Eiríkur Örn Norddahl - Hans Blaer - elle

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En una casita de madera, más allá de la rotonda de Mosfellsbær, está Hans Blær a la luz de una vela, como un malhechor cualquiera del siglo XIX, escapando de la policía. Lo acusan de abusar sexualmente de una joven en su centro de acogida para víctimas de violación. Hans Blær es intersexual y transexual, y también es un polémico trol de los medios de comunicación. Se dio a conocer cuando era Ilmur Þöll, una chica nacida con micropene (o macroclítoris), que en su programa de radio arremetía contra los homosexuales y los transexuales. Tras el ruido mediático obtenido, Ilmur se aumentó los pechos y comenzó a administrarse hormonas masculinas y femeninas para reforzar su doble naturaleza sexual. Así nació Hans Blær, elle, y después, su centro de acogida.Esta poderosa novela nos cuenta sus 24 horas de huida y las muchas reflexiones íntimas que la acompañan. Una gran ficción hipercontemporánea que nos habla del proceso de aceptación (o no) de una persona cuya identidad de género está más allá del feminismo, la teoría queer y el movimiento LGTBI.

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Lotta volvió a ponerse la mascarilla de oxígeno mientras reflexionaba sobre el asunto. Faltaban aún quince o veinte años para que la expresión «ablación de clítoris» se hiciera de uso común. Y entonces se utilizaba, en realidad, para hablar de otra cosa, pero da igual, ¿estaba ella dispuesta a permitir que unos energúmenos armados de bisturí hurgaran en el sexo de la niña? ¿O debía dejarla ir por la vida deformada por la mano de Dios? El médico, que saltaba a la vista que había estudiado en el extranjero, aseguró que no tendría por qué ser nada especial, ni reducir el falo para transformarlo en un falo de bebé normal y corriente, ni dejarlo como estaba, sin más. «La complejidad de la naturaleza dista mucho de estar sobrevalorada —dijo el médico, henchido de su propia importancia y de una amplitud de miras importada—. Puede decirse que un micropene o macroclítoris, según se mire, es una deformación. Pero nadie tiene por qué convertirse en una molestia para uno mismo. Los genitales del hombre son complejos».

Lotta volvió a quitarse la mascarilla de oxígeno e iba a decir algo de que los genitales de su hija no eran los genitales de ningún hombre , aunque el médico lo sabía perfectamente, claro, y había querido decir otra cosa, pero se sintió tan mareada que se sujetó la mascarilla y aspiró con fuerza sin decir nada.

El personal cambió la bombona de oxígeno y Lotta pidió un poco más de tiempo para reflexionar. Pensaba pedir consejo a Halla, su amiga de la agencia de viajes.

Viggó Rúnarsson se había ido del paritorio al bar directamente, y de ahí a Akranes, de donde navegó rumbo a Groenlandia, donde estaba ayudando a unos marinos portugueses a pescar bacalao para los groenlandeses, con escaso éxito, según supe más tarde, y los marinos portugueses le dieron la enhorabuena y abrieron muchas botellas en su honor y fumaron puros y jugaron a diversas cosas aprovechando la ausencia de bacalao durante varios días seguidos, mientras Viggó mandaba mensajes a casa explicando su alegría por todo aquello. Los mensajes eran todos del mismo tenor: «Espero que estés bien de salud, amor mío. No puedo esperar para estar otra vez con vosotras. Tu Viggó».

Ya hemos visto que quedaba totalmente excluida la posibilidad de intentar consultar nada con él. La amiga Halla había tenido cinco hijos de dos hombres distintos, pero en estos momentos de la historia estaba sola, aparte de los niños, claro. Lloró un poco al borde de la cama de hospital de Lotta. En cambio, Lotta rio. Era por culpa de los medicamentos, y luego lloró ella también, ¿no sería también cosa de los medicamentos? Finalmente pidieron que trajeran a Ilmur, le quitaron el pañal y examinaron el animalillo que había debajo del clítoris.

—Es casi como si se fuera a salir por su cuenta para escaparse —dijo mamá. Y añadió, tras un breve silencio y unos cuantos suspiros—: Pero no lo hará, claro.

—Te voy a contar una cosa —dijo Halla—. Una vez vi a una mujer. —Enarcó las cejas—. En la piscina. —Era como si quisiera que Lotta terminara la frase—. Con una cosa como esa. —Abrió mucho los ojos y señaló el monstruo de Ilmur—. Solo que más grande y más de adulto, claro. Igualito que un pene pequeño, es que exactamente igual. Primero pensé que aquella mujer llevaba una jaula absurda. Aquello recordaba más que nada a un pollito.

—Naturalmente, después crecerá el pelo —dijo mamá.

—Y se quedará más arrugado. ¿Lo de abajo está bien abierto?

—Sí, sí. Es como tiene que ser.

