Eusebio Ruvalcaba - Pocos son los elegidos perros del mal

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Los perros del mal no perdonan. La vida, tampoco. sin tregua y en implacable cotidianidad nos muestra los afilados dientes, que muy despacio va encajando en nuestro sinsentido, desamparo, soledad, sordidez, al tiempo que cada uno de nosotros va puliendo sus propias garras para celebrar su propia ironía. Leer la vida desde estos cuentos de Eusebio Ruvalcaba es encontrarle sustancia a los acontecimientos habituales de una existencia cualquiera, que aquí se van retratando en su más pura realidad.

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Quiso ir más allá en ese esfuerzo mnemotécnico pero el sueño empezó a vencerlo. La noche era inclemente. Si sólo tuviera un trago más, cobraría ánimos, se pondría de pie y seguiría su destino.

“¡Quítate animal!”, le gritaron de pronto. Hasta ese momento se dio cuenta de que estaba sentado en la entrada de coche de una casa más grande de lo que nadie se hubiera podido imaginar. Se miró sus ropas, andrajos podridos y tumefactos, y consideró que en la vida podría entrar a una casa así como invitado de honor. Ni siquiera como criado, concluyó.

“¡Quítate animal, pendejo!”, volvió a escuchar. Pero ahora el auto se había trepado a la banqueta y le había echado las luces encima. Se encontraba a escaso medio metro de esa máquina que lo amedrentaba con acelerones continuos. Supo que la voz provenía de quien se hallaba sentado en el lugar del copiloto. Se percató una vez más de que, en efecto, estaba estorbando la entrada de un automóvil, y a él lo último que le gustaba era estorbar. Ésa había sido su filosofía a lo largo de sus cincuenta años. Cualquier cosa antes que estorbar. Cuando en la noche llegaba su hija adolescente a casa, él se hacía a un lado y corría a encerrarse a la recámara. Cuando su esposa trazaba el gasto del mes, él prefería salir a la calle y caminar antes que meter las manos en algo que ni le importaba. Porque estaba seguro de que su sola intervención habría sido consideraba una intrusión, un estorbo.

Recibió la patada en un costado. Uno de aquellos dos individuos —¿serían únicamente dos, no vendrían más en la parte de atrás?— se había bajado y le había dado una patada con todas sus fuerzas. Y a la patada sobrevino una carcajada. “¡Muévete, pendejo, hijo de tu puta madre, antes que te mate!”, lo sacudió la amenaza.

Pero una patada no era gran cosa. Tenía años en estado de ebriedad y lo habían atropellado tantas veces que ya ni se acordaba. Claro que los atropellamientos no pasaban de ser golpes reblandecidos. Apenas lo rozaban los autos. Tan levemente, que enseguida se incorporaba y proseguía su camino, no sin antes brindar por su buena suerte. Así que, bien visto, esa patada no era otra cosa que un automóvil rozándole la espalda. Bien podría aguantar otras embestidas. Oyó abrirse la otra puerta y la voz del conductor que exigía darle la siguiente patada. “No me quites ese gusto, cabrón”, alcanzó a escuchar. Y le llegó el tufo a alcohol. No había diferencia entre el aliento de un teporocho y el de un hombrecito refinado y cursi, se dijo. La pestilencia era la misma. Aunque con un poco de esfuerzo podría distinguir si predominaba el ron, el whisky o el brandy en el aliento que salía de aquellas bocas. Tantos años le habían prodigado cierta sabiduría olfativa. Agradeció a Dios, que lo había dotado de un sentido tan fino.

Sintió la otra patada en el costado derecho. Este hombre tenía más fuerza que el otro. Entonces empezó la llovizna de golpes. Él se cubrió la cara con las manos y se dejó caer. Hecho un ovillo las patadas lo dañarían menos. Pensó en su esposa y en su hija. Estas patadas eran dulces caricias comparadas con aquéllas, se dijo. “Eres un inútil y pobre diablo”, “Contigo estamos sometidas a un infierno en vida”, “No sirves para nada ni como hombre ni como empleado ni como nada”, “Tú no me quieres, papá”. Se relamió los labios. Quizás lograría captar el simple aroma del whisky. Y con eso darse un levantón. Con eso se conformaba. Había dejado de sentir las patadas. El dolor se había dormido. Si le ofrecieran un trago se iría de ahí cuanto antes. Porque él odiaba estorbar. Nadie tenía derecho a estorbar. Le dio la razón a sus golpeadores.

Crónica de un día sin retorno

7:00 hrs.

Es la hora álgida en una noche de trago, cuando se ha estado bebiendo por horas incontables. Entonces se mira el reloj y son las 7 de la mañana. Aquella carátula en la muñeca indica más que una hora, fácilmente legible en manecillas y difícilmente en lectura digital.

Hasta hace un par de horas, las cosas marchaban a velocidad regulable. Bastaba con meter el freno de mano para que aquel cuerpo devastado encontrara la paz. Porque la euforia o la melancolía —ambas perfectamente identificables— no son condición del hundimiento de un barco. Más bien contribuyen a darle solidez a la estructura. Se está eufórico, se está melancólico, y significa que la nave sobrevive, que hay ciertos vientos favorables que la impulsan.

Qué paradójico