Fernando Trujillo Sáez - Activos de aprendizaje

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La educación está en movimiento. Los estudiantes cada vez nos señalan con más claridad que aprenden de maneras distintas y muchos docentes están dispuestos a acompañarlos enseñando de manera diferente. La pregunta no es si la escuela está en transformación o no, sino más bien hacia dónde avanza. Para ello es necesaria la utopía, que es esperanza y deseo; se ofrece al caminante como aliciente para dar un paso más, un nuevo paso. En sanidad se habla desde hace tiempo de activos de salud en la búsqueda de unas condiciones que promuevan la salud y eviten la enfermedad. Mediante estos activos, la comunidad y el individuo generan y participan en situaciones que les proporcionan bienestar. De la misma manera, contamos con activos de aprendizaje que promueven, estimulan y permiten un desarrollo integral equilibrado del individuo y de la comunidad. Somos organismos que aprenden y nuestro entorno es una fuente constante de aprendizajes. Por eso los textos que aquí se ofrecen contienen fragmentos de un mapa de esos activos de aprendizaje que aún está por explorar; son breves fotografías que miran al presente como futuro. En nuestras manos está determinar no solo cuál es nuestra utopía sino también cómo queremos hacer el camino.

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Así pues, la pedagogía orgánica no es más que una etiqueta para simbolizar el compromiso profesional con la educación que observamos en muchos centros y muchos docentes que se encuentran a nuestro alrededor. En estos centros y en la actividad de estos profesionales, la docencia deja de ser una actividad de provisión de servicios para pasar a ser una actividad de creación de experiencias que trascienden el espacio del aula. En ese camino, sin lugar a dudas, habrá dificultades, pero también mayores cotas de aprendizaje y satisfacción: hoy hay alternativas para enseñar mejor que nunca, pero todas pasan por replantearnos los fundamentos del acto educativo.

¡Es el tiempo, estúpido!

Revisar en profundidad el marco mental y cultural con el cual se enseña implica plantearnos hasta aspectos invisibles de la tarea educativa, como el tiempo. El tiempo es una especie de activo “cero” de aprendizaje: necesitamos tiempo para madurar y para conocernos a nosotros mismos y conocer a los demás; necesitamos tiempo para definir nuestros objetivos y cómo queremos hacer el camino; necesitamos, finalmente, tiempo para aprehender conceptos y procedimientos, para analizar las relaciones existentes entre ellos y nuestros conocimientos previos y para poder reelaborarlos, generando un nuevo “producto” en el cual se concrete el aprendizaje que hemos realizado.

Sin embargo, en la escuela el modelo de la “provisión de servicios” provoca más prisas que sosiego porque sentimos la necesidad de descargar nuestra carga de conocimiento en el contenedor que es el estudiante. Puesto que el tiempo es limitado en la escuela (y en la vida), y hemos elaborado una lista exhaustiva de servicios que tenemos que prestar a nuestros estudiantes (a la cual normalmente llamamos objetivos y bloques de contenido), queremos avanzar a toda prisa para que el final de trimestre o el final de curso no caiga como una espada de Damocles sobre nuestra programación.

Pero ¿qué pasaría si la prisa inherente al modelo de la provisión de servicios fuera un error y una de las claves del fracaso escolar?

¿Recordáis aquella frase?:

–“The economy, stupid!”.

En la campaña electoral estadounidense de 1992, George H. W. Bush parecía insuperable. Su nivel de popularidad estaba en todo lo alto y parecía que sus éxitos (aparentes) en la Guerra Fría y la Guerra del Golfo Pérsico le garantizaban la reelección ante un débil y joven Bill Clinton. Sin embargo, Bill Clinton fue elegido presidente de Estados Unidos y Bush tuvo que marcharse a su rancho de Texas.

Una de las claves de aquellas elecciones fue la expresión “The economy, stupid!”. Tan contundente frase se la debemos a James Carville, asesor de aquella campaña presidencial de Bill Clinton. Como toda gran idea, combinaba la sencillez de una evidencia con la potencia de una de las claves de nuestro modo de vida: de nada valen los éxitos en política exterior si la economía nacional se resiente y los ciudadanos sienten que viven peor. Sin duda, era una idea ganadora.

Pues bien, desde hace algún tiempo me ronda una preocupación que provoca que, con bastante frecuencia, me sorprenda diciéndome a mí mismo: “¡Es el tiempo, estúpido!”. Por ejemplo, cuando veo el interés que existe por reformar los espacios con la confianza de que, rompiendo las paredes y acristalándolas, comprando nuevo mobiliario y enmoquetando las salas, se obrará el milagro de transformar la educación, yo me digo a mí mismo:

–“¡Es el tiempo, estúpido!”.

