La banca es cómoda, de madera oscura. El árbol de hojas rojas que le proporciona sombra, parece de mentiras porque es perfecto. El parque tiene muchos más árboles y bancas. Ahí lee el periódico. Entiende casi todo. Le gusta repasar con calma los encabezados, los textos, los anuncios. En las fotos se detiene varios minutos. Lee sobre lo que ocurrió hace unos meses, cuando Estados Unidos decidió participar en la Primera Guerra Mundial, el 6 de abril pasado. Se alineó con Inglaterra, Rusia y Francia, que combaten a Alemania, Italia y Austria-Hungría. El análisis explica mucho del alboroto que se vive en la ciudad. Continúa leyendo mientras de una bolsa saca una manzana que se comerá con calma. Termina de leer el periódico, mira a su alrededor. El sol se está poniendo. La calle se va llenando de gente que ha terminado de trabajar o que sale de sus casas a pasear. Decenas de “marines” bromean y miran a las muchachas, les gritan piropos en medio de besos sonoros. Muchos de ellos llevan tatuajes, el más común es el de la bandera americana con el águila. Otros optaron por retratos de sus novias en el pecho o en los brazos. Hay decenas de diferentes modelos donde se ven vehículos de guerra, automóviles, rostros de viejos, niñas, señoras, veladoras, santos… Hace unos días, caminando en una calle llena de tiendas, encontró varios “talleres de tatuaje”. Al asomarse a través de un ventanal, quedó admirado con la fila larga de soldados esperando su turno. El sujeto que hacía los tatuajes, un chino con dientes de oro, volteó a verlo sonriendo, le hizo la señal para que entrara a su establecimiento, pero el pintor le sostuvo la mirada sin cambiar de expresión. Congelaste al chino con tu seriedad.
«Muchos años después, habiendo ya realizado mis principales murales, soñé que había un gigante fuera de mi segundo estudio de Guadalajara. Se sentaba a media calle, para decirme a continuación que su espalda era mi nuevo gran mural. El gigante mostraba sin escrúpulos el inicio de la rayita que dividía sus nalgas. Daba indicaciones en inglés, pero sin mover la boca; me hablaba como desde el pensamiento. Yo entonces pintaba en esa espalda enorme —llena de granos reventados, por reventar, con pelos enroscados—, los días de San Francisco, con todo y el alboroto, las guapas enfermeras, los soldados y los bailes que terminaban hasta bien amanecido el día.»
Se sorprende porque el pie izquierdo sigue el ritmo de la música (no es costumbre suya seguir los ritmos con alguno de sus miembros). Un pianista negro alegra aquel “Saloon”, acompañado de un saxofonista que cada que tiene oportunidad, muestra sus dientes de caballo. Clemente ha bebido desde la tarde, su ánimo se ha venido alegrando. Entran y salen hombres y mujeres. Él está sentado en la barra, no deja de mirar lo que ocurre a su alrededor. Cuando pasa de la una de la mañana, comienzan a cantar unos “marines”, desafinados y contentos, la canción que estará escuchándose durante varios meses:
“Johnnie get your gun, get your gun, get your gun,
Take it on the run, on the run, on the run,
Hear them calling you and me
Over There, Over There...”
Sonríe, le gusta la canción. Repite para sí mismo: “Over There, Over There”. Entorna los ojos, brinda consigo mismo. Mira a los borrachos que no paran de repetir las estrofas. Sale tambaleándose, camina por donde abundan restoranes, otros “Saloons” y “Dancings”.
Entra a un restorán italiano donde aun puede conseguir una pasta bien preparada. Ya que ha cenado, sigue bebiendo. También en ese sitio cantan la misma canción. Un nicaragüense se sienta en su mesa. Está tomado, y es parlanchín. Al saber que Orozco es mexicano, se pone muy contento, lo abraza. Le platica, sin que nadie se lo haya pedido, los pormenores de la cancioncita. Que a un tal Cojan, o Cohan, “con hache, como se usa aquí”, se le ocurrió cuando iba rumbo a su trabajo, una vez que se enteró que su país había entrado a la Primera Guerra Mundial. «Yo miraba los bigotes de aquel centroamericano que no dejaba de sonreír y de platicar, como si se tratara de un asunto de vida o muerte, los detalles de la composición. Pedí otra copa, divertido con el tipo de acento chistoso.»
