Ramiro Castillo Mancilla - Peones de hacienda

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Una novela campirana escrita en lenguaje coloquial, que narra las vicisitudes de los trabajadores agrícolas de las haciendas de San Luis Potosí, tomando como referencia la del Pozo del Carmen. Los estilos de vida, la brutalidad de los capataces, las tiendas de raya, la miseria y el trabajo, siempre, desde muy jóvenes y hasta que se agote la vida.

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Al caer la noche, apareció un gajo de luna triste acompañada del lucero arriba de la amplia finca al lado poniente. En el centro del corral solo quedaban tres hombres: el capataz mayor, el administrador y el peón, aún amarrado y sangrante, El canto de los grillos todo lo inundaba.

—¿Qué, Arturo, qué hacemos con este ladrón? —dijo Celedonio señalando al hombre ensangrentado y tiró un escupitajo como si le causara náuseas.

—Déjame pensarlo.

—¿Pensar qué?

—Aguántame —enredó el látigo y volteó a ver una casa de piedra dentro de la finca, donde guardaban parte de la cosecha en tiempos de piscas. Celedonio supuso que lo pensaba encerrar ahí.

—¿O sea que a este indio no lo vas a colgar? —preguntó extrañado, ya que su gusto era lazar indios del “pescuezo” y cabalgar un rato con ellos a cabeza de silla, “hasta que solitos lo siguieran a pie”, para llevarlos a la presa de la Vara Dulce, donde había un árbol llamado “el mezquite de los Tasajos” porque en tiempos pasados ahí colgaban a los indios rejegos . Celedonio más de alguna vez les había comentado con orgullo a sus capataces que una de sus ramas ya estaba lisa de tanto tasajo y que los zopilotes llegaron a tener sus nidos en el copete de aquel viejo mezquite.

El administrador parecía indeciso y después de ver las primeras estrellas que se asomaban en el cielo, por fin se resolvió a darle una orden al guardaespaldas.

—Por esta vez enciérralo junto con el otro —soltó de forma brusca como para no ser cuestionado por el subalterno.

—¿Que lo encierre?, ¿pero no vas a dejármelo para llevarlo a que me saque la lengua?

—¡No!, por esta vez.

—¿Pero así la hacienda hasta se ahorra el petate y el entierro, ¿cómo ves?

—¡Yo lo sé!, pero en estos días está por venir Rafita y no quiere que le maten a sus peones.

—¿Pero por qué? Ya ves don Rafael grande, que en paz descanse, solo así se hizo respetar de esta bola de piojosos; es más, hasta la cuenta perdió de tanto indio colgado —Celedonio abría y cerraba la mano izquierda un poco entumida por tanto que usó el látigo, porque era zurdo.

—Por esta ocasión le voy a perdonar la vida a ese indio ladino, no por mí sino por el patrón. Ahorita no quiero correr riesgos, así es que me lo encierras durante unos días. Como te repito, ya no tarda en venir Rafita, y con él son otros tratos y ni modo. Si por mi fuera este indio mugroso ya estuviera tiliniando como Judas, sin tanto cuento.

—Ni hablar, tú mandas —respondió el capataz rascándose la cabeza, no muy convencido.

—Sí, enciérramelo en el cuarto de piedra unas semanas, junto con el otro que tenemos ahí, y después los mandas al cerro al corte de cantera, para “que aprendan a amar a Dios en tierra de indios”.

El capataz asintió levantándose el sombrero grande a manera de respeto. Luego fue a pararse junto al peón castigado, lo tomó por los pelos y a empujones y maldiciones lo hizo caminar hasta la casa de piedra donde lo encerró.

—Malditos piojos, yo no sé para que nacieron, hijos de su rebomba madre —y se sacudió las manos con asco, como si hubiera agarrado un bicho raro.

Cuando Isauro abrió los ojos solo vio oscuridad y los volvió a cerrar, y se quedó dormido. Igual que el otro peón que estaba a su lado, que ni siquiera despertó.

Afuera los cobijaba un cielo estrellado, con un gajo de luna triste que se quería asomar por la claraboya del cuarto de piedra. Allá a los lejos, por el cerro de las Vacas, unos coyotes aullaban interrumpiendo el incesante canto de los grillos. Mientras, la hacienda y sus peones dormían.

