Eiríkur Örn Norddahl - Hans Blaer - elle

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En una casita de madera, más allá de la rotonda de Mosfellsbær, está Hans Blær a la luz de una vela, como un malhechor cualquiera del siglo XIX, escapando de la policía. Lo acusan de abusar sexualmente de una joven en su centro de acogida para víctimas de violación. Hans Blær es intersexual y transexual, y también es un polémico trol de los medios de comunicación. Se dio a conocer cuando era Ilmur Þöll, una chica nacida con micropene (o macroclítoris), que en su programa de radio arremetía contra los homosexuales y los transexuales. Tras el ruido mediático obtenido, Ilmur se aumentó los pechos y comenzó a administrarse hormonas masculinas y femeninas para reforzar su doble naturaleza sexual. Así nació Hans Blær, elle, y después, su centro de acogida.Esta poderosa novela nos cuenta sus 24 horas de huida y las muchas reflexiones íntimas que la acompañan. Una gran ficción hipercontemporánea que nos habla del proceso de aceptación (o no) de una persona cuya identidad de género está más allá del feminismo, la teoría queer y el movimiento LGTBI.

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Y sí. Sí, exacto. Elle había perdido la cabeza más de lo debido. ¿Cómo se siente usted, de verdad, con todo eso?

Después de quitaros abrigos de entretiempo, jerséis de fibra y pantalones vaqueros, una vez que vestíais la ropa de yoga, ecológica, ceñida pero cálida, os ibais instalando una a una en el dojo . La maestra lo llamaba así (dojo) , y a sí misma se llamaba gurú . Cuando vosotras pensabais en el dojo, era algo distinto lo que se os venía a la cabeza. Algo más violento, donde unos hombres jóvenes se golpeaban violentamente unos a otros en plena cara. Pero quizá hacían falta más de cuatro paredes, filosofía oriental y buena voluntad para llamar dojo a una habitación. Os instalabais entonces, diez mujeronas rollizas, sobre las esterillas nuevas de yoga con colores infantiles —rosas y azules— que, pese a ser nuevas, ya habían empezado a oler a secreciones de mujeres en la cincuentena.

Usted era la mayor, 58 años, y la única que ya había terminado la menopausia. Usted no le concedía especial importancia, aunque a todas debería resultarles fácil de ver, porque el curso iba destinado a ayudar a las mujeres «a sobrellevarlo», como decía la gurú Guðlaug, la que llamaba dojo a la habitación. Usted nunca admitiría que ya había dejado de ser mujer, aunque pensara que tampoco tenía tanto apego a esa denominación. Pero usted sabía que había dejado de ser mujer, con tanta seguridad como sabía que Hans Blær seguía siéndolo o no lo había sido nunca, según a qué médico se preguntara.

Elle nació con ese gusarapo entre las piernas. Un órgano al que nunca se llamaría nada que no estuviera influido por lo que no era en absoluto. Falso falo. Clitopene. Cosas así. Y usted nunca se perdonaría a sí misma por no haberla puesto inmediatamente en manos del médico para que la operara, y luego, mejor que nada, a un convento. Así habrían solucionado sus padres aquel horror. Como si nunca hubiera existido. Pero usted no era sus padres. Usted era más pusilánime. Usted se dejaba arrastrar por el espíritu de los tiempos —en aquellos tiempos se cortaban prácticamente todos los gusarapos, muchas veces sin preguntar siquiera a los padres—. Pero, claro, usted tenía amigos «liberales» que la convencieron. Que le dijeron que «eso» —sí, decían «eso», lo recordaba perfectamente— no era más antinatural que cualquier otra cosa. Y el médico aquel. Él dijo que no había ningún motivo para que un individuo nacido con un gusarapo en vez de… una chocolatina entre las entrepiernas… tuviera que ser desdichado, o un marginado de la sociedad, o inservible socialmente. Ningún motivo. Al contrario, un individuo así podría sacar fuerzas de su particularidad, un individuo así había de tener un punto de vista único sobre la sociedad patria, desligado del «milenario encajonamiento del pensamiento patriarcal». Usted lo recordaba como si lo hubiera oído ayer.

Y así era todo también en casa. No había trabas para Hans Blær, a quien su peculiaridad proporcionaba una gran «fuerza».

Y todos estaban de acuerdo en que el gusarapo estaba más cerca de ser una vulva que un falo, y aunque usted no dejara que se lo cortasen, crio a Ilmur como niña. Le dio nombre de niña. Le dio vestidos. Le dio cepillos para el pelo y la enseñó a hablar de sí misma en femenino. Fue culpa de usted. Que ella sería dichosa, y no dichoso. Se le pasó por alto que pudiera ser dichose. Eso no había llegado aún.

