Usted miró de reojo y vio que Marta tenía la mirada extrañamente perdida hacia el frente, aunque toda su atención estuviera dirigida, obviamente, hacia usted. No podía comprender cómo se daba cuenta, pero era así.
Postura del águila
En el mundo no había justicia. Nunca la había habido. No habíamos sido creados iguales y nuestras aptitudes eran distintas. Nuestras identidades —los grupos a los que pertenecíamos— eran celdas de una prisión y estábamos alerta para que nadie dañara el decoro fingiendo ser lo que no era. Y no sin malicia —al menos, no siempre—. Usted leyó en una revista semanal un reportaje sobre un hombre que había conseguido convencer a los productores de programas de entrevistas de que él era algo así como un virtuoso del yoyó. Luego se descubrió, en una emisión en directo, que era una auténtica calamidad en las artes del yoyó. Hacía girar el yoyó sin ningún control por encima de la cabeza y se golpeaba una vez tras otra en la cabeza y los genitales —se puso en grave peligro a sí mismo y a todo el estudio—. Alguien habría tenido que parar a ese hombre, pensarías tú. Alguien habría tenido que intervenir con severidad diciéndole: Tú no tienes ni idea de yoyó. Tienes que parar esta estupidez. No puedes decir que sabes jugar al yoyó cuando no sabes jugar al yoyó .
Probablemente, serviría de ejemplo. Usted trajo a la memoria que una vez leyó sobre unos médicos que trabajaban sin permiso ni formación académica, y lo mismo sobre unos pilotos de avión, y usted, como tantos otros, pensó muchas veces sobre toda clase de gente, inclusive periodistas y artistas, que eran puro fake, nada de lo que decían y hacían tenía relación alguna con la realidad en la que vivían. Pero no podía reconocer en usted misma ni falta de talento ni incompetencia, porque entonces se hundiría su mundo, pues este solo consistía en mentiras como esas.
Pero por algún motivo, lo del yoyó la desconcertaba a usted por completo. Era de una desvergüenza absoluta.
Postura del gato-vaca
Desde que Hans Blær salió del armario, estuvo jugando a dos manos con feminidad y varonía —vestía faldas de tul y pantalones vaqueros, se dejaba barba, se sometía a operaciones de aumento de pecho, a operaciones de reducción de pecho, se ponía ropa ceñida— y respondía a todas las preguntas personales de la misma forma: «Yo no te pido a ti que me dejes ver tu ropa interior, ¿no?».
Usted ni siquiera sabía que elle tenía pene hasta que lo mencionaron esta mañana en la radio (y a lo mejor ni ellos lo sabían). Solo después de la operación —Hans Blær no quería llamarla corrección de sexo , elle no podía hacer lo mismo que los demás, y decía que no podía corregir nada porque quien era libre no se equivocaba nunca— mencionó con frecuencia las dificultades físicas que habría padecido si hubiera tenido que transformar el fino gusarapo en una vagina normal.
—Pero tú tienes vagina… —decía usted sin entender más de lo que siempre era incapaz de entender.
—Sí, gracias a Dios —decía ella—. Lo que digo es si hubiera tenido que…
—¿Pero por qué es eso más difícil?
—Para hacer una vagina normal a partir de un falo, este tiene que ser grande. Preferiblemente, muy grande. Tan grande que llegue desde los labios hasta el diafragma. —Se puso el dedo índice en los labios y lo fue bajando lenta y tranquilamente hasta el ombligo—. De forma que si alguien te lo hundiera en el ano, te ahogarías con el glande. —Se cogió la garganta y aparentó que se ahogaba—. O más o menos. Por lo menos, cuanto mayor, mejor. Es la regla de oro. Hace falta mucha materia prima para construir una vagina normal. Este clitoritín mío no bastaría ni para construir un agujerito de la nariz de un bebé. —Entonces le enseñó a usted una película de hombres trans con falos artificiales y una bomba de erección en los testículos—. Mira, así se usa la bomba para levantarlo, ¡como si fuera la bomba de una bicicleta!