II. La confesión © Ramiro Castillo Mancilla © Gilda Consuelo Salinas Quiñones, (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.tropicodeescorpio.com.mx 1ª Edición, marzo 2019 ISBN: 978-607-8773-00-8 Diseño de portada y formación: Montserrat Zenteno Retoque fotográfico de portada: César Daniel Lobolópez Cuidado de la edición: Gilda Salinas Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de su autor. HECHO EN MÉXICO Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva

En aquellos años la república mexicana estaba llena de haciendas, y en cualquiera de ellas el indio era explotado como si fuera un animal de carga. Los hacendados eran dueños de todo lo que había en sus dominios, unos verdaderos caciques y sanguijuelas. Eran los que decidían la suerte de esos desdichados, ya fuera para bien o para mal. Todavía estaban muy lejos los tiempos en que surgiera la Revolución Mexicana. En aquellos ayeres el peón no tenía ninguna protección, y aparentemente los que deberían de protegerlo eran los que lo acusaban con el amo. Ahí quedaba a la medida el dicho que dice: “El mejor amigo es el que da la mejor pedrada”, y en este caso me refiero a los sacerdotes capellanes que tenían las iglesias en las haciendas. Una de las funciones principales era la de tener al hacendado al tanto de cuanto pensaba y hacía la peonada. Cabe hacer la aclaración de que no todos cumplían esa función, pero sí la gran mayoría.

Por ejemplo, si el hacendado quería saber, por así decirlo, sobre la pérdida de tales animales, que un arado, un yugo, unas coyundas y cualquier cosa material, para ello tenía al curita de la iglesia y él era el encargado de investigar entre los peones. Para eso había que confesarlos y como el indio estaba muy ignorante y con mucho temor de “Diosito”, ahí salía el peine. Por eso en el pasado no había ninguna hacienda sin iglesia. Da lástima darse cuenta de esto a través de los años, pero esa era la encomienda de esos curas y no el viejo cuento de que “te vas a ganar el cielo”, aquella gente vivía en medio del atraso y el miedo, y por ello abusaban de ella.

Pues bien, un domingo antes, al mediodía, al escucharse la tercera campanada en la iglesia, entre los asistentes estaba un joven peón alto y espigado; más bien musculoso. El burdo bigote estaba descuidado porque no era lampiño como la mayoría de los pobladores del lugar, cubría su piel blanca y requemada por el sol con el clásico calzón de manta trigueña y la camisola del mismo color. Sus inquietos ojos color café veían con disimulo, estaban acostumbrados a mirar por abajo del sombrero. Ese hombre se llamaba Isauro Reyes y no cumplía aún los veinte años. Su caminar era de paso largo, firme y seguro —como quien está acostumbrado a caminar en el cerro—, usaba unos huaraches tipo sandalia con suela de baqueta y en la cabeza parecía que llevaba un embudo por el sombrero de petate grande que portaba.

Era el tiempo de primavera en que todo se pinta de verde. Desde arriba del alto campanario, unas golondrinas asustadas con el estruendo abandonaron sus nidos haciendo piruetas en el aire, alrededor del arco principal, construido a la entrada del patio de la iglesia, que fue la antigua entrada al convento carmelita. El sol en el cenit parecía contento de iluminar tan elevadas torres en ese soleado día.

Cuando los peones y sus mujeres iban entrando a la iglesia salió el sacristán, un viejo cuarentón de estatura regular, delgado y con una calvicie muy notoria.

—Isauro, el padre quiere que te confieses.

—¿Yo? —preguntó él con cierta duda.

—Sí, te va a estar esperando al término de la misa.

En aquellos años los padres daban la misa en latín, y por esto eran vistos por la grey como unos verdaderos siervos de Dios, y a los peones, que aún vivían en las tinieblas, los tenían completamente sojuzgados, como se dijera hoy, “con la pata en el pescuezo”. Son bonitas las haciendas y las iglesias que hay en ellas, pero detrás de cada lugar de esos siempre hay un lado obscuro y despreciable. Una historia de sudor, lágrimas y sangre.

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