Postura fácil

Estuvo a punto de dejarse caer en la colchoneta de yoga y echarse a lloriquear como una tonta, pero en el último momento se dominó y se sentó con las piernas cruzadas sobre la parte más carnosa de su cuerpo. Probablemente eran solo las mujeres quienes adquirían semejantes posaderas. Las mujeres avejentadas quizá siguieran siendo mujeres, después de todo, igual que los radiocasetes seguían siendo aparatos de reproducción de sonido. Mujeres con culos gordos y cuerpos inútiles. El tatami olía a la menopausia de todas esas mujeres. Usted ya no olía a nada. La gurú Guðlaug conectó un pequeño iPod con un delgado cable que se extendía por el lado izquierdo de su esterilla, y de los altavoces brotó música para meditación. La música estaba interpretada con un instrumento cuyo nombre usted desconocía. Una especie de cítara, mandolina, guitarra trans o violín extraño, o una combinación de todo a la vez. Las señoras se miraban de reojo unas a otras y sonreían como si compartieran un secreto, pero a usted no le sonreía ninguna, y usted no tenía ningún secreto guardado.

Usted hacía lo que ordenaba la gurú Guðlaug, levantaba los brazos por encima de la cabeza y aspiraba hondo, se estiraba hacia los lados y echaba el aire. Todas erais flexibles en grados muy variados, pero usted no era la más agarrotada, aunque fuera la mayor, y tampoco era la que más practicaba ni la que peor olía.

En realidad eran unas exageradas con lo del olor, muy pocas de vosotras no olíais demasiado, pero las que sí, olían suficiente como para parecer un rebaño de ovejas mojadas.

Postura del pez

Se inclinó hacia atrás, se tumbó de espaldas y extendió los brazos por encima de la cabeza. Tenía los ojos cerrados, pero oía protestas: la postura no era adecuada para todo el mundo, aunque usted se sentía cómoda, como si hubiera ganado en una especie de lotería de la vida la capacidad de estirarse más que otras mujeres más jóvenes que usted. Usted estaba a la derecha, en la parte delantera de la sala, y abrió los ojos para ver lo que estaba haciendo la gurú Guðlaug, y al abrirlos y girar la cabeza hacia la esterilla más cercana, Marta dio un respingo y cerró los ojos. La gurú Guðlaug tenía los brazos un poco hacia los lados. Probablemente, Marta había estado mirándola a usted. También había estado pensando en algo. En qué madre tan desdichada era usted. Con un problema genético e incapaz a la hora de socializar, como si nunca hubiera tenido hijos. Marta y usted se conocían desde hacía más de diez años, desde el cambio de sexo, la corrección, el cambio de ciclo, y ella nunca dijo una sola palabra sobre Hans Blær, al menos que usted pudiera oír, sabía lo difícil que aquello había sido para usted. Pero en esos ojos vueltos a cerrar a toda prisa, usted se dio cuenta de que todo había cambiado. No era lo mismo ser madre de alguien que se entretiene rompiendo las normas de convivencia de la sociedad, que serlo de alguien buscado por la policía por graves agresiones sexuales. Usted estaba segura de que elle era inocente hasta que se demostrara su culpabilidad, aunque sabía muy bien que era culpable —en lo más profundo, e incluso también en la superficie— y no había nadie que lo dudara.

Y luego arriba y de espaldas.

Postura del bebé feliz

Hans Blær fue un bebé feliz, igual que usted en la esterilla de yoga, de espaldas, con las piernas levantadas y los dedos de las manos en los talones. Elle —o ella, entonces era ella, da igual lo que diga cada uno, la vida de usted no era una mentira, simplemente era lo que era— era la persona más tierna que se pueda imaginar. Más tranquila que los demás niños, más dócil, pero también más jovial e imaginativa, y siempre divirtiendo a los demás. Una vez —usted lo recuerda como si hubiera sido ayer— se dedicó a cantar al revés, después de ver a un chico haciéndolo en televisión. Era como si su cerebro poseyera dotes especiales para ciertas cosas. Quizá fuera precocidad y quizá fuera simplemente madurez. No tenía más que seis años. Día tras día le pedía que dijera palabras, que ella aprendía entonces a decir al revés, y una vez por semana aprendía una canción nueva.

Tanisasu netie un tonrá, un tonrá tinquichí

que meco telacocho y rontú

y taslibó de nisá.

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