—¿Como en una mujer? ¿Sale la orina?…

—No estoy segura. Tiene que estar por aquí arriba. —Examinaron los genitales y tiraron con cuidado de la piel que rodeaba la vulva, si se podía hablar de vulva, cada una con un dedo índice.

—¿Y la vagina?

—¡No mea por la vagina, y tú tampoco!

Ya lo sé . ¿Qué te crees que soy?

Y justo a punto, Ilmur empezó a mear. Por la uretra. Lotta y Halla se encogieron cuando el hombrecito estiró la cabeza, sacó un hocico rojo oscuro y de él brotó con fuerza un chorro considerable, fino y de color claro, y tan fuerte que primero lamió la cabecera de la cama por fuera, luego bajó al hombro de Lotta, que ni chistó, atontada como estaba por las medicinas, luego a la rodilla de la preciosa criatura y finalmente las últimas gotitas le cayeron entre las nalgas y en la cama.

—Es para no creérselo —dijo Halla llena de admiración de lo bien que había regado Ilmur el mundo. Se puso en pie, se secó las lágrimas y miró a Lotta con gesto serio—. Esto es obra de Dios.

Y con eso quedó todo decidido.

* * *

No nos precipitemos, escribe elle. Naturalmente, quedan muchas cosas que os gustaría saber, pero lo sabréis todo al final. Probablemente podríamos dar todo esto por concluido en doscientas palabras más o menos —como una confesión de longitud promedio— y dejarnos de discusiones sobre el moméntum. Pero la verdad no está ahí. También tenemos que aprender a dejar tiempo a las cosas. Tal vez no importe que esto no se lea nunca, aunque sea ilegible. No por eso hay que ser descuidados.

Usted y vosotros, escribe elle, Lotta y Viggó, prepararon para su hija única, Ilmur Þöll —que es como se llamaba entonces, aunque ya no se llama así—, un lindo hogar en una casa unifamiliar al lado mismo de la plaza Hlemmur, en Reikiavik. La casa estaba pintada de blanco, mientras que todas las casas de la zona estaban revestidas de arena de conchas. Dos pisos y montones de metros cuadrados, todo repleto, quién conoce de verdad un sitio así, mayor que la inmensa mayoría de las casas, porque el capitán Viggó tenía un enorme arrastrero congelador con base en el puerto de Akranes, donde Viggó, por esa misma razón, pasaba mucho tiempo, en un piso a cargo del armador, y en la ciudad tenía sus amantes desde hacía tiempo, aunque ellas no le hacían ninguna sombra a Lotta, a quien mantenía también con generosidad. Pero Viggó pasaba poco tiempo en casa y quizá fuera lo mejor, porque era un tanto desabrido y fastidioso cuando estaba en casa, mientras que en Akranes resultaba ser el amo de todas las fiestas, de modo que probablemente lo mejor era que no se moviera de allí.

Lotta Manns y Viggó Rúnars tuvieron su primer hijo, que en cierto sentido resultó ser dos hijos, o muchos, en otoño, como ya sabemos. Los padres suelen reconocer, al menos los padres que saben del asunto —los que leen libros sobre educación, madurez, la diferencia entre primera y segunda infancia, etcétera, tal vez no los que piensan que educar consiste solamente en dar de comer al retoño y esperar a que pueda comunicarse (nada más pasar la pubertad) para mandarlo a trabajar, aunque sí otros padres, más listos desde el nacimiento—, que lo mejor es tener hijos en otoño. El motivo es que el primer medio año de la vida no es, en realidad, más que medio año de reclusión. La criatura pasa la mayor parte del tiempo en el interior de la casa, o de las casas, además, como es natural, de en su propio interior, pero cuando la criatura por fin se hace consciente de la existencia del mundo, digamos en abril, la naturaleza rompe a cantar. El retoño aprende a caminar por la hierba antes del regreso del otoño. Va a la piscina de bebés al aire libre. Conoce el mundo desnudo y en flor.

Parece algo muy deseable y no debería extrañar a nadie. Ni siquiera hay quien lo discuta.

Viggó desembarcó, cogió a su hija en brazos, le hizo el caballito sobre las rodillas, le quitó el vómito de los muslos y luego se embarcó otra vez, o se fue con sus putas, lo uno por lo otro. Los portugueses no habían encontrado ni un pez, pero como él cobraba por asesorarlos y había ido en su temporada libre, ese hecho no afectaba a sus ganancias, que eran ingresos extra; Viggó había perdido ya la capacidad de decir no al dinero cuando Lotta le informó de que estaba esperando —no solo por Ilmur, pero perdió el deseo sexual hacia «la madre»—, de modo que tuvo que consolarse en Kjalarnes con una querida, que costaba lo suyo, y ahora tuvo que hacer dos mareas seguidas con Herdís de Akranes, lo que duró los dos meses siguientes, con una breve parada, como llevaba haciendo más o menos en los tres últimos.

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