A usted, la bomba le recordaba más a un aparato de tomar la tensión. Usted intentaba fingir indiferencia cuando Hans Blær empezaba a decir obscenidades. Usted sabía que si mostraba alguna clase de turbación, elle se sentiría animade a decir más.
—Mamá, mira, te lo estoy enseñando.
Perro boca abajo (otra vez)
Propofol. Lo consultó esta mañana. No solo produce inconsciencia, sino también una especie de desaparición sin sueños. Ese era el medicamento que Michael Jackson recibió por vía intravenosa y que lo llevó a la muerte. El Propofol era uno de los anestésicos más habituales en la actualidad y no podía utilizarse, bajo ningún concepto, si no era bajo supervisión de un médico anestesista. El medicamento tardaba solo un instante en apagar al paciente —llevárselo de este mundo y sumergirlo en el vacío— y uno de los efectos secundarios más comunes era la parada cardiaca. De modo que no tenía que ser una sorpresa para nadie —ni siquiera para usted— que el uso de Propofol con fines recreativos era de lo más anómalo. Otro de los efectos secundarios más habituales era un bienestar profundo que invadía al paciente al regresar de las profundidades, y en algunos casos el medicamento provocaba también desinhibición y apetito sexual. Había casos en que los pacientes casi se abalanzaban sobre los anestesistas nada más salir del sopor, e intentaban violarlos. O al menos seducirlos, provocarlos sexualmente, hacerles proposiciones indecentes, tocamientos, miradas, usted ya había olvidado dónde estaban los límites. Pero, sobre todo, la gente buscaba la profundidad. La desaparición. El vacío. Hundirse en la oscuridad y poder olvidarlo todo. Se decía que era como si el alma se echara a dormir y descansara, para despertar renovada y fortalecida. Y despertaban alegres, según decían. Sin preocupaciones. Lo que no era poco.
Usted pensaba en la dulzura de la voz de Michael Jackson cuando hablaba. En la fuerza de la voz de Michael cuando cantaba. Cuando Ilmur tenía seis años, Michael era su favorito. El primer libro que leyó en inglés fue una biografía de Michael. Tenía la habitación empapelada con pósteres suyos. Los animalitos de circo competían por imitar su moonwalking y sus grititos de niña, se llevaban la mano al imaginario escroto y daban patadas en el aire. Eso era a principios de los años noventa. Ya entonces, usted se asombraba de cómo el mundo había perdido su inocencia —mucho tiempo atrás ya—, aunque no sabía lo que iba a traer el futuro.
En Misuri iban a ejecutar a un hombre con una elevada dosis de Propofol, pero la ejecución se detuvo en el último minuto porque tendría una influencia negativa sobre los intereses exportadores de los Estados Unidos, donde se producía el medicamento. Parecía pésima publicidad para otros usos del medicamento.
Probablemente, el caso de Samastaður no descolocaría al imperio, por muy fastidioso que fuera.
Postura de la muñeca de trapo
La chica que acabó en el hospital sufrió lo que se denomina «distonía», y en las descripciones en internet, usted pudo comprobar que se trata de una especie de ataque epiléptico. La distonía no es uno de los efectos secundarios más frecuentes del Propofol, pero figura en la larga lista de efectos secundarios probables e improbables. En Samastaður no parece que se produjeran los efectos secundarios más frecuentes —parada cardiorrespiratoria— o, si los hubo, sus consecuencias no se conocieron más allá de las puertas del centro. Usted pensaba que todo apuntaba a que Hans Blær tenía una idea bastante clara de lo que se traía entre manos. Que actuaba con prudencia y adoptaba todas las medidas de seguridad posibles.
No informaron de quién llamó a la ambulancia, pero la chica del hospital se llamaba Margrét algo. No recordaba su patronímico, y lo lamentaba. Habría querido saberlo. Querría decirlo en voz alta y clara para que el mundo se enterase de que a usted no le era indiferente su sufrimiento. Vivirá, dijeron los médicos en las noticias, y se recuperará por completo. No fue ella quien llamó a la policía, fue otra persona. Usted ignoraba lo que pasaba. La policía había convocado una rueda de prensa para la tarde y entonces quedaría todo más claro. Y seguramente mucho más tenebroso.
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