Caminó durante horas en los bosques de los árboles gigantes. «Caminé durante horas y horas a través de los bosques fantásticos de árboles de doscientos metros.» Pasaste horas y horas bajo las sombras de esos gigantes más viejos que la cristiandad. «Eso decían los folletitos: que tenían más edad que Jesucristo.» Se detenía a ver las cortezas, las tocaba y cerraba los ojos. «Los tocaba, cerraba los ojos y parecía que se abría mi nariz, el olor era magnífico. No había nadie más ahí, sólo yo y ellos.» Sentías, aun con los ojos cerrados, el movimiento de las ramas. Se movían sobre ti. Escuchaba el viento, convertido en decenas de voces transparentes, movedoras, que hacían sonar las hojas y las ramas; lo hacían sonar a él. «Oía el viento, te oía». Abriste los ojos, caminaste por un sendero donde confluían cientos de rayos de luz. «Como espadas, o como ramas de luz que se desprendían del árbol-fuego. El gran árbol plantado en el centro de arriba. Las ramas-luz le daban otra coloración al suelo. Cientos de tonos allá abajo; otros tantos flotando. Los colores, detenidos en el aire y amarillentos, parecían ánimas transformadas en chorros aluzados de varios grosores.»
Mientras caminan hacia un enrejado, el policía aprieta de más aquel brazo. Descubrió a este tipo en la frontera, algo sospechoso notó en él, una como cara de bandido. Él dijo que lo único que quería era ver las cataratas. Pero el policía no se fía, de manera que le pidió el pasaporte. Al ver la nacionalidad, pegó un brinco. Inmediatamente le ordenó dejar el país. “Tú no poder estar aquí”. Esa mañana, el guardia de la policía fronteriza de Canadá había leído en el periódico, mientras tomaba un café, la noticia en primera plana e impresa en letras rojas, sobre un asalto a un tren en México, en el estado de Sonora. La nota explicaba que villistas salvajes, después de detener un ferrocarril, de haber robado lo que encontraron a su paso y de hacer un escándalo fabuloso, violaron a todas las mujeres.
—¿A qué dedicarte tú?
—Soy pintor.
El oficial puso cara de que no le creyó. Le repitió en un español decente que no podía permanecer en el país. Lo entregó en la frontera estadounidense. Una vez que se aseguró que había pisado el país vecino, regresó a su patrulla. En el camino a casa estuvo imaginando los revolucionarios, las pistolas, los rifles, el humo y las caras de las mujeres pidiendo ayuda. En aquel revoltijo de rostros prietos insertó con facilidad el del sujeto que recién había dejado.
Las personas que van en el vagón del “subway” de Nueva York miran de reojo al hombre que va de pie, con el cabello enmarañado. Les llama la atención que alza la voz y mueve las manos como si estuviera dando un discurso a un grupo de obreros. Miran también al tipo que está sentado, le falta una mano, usa lentes gruesos y serio mira al gritón. A ratos, el de los lentes lo interrumpe, lo que hace que aquél se exalte más. Hablan en español sobre el arte y su relación con los prodigios de la mecánica. El que va sentado está maravillado con las máquinas que encuentra en Estados Unidos.
Durante los primeros días que Orozco toma el Metro, se acuerda de la discusión que tuvo con Siqueiros. A ambos les gusta llevarle la contraria al otro. Pero se olvidará pronto de ese encuentro, cuando vaya descubriendo lo que la ciudad le ofrece. Le ha tomado gusto a pasearse por Harlem, y visitar Coney Island.
Las apuraciones económicas aprietan. Se pone a trabajar en una fábrica de yesos: colorea cupidos cachetones con una pistola de aire. Parecen más felices una vez que han tomado tono. Con una tristeza serena, adormecedora, Orozco observa las hileras infinitas de cupidos de copetes pronunciados y barrigas tiernas, avanzando por una banda kilométrica bajo focos elevados que proyectan sobre las figuras luz cansada.
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