Miguel Ángel Hernández - El Arte a contratiempo

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Frente al tiempo lineal, acelerado y capitalizado del presente, en las últimas décadas un gran número de artistas ha tratado de explorar modalidades alternativas de experiencia temporal: interrupciones, demoras, alteraciones, saltos, discontinuidades, desincronizaciones… contratiempos que ponen en jaque un imperialismo cronológico cuyo origen puede buscarse en los albores de la modernidad y cuyos efectos llegan hasta nuestros días, multiplicados y expandidos.
Partiendo del análisis de la obra de artistas como Rodney Graham, Tacita Dean, Fernando Bryce, Patrick Hamilton o Xu Bing, y de pensadores como Walter Benjamin, Georges Didi-Huberman, Mieke Bal o José Luis Brea, los ensayos de este libro modulan esa tesis a través de una serie de cuestiones fundamentales para entender el arte y la cultura visual de las últimas dos décadas: la potencia crítica de la obsolescencia y el retorno de la materialidad, el arte de historia y su cuestionamiento de la linealidad temporal, el anacronismo y la heterocronía, las estéticas migratorias, la complejidad del arte global, el fenómeno del bienalismo y la ética curatorial, las políticas del arte o la potencia del pensamiento visual. Cuestiones todas atravesadas por la convicción de que el arte piensa y nos hace pensar, y que, hoy más que nunca, se configura como un espacio único para ensayar formas críticas y diferentes de recordar el pasado, habitar el presente e imaginar el futuro.

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En ese espacio, los medios moribundos son curados temporalmente para que representen su propio decaimiento. El museo funciona, de esa manera, como un lugar de «remediación», no sólo en el sentido de convivencia y traducción de medios –tal como lo han entendido Bolter y Grusin–[19], sino en el sentido literal del término, como remedio médico y cura de algo que está enfermo y agonizante. El museo se convierte así en un hospital sanador de medios dolientes. Medios que, sin embargo, sólo pueden vivir en ese espacio artificial, representando continuamente su muerte, o mejor, su resistencia a morir.

El museo como cementerio o como sala de autopsias cede entonces su lugar al museo como hospital y sala de cuidados intensivos. El museo como UCI. Como clínica de medios, pero también de ideologías, historias y experiencias. La paradoja, por supuesto, es que estos enfermos nunca llegan a sanar del todo y que la cura sólo tiene efecto dentro del propio hospital. Fuera de allí, en el mundo real, la ilusión se desvanece.

Tal vez sea que, en el fondo, más que de hospitales, estemos hablando de casas encantadas. Y más que con enfermos, estemos tratando con fantasmas. Entendido así, quizá podamos llegar a comprender esos ecos y reverberaciones de otro tiempo que se resisten a desaparecer. Espectros que nos muestran los restos de un mundo que se ha ido y que, sobre todo, nos advierten que nuestro presente también puede expirar en cualquier momento. O quién sabe, que probablemente haya comenzado a hacerlo.

Retromanía y asimilación

Los usos de tecnología del pasado en Fringe y en la obra de Rodney Graham sirven de ejemplo de la tendencia de la cultura visual de nuestros días a trabajar con estéticas anacrónicas y anticuadas como una puesta en obra de estrategias de resistencia ante los avances del tiempo y la historia. Esta presencia de lo obsoleto y lo nostálgico se ha convertido ya en un género en sí mismo. Y la manera más extendida de abordar esta cuestión es aludir al pensamiento de Walter Benjamin y a su lectura del potencial de lo obsoleto para cambiar el presente. A lo largo de su obra filosófica, especialmente en sus textos sobre el coleccionismo, el surrealismo y los pasajes parisinos, Walter Benjamin observó la potencia de la obsolescencia en la transformación política del presente[20]. Según el pensador alemán, los objetos obsoletos mostraban mejor que ninguna otra cosa el oscurecimiento del sueño brillante de la mercancía y el incumplimiento de la promesa de felicidad del capitalismo. Sueños incumplidos que, precisamente, en su incumplimiento, mantenían latente la energía de aquello que no pudo ser, de tal manera que, en esos objetos, ideas, tecnologías y maneras de ser abandonadas, sustituidas antes de ser agotadas, es posible encontrar casi destilada la energía para la revolución y el cambio del presente.

