Bergson era plenamente consciente del irresistible atractivo de la metafísica cartesiana, que consideraba la base de la obra de Einstein, pero también pensaba que conllevaba una serie de paradojas y contradicciones técnicas y éticas. No era ni de lejos el primero (Bergson comparó su obra con las críticas vertidas por el teólogo Henry More en el siglo XVII) ni el último en señalar sus deficiencias. Descartes había inspirado a muchos a adoptar una cautivadora filosofía mecanicista que equiparaba nuestros cuerpos a meras máquinas. Su propia filosofía resolvía algunos de sus problemas, centrándose en la conexión entre los reinos material e inmaterial y detallando que las diferencias entre cuerpo y espíritu no eran absolutamente fijas, sino que fluctuaban a lo largo del tiempo y de la historia. Se le había ensalzado mucho por presentar una nueva solución. ¿Einstein estaba pasando por alto los éxitos de Bergson? ¿Acaso los conocía siquiera?
Puede pareceros, argumentó el hombre que plantaría cara a Einstein, que las palabras escritas en esta página son simples estímulos materiales para evocar ideas en vuestra mente. Bueno, pues os equivocáis: si cambiamos u omitimos la mayoría de las letras del texto, casi seguro que seguís siendo capaces de leerlo. Los lectores suelen reconocer solo ocho o diez letras de cada treinta o cuarenta y rellenan el resto de memoria, explicó. De hecho, no se podría leer esta frase misma sin una «exteriorización» de tu memoria, que se mezcla de alguna manera con las letras de esta página. La mente y la materia, explicaba, se juntan aquí y ahora, en esta página y en todas ellas. Se juntan cada vez que consultamos un reloj o reconocemos una imagen, por más simple que sea. Pero si no pudiera separarse la materia de la mente, ¿en base a qué podían distinguir los científicos su obra de la de los humanistas?
Las nociones de la individualidad surgidas en la Ilustración parecían igual de frágiles. «Nuestra personalidad cambia sin cesar», aducía. «Nos estamos creando a nosotros mismos continuamente» y eso generaba nuevas oportunidades 21. El pasado —incluyendo nuestros recuerdos y la percepción histórica—, así como el futuro y nuestra percepción del mismo, cambiaban con el tiempo. Y la ética también. ¿Qué puede impedirnos revisar algunos de nuestros tabúes más arraigados en algún momento futuro? Bergson combatió la tendencia de pensar en el pasado y en nuestros recuerdos como algo que no puede cambiarse nunca invirtiendo su interpretación. Si nos replanteamos nuestra idea del pasado, viéndolo como aquello sobre lo que ya no podemos influir, y luego cambiamos nuestros actos, podemos remontarnos al pasado. «El pasado», recalcaba, «es en esencia lo que ya no surte efectos». A diferencia de lo que se solía creer, nuestra percepción del mundo no era meramente contemplativa y desinteresada, sino que ya estaba cincelada por nuestros recuerdos. Ambos están definidos por nuestra percepción de aquello en lo que podemos influir. Bergson advirtió a sus lectores que, a menos que reconocieran el papel activo de los recuerdos, estos volverían ineludiblemente para obsesionarlos: «Pero si se diluye la diferencia entre percepción y recuerdo, […] ya no podemos distinguir realmente el pasado del presente, es decir, de aquello que está surtiendo efectos» 22. La distinción entre el pasado, el presente y el futuro estaba determinada física, fisiológica y psicológicamente. Tirando del concepto del tiempo como de un hilo que recorre la astronomía física y llega a la filosofía moral, Bergson cuestionó algunos de los dogmas más corrientes de su época. Ni siquiera se podía determinar con certeza cuánto estábamos envejeciendo, puesto que «el envejecimiento y la duración pertenecen a la categoría de la calidad. No hay ningún análisis que pueda transformarlos en pura cantidad» 23.
La teoría del tiempo de Einstein, sostenía el filósofo, era particularmente peligrosa porque trataba «la duración como un defecto». No nos dejaba darnos cuenta de que «en realidad el futuro está abierto, es impredecible e indeterminado». Suprimía el tiempo real; es decir, «lo más positivo del mundo» 24.
EL TIEMPO DE EINSTEIN: PSICOLOGÍA O FÍSICA
Unos meses después del debate, Einstein mandó una carta a lord Haldane, que había escrito un importante libro sobre la teoría de la relatividad. Había «recibido el libro de Bergson y leído una parte, pero aún no se había podido forjar una idea definitiva sobre él» 25. Al final, en otoño encontró un hueco para estudiarlo con más atención.
Einstein se llevó consigo el libro de Bergson para su largo viaje de Marsella a Japón. El día que zarpó el barco del muelle, empezó a leer. A primera hora de la mañana siguiente le despertó un «gran bullicio»: la tripulación estaba limpiando la embarcación. Garabateó unos apuntes rápidos sobre ello en su cuaderno de viaje: «Los filósofos bailan constantemente en torno a la dicotomía de lo psicológicamente real y lo físicamente real, discrepando solo en sus dictámenes a este respecto». Le parecían cíclicamente atrapados en un debate eterno entre idealismo y materialismo. Reconoció que Bergson había «asimilado [del todo] la esencia de la teoría de la relatividad», pero no veía cómo sus opiniones sobre el tiempo podían trascender las mismas dos categorías en que clasificaba el oficio de los filósofos. La contribución de Bergson «objetivaba» aspectos psicológicos del tiempo, escribió 26.
Para Bergson, Einstein no lo había entendido nunca. En una ocasión, confesó a otro amigo que Einstein no le podía entender porque «no está versado en filosofía; y especialmente en el idioma francés» 27. Tal vez Einstein no había ni siquiera leído su libro y había tirado de relatos que le había contado: «[…] tal o cual físico francés que no me entendía y que, sin la formación filosófica necesaria para comprenderme, seguiría inmune a mis explicaciones» 28.
Durante el debate, Einstein manifestó explícitamente el propósito que atribuía a la filosofía y explicó por qué no debía desempeñar ningún papel con respecto al tiempo. En presencia de su oponente, dio a la filosofía un rol muy limitado y, a continuación, se justificó. Mencionó dos métodos habituales de percibir el tiempo: el psicológico y el físico. El tiempo psicológico era el que percibía una persona, mientras que el físico era el que medía un instrumento científico, como un reloj. El tiempo medido por un instrumento solía ser diferente del que percibía una persona. Los factores como el aburrimiento, la impaciencia o los simples cambios fisiológicos afectaban a las percepciones psicológicas del tiempo. Con la expansión de los cronómetros, empezó a notarse cada vez más la diferencia entre el tiempo sentido y el medido. Sabemos, por ejemplo al leer el diario de Franz Kafka, que en los relatos íntimos de ese periodo había un «reloj interno» que parecía disentir del «externo» 29.
Pero en la mayoría de los casos, las concepciones físicas y psicológicas del tiempo no tenían que divergir demasiado. La mayoría de la gente podía calcular el tiempo de un modo bastante acorde con el de un reloj, determinando con gran precisión la hora del desayuno, del almuerzo y de la cena. La mayoría de la gente también podía valorar si dos sucesos eran simultáneos de un modo bastante parecido a los instrumentos. Pero en los sucesos fugaces sucedía justo lo contrario. En esos casos, como al final de una carrera de caballos, saltaban a la vista las carencias a la hora de percibir la simultaneidad respecto de la simultaneidad determinada con algún dispositivo; las percepciones discrepaban significativamente de las mediciones hechas con la ayuda de un instrumento. En un universo marcado por hechos que suceden casi a la velocidad de la luz, la diferencia entre ambas era extrema.
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