacio único para ensayar formas críticas y diferentes de recordar el pasado, habitar el presente e imaginar el futuro.

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Fig 3 Robert Morris Continuous Project Altered Daily 1969 El trabajo con - фото 7

Fig. 3. Robert Morris, Continuous Project Altered Daily, 1969.

El trabajo con la duración y la experiencia de los marcos temporales fue, por ejemplo, esencial en el neodadaísmo y el desarrollo del arte de la performance, desde el célebre 4’33’’ (1951) de John Cage, donde el tiempo marcaba la duración de la pieza, hasta las One Year Perfomances (1978-1986) de Tehching Hsieh, caracterizadas por la realización de acciones radicales durante un tiempo preciso, en este caso, un año. Y junto a esta preocupación por el tiempo como delimitador de la acción, un gran número de artistas comenzó a interesarse por otra cuestión que había estado fuera del radar del modernismo: el proceso, la fenomenología del hacer, todo aquello que precedía al momento en que la obra se situaba casi como por arte de magia en la galería –el único lugar que interesaba al crítico modernista–. Artistas como Robert Morris o Robert Smithson mostraron esa importancia de la temporalidad de la obra antes de ser finalizada, o incluso más allá, dejando claro que no había una obra al final, sino que la obra era el propio proceso, como sucedía en Continuous Project Altered Daily (1969), de Morris, donde el concepto de obra acabada es puesto en cuestión a través de la alteración continua de la obra durante las semanas que duraba la exposición (Fig. 3).

Se trataba de introducir el tiempo real en la obra de arte. Y esa misma introducción del tiempo natural fue esencial en las reflexiones temporales que inauguró el Land Art, presidido desde un principio por un intento de alinear y conjugar temporalidades pertenecientes a ámbitos y contextos diferentes: tiempo geológico, tiempo astral, tiempo humano, tiempo cultural y afectivo. La obra de Smithson es un claro ejemplo de todo esto. Un problema que es contemporáneo también de ciertas escrituras artísticas del momento, especialmente visible en los textos de George Kubler, que afectaron e influyeron a toda una generación de artistas durante los sesenta[21].

La reflexión sobre el tiempo perceptivo fue otra de las maneras de recuperar el tiempo perdido. Desde el minimalismo, los artistas fueron conscientes de que la obra no podía ser experimentada en un vistazo, en un golpe de vista que sucedía en esa presentness que reclamaban los modernistas, sino que era necesario experimentarla temporalmente en el espacio, tanto a través del cuerpo como de la mente. La obra se leía y se interpretaba, había un proceso temporal en la experiencia artística que comenzó a ser puesto de relevancia. El espectador, de este modo, también recuperaba el tiempo que le había sido arrebatado.

Por último, podría decirse que la temporalidad fue central para otros muchos artistas que desde el arte conceptual reflexionaron sobre la subjetividad y la identidad. Quizás el ejemplo más claro de esto es la obra de On Kawara, tanto sus Date paintings (Fig. 4), pinturas de fechas que señalaban el día de su producción, como en sus telegramas y postales realizados como marcadores temporales de la existencia, o sobre todo su One Million Years (1999), libros en los que están escritos un millón de años hacia el pasado y hacia el futuro y que hacen visible, al menos en su significado lingüístico, la metáfora de «hace mucho, mucho tiempo» o «en un futuro muy, muy lejano». El tiempo se convierte en una dimensión presente e ineludible.

Estos serían algunos de los innumerables ejemplos de trabajo con el tiempo durante los años sesenta y setenta. Un periodo en el que la dimensión del tiempo volvió a ser crucial para entender la experiencia artística. Como también lo fue, según Martin Jay, el lenguaje, el cuerpo o la política, en definitiva, la vida, que había sido expulsada del arte por los modernistas y que ahora volvía con intensidad recobrada[22]. De esta manera, como argumentó Hal Foster, el arte de las neovanguardias de los años sesenta y setenta suponía la culminación de uno de los objetivos centrales de las vanguardias históricas y de todo el arte moderno desde sus inicios: la ruptura de los límites entre el arte y la vida[23].

Fig 4 On Kawara Date Painting Mar111967 1967 Tiempo desnaturalizado - фото 8

Fig. 4. On Kawara, Date Painting (Mar.11.1967), 1967.

Tiempo desnaturalizado, tiempo abierto, tiempo afectivo

Tras la recuperación del tiempo, esta dimensión ya no se marchó de la práctica artística, ni de la reflexión crítica[24]. Y poco a poco se ha convertido en una categoría cuyo uso sirve para mostrar las resistencias de una obra a ciertas ideas centrales de la modernidad. Frente a la aceleración, la monocronía o el tiempo capitalizado, las experiencias temporales que proporciona el arte han comenzado a ser vistas como una vía alternativa de experiencia temporal, como un modo de resistencia ante el tiempo hegemónico del presente. Esta capacidad crítica del tiempo y sobre todo su centralidad en el debate histórico-artístico ha llegado a su clímax en los últimos años, donde se ha convertido, como mencionaba al principio, en un problema abierto y tratado de varias maneras.

He comenzado el texto aludiendo a una de las cuestiones más evidentes, la alteración de los ritmos temporales en la obra de Douglas Gordon. Su obra, igual que la de muchos otros, como Stan Douglas, Jesús Segura, Eija-Liisa Ahtila, James Coleman o Dough Aitken, contraviene las lógicas de consumo y capitalización cada vez más presentes en el mundo actual a través de la alteración y manipulación de las tecnologías de la imagen, que aceleran, interrumpen, desnaturalizan y trastornan los ritmos temporales cotidianos para producir perturbaciones en la percepción de las imágenes.

Fig 5 Raqs Media Collective Now Elsewhere 2009 Otro de los centros de - фото 9

Fig. 5. Raqs Media Collective, Now, Elsewhere, 2009.

Otro de los centros de tensión en los usos del tiempo en el arte contemporáneo es la relación entre pasado, presente y futuro. Los discursos sobre la memoria y la historia ponen en juego un sentido del tiempo como algo abierto y manipulable donde pasado, presente y futuro se encuentran conectados y en constante proceso de construcción, tal como sucede, por ejemplo, en la obra de Tacita Dean, Matthew Buckingham, Francis Alÿs o Rosell Meseguer, artistas que, a través del archivo, el montaje, la performance histórica o el anacronismo reescriben la historia y traen el pasado al presente. He analizado con detenimiento estas prácticas en Materializar el pasado: el artista como historiador (benjaminiano)[25] y volveré sobre ellas en la primera sección de este libro para mostrar cómo un gran número de artistas actuales trabajan como historiadores, entendiendo la historia en un sentido semejante al desplegado por Walter Benjamin en los años treinta del pasado siglo –también en una era de cambios, crisis y peligros–, la historia como algo latente y vivo, que afecta al presente y es la clave de la construcción de un futuro. El tiempo se abre, y el pasado y el futuro se comunican. En este sentido, la crisis en la linealidad y en el avance del tiempo en una sola dirección, hacia delante, son también puestos en cuestión. Estos artistas buscan la esperanza de cambio en el pasado, en lugar de en la utopía por venir, identificando lo que pudo haber sido, el futuro que habitó el pasado, las posibilidades no cumplidas. Se trata de un trabajo con las energías latentes, los sueños frustrados, las utopías del pasado, una suerte de arqueología del futuro que nunca sucedió. El artista actúa como conector de tiempos, como montador de regímenes temporales distintos que, por yuxtaposión y colisión, activan posibilidades de experiencia que aún no habían sido completadas.

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