También, cuando veo que queremos cambiarlo todo comprando tecnología, sustituyendo la pizarra tradicional por su homóloga digital, teniendo un buen carro de portátiles o de tabletas y utilizando todo tipo de apps disponibles en el repositorio de Apple o de Google, yo me digo a mí mismo:

–“¡Es el tiempo, estúpido!”

Así mismo, cuando veo que centramos nuestro interés en cómo redactar la programación, o debatimos durante largas horas si hay objetivos o no en el nuevo currículo; cuando invertimos nuestras fuerzas en marcar la diferencia entre estándares o indicadores; o cuando rellenar tablas y tablas con cada uno de los elementos del currículo es lo que ocupa buena parte de nuestras tardes, yo me digo a mí mismo:

–“¡Es el tiempo, estúpido!”

Cuando participamos, uno tras otro, en planes y programas de innovación o en innumerables experiencias de formación del profesorado; cuando renovamos nuestros libros de texto y las editoriales nos facilitan todo su material complementario; cuando abrimos nuestras plataformas y las cargamos de contenidos y actividades, porque en el fondo seguimos pensando que nuestra tarea es transmitir cuánto más mejor y la suya limitarse a recibir, yo me digo a mí mismo:

–“¡Es el tiempo, estúpido!”.

Dice Byung-Chul Han en el libro El aroma del tiempo (2015):

“La inquietud hiperactiva, la agitación y el desasogiego actuales no casan bien con el pensamiento”.

Según el filósofo, podemos distinguir entre sujetos de rendimiento y sujetos de experiencia. Los primeros no pueden detenerse a pensar y se ven conducidos a rendir (supuestamente) más y mejor, aunque la misma carrera en la que están inmersos les impide hacerlo realmente: van “haciendo zapping por el mundo”; los segundos son los que dominan el tiempo para poder vivir experiencias realmente significativas, porque “en contraposición al saber y la experiencia en sentido intenso, las informaciones y los acontecimientos no tienen un efecto duradero o profundo”.

Pues bien, la escuela hoy tiene más que ver con “las informaciones y los acontecimientos” que con “el saber y la experiencia”, con la educación de sujetos de rendimiento más que con la más deseable educación de sujetos de experiencia. Tanto el alumnado como el profesorado están sometidos a una velocidad vertiginosa, acuciados los unos por un horario de escenas académicas fulgurantes que se suceden ante ellos como brevísimos expositores de contenidos, mientras que los otros, el profesorado, corren pasillo arriba y pasillo abajo de una clase a otra en una sucesión rápida de caras, unidades y actividades.

Quizá ha llegado el momento de frenar, de agrupar, de integrar. Buscar la coherencia en nuestra propia voz puede que esté más relacionado con tener una visión más holística de nuestras materias, que con verlas como pequeños botes de contenido curricular que tenemos que abrir a toda prisa a lo largo del año para que nuestros estudiantes puedan aspirarlos mínimamente. Quizá ha llegado la hora de darnos cuenta de que disponer de treinta semanas de clase no quiere decir que tengamos que dividir nuestro trabajo en quince unidades inconexas, incluso si así lo indica el libro de texto. Quizá haya llegado el momento de tomar el control del currículo porque, como dice Byung-Chul Han (2015):

“La experiencia de la duración, y no el número de vivencias, hace que una vida sea plena. Una sucesión veloz de acontecimientos no da lugar a ninguna duración”.

Es el tiempo, amigo mío, el tiempo.

¡Qué bien funciona la escuela!

El marco mental y cultural tradicional en relación con la escuela, mayoritario en la sociedad aún y también en muchos docentes, no es solo el que manejamos para entender y actuar en este contexto social, sino que es también el patrón según el cual valoramos la escuela. Sin embargo, cuando cambiamos las preguntas con las cuales interrogamos a la escuela, también cambian las respuestas: si en lugar de querer una “escuela de selección y exclusión” nos comprometemos con una “escuela de inclusión”, será necesario cambiar nuestra manera de ver y valorar la escuela.

¿Qué sensación ha provocado en ti el título de este texto? ¿Estarías de acuerdo con él o en desacuerdo? ¿Lo firmarías tú? ¿Te imaginas a ti mismo realizando tal afirmación en tu propio centro?, ¿en una reunión de amigas y amigos?, ¿ante unos padres?

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