Los textos de Susan Buck-Morss, como otros muchos de Rosalind Krauss o Hal Foster han consolidado esta referencia a la potencia de lo antiguo y a la energía revolucionaría de lo descartado, convirtiendo el mero uso del pasado en una forma de resistencia ante el progreso[21]. Esta referencia a la crítica al progreso de Benjamin –y en otros muchos casos también de Adorno– se ha convertido en un lugar común en la historia del arte contemporáneo, que sigue tomando esa actitud de rescate de lo obsoleto y lo pasado de moda como una posición crítica. Sin embargo, como recientemente ha observado Joel Burges, los cambios en las políticas de producción y la consolidación de la estrategia de la obsolescencia programada transforman por completo ese sentido crítico del empleo del pasado, que ahora acaba siendo integrado en la propia lógica de consumo[22].

Esta nueva fase de «la producción de lo viejo», si se piensa bien, coincide con los inicios del capitalismo tardío, y sus principios tienen que ver mucho con la lógica de la posmodernidad tal como fue vista por Fredric Jameson[23]. Una lógica según la cual ya no hay nada exterior al capitalismo, de manera que cualquier actividad se convierte en algo inmanente a un mercado que es total, flexible y global. La obsolescencia, en esta nueva fase, dejaría de ser un resto que ocupa el exterior para convertirse en algo inherente del sistema. El residuo pasa de ser una de las consecuencias de la producción industrial a convertirse en uno de sus motores. Una forma deliberada de producción que aprovecha las supuestas fallas o efectos del sistema para consolidar su propio funcionamiento. Es lo que se ha denominado «obsolescencia programada» y que produce tres efectos fundamentales sobre la producción: una aceleración del consumo repetitivo de la novedad que da lugar a una acumulación cada vez mayor de residuo; una integración de ese residuo en un mercado paralelo, el mercado de segunda mano; y una reintegración de esa mercancía a través de lo afectivo en el ámbito de la novedad, lo que podemos llamar comercialización de la nostalgia o «retromanía»[24].

Auto-nostalgia

Como ya indicó Jameson en su popular lectura del posmodernismo, una de las características de las formas culturales del capitalismo tardío sería «la colonización del presente por las modas de la nostalgia», una inclinación que el crítico marxista observó en algunos productos culturales cuya «manifestación cultural más generalizada de este proceso en el arte comercial y en los nuevos gustos […] es la llamada “película nostálgica” (o lo que los franceses denominan la mode retro)»[25]. Una moda de la nostalgia que, sin duda, tiene que ver con esa patrimonialización y museificación del pasado de las que también ha hablado Andreas Huyssen en referencia a los discursos sobre la memoria[26]. Una capitalización del pasado que se relaciona con el sex-appeal de la historia, utilizado simplemente como «marca» y criterio comercial.

Algunos autores han utilizado recientemente el término retro para hablar de esta moda de la nostalgia. Elisabeth Guffey, por ejemplo, ha observado la tendencia retro en la tecnología, la moda y la cultura durante el siglo xx como una constante que se repite en varias olas de nostalgia, siempre vinculada con la cultura popular y el pasado reciente[27]. Esas diversas olas de nostalgia han entrado durante los primeros años del cambio de siglo y de milenio en una nueva fase. Una nueva ola de lo anticuado que el crítico Simon Reynolds ha llamado «retromanía» y que ha dado lugar a una década plagada de revivals, remakes y retrospecciones sin límite: una «re-década»[28].

Elaborar un listado de esta presencia de lo retro en la cultura contemporánea nos llevaría más de un estudio detenido. Cine, televisión, música, literatura, arte, moda…, los ejemplos se multiplican casi hasta el infinito. Una mirada al pasado que, en la mayoría de los casos, tiene que ver, curiosamente, con una reflexión acerca del propio medio: The Artist, La invención de Hugo, pero también Film, de Tacita Dean o gran parte de las obras de artistas contemporáneos –que meditan sobre el cine, la fotografía, la pintura, el dibujo…, una especie de nostalgia del medio–; la reflexión de la propia literatura sobre el papel del escritor; de la televisión sobre el papel de la televisión, a través del rescate de concursos retro que recuperan fórmulas pasadas… En cierta manera, se puede entender esta nueva presencia de lo retro no sólo como una mirada al pasado sino también, y sobre todo, como una especie de «auto-nostalgia», el duelo por una época que se pierde, pero especialmente por una manera de dar cuenta de ella –cine, televisión, literatura, arte, fotografía–, el duelo por un modo de ver y filtrar la realidad y todo lo que ello supone. Más que el fin de los tiempos, se trataría del fin de las maneras de decir el tiempo. Una crisis del lenguaje con el que hemos apresado la realidad. Ya no es tanto el fin de los grandes relatos –que tuvo lugar en la posmodernidad según Lyotard–, sino el duelo por la puesta en crisis de misma idea de relatar y contar de una manera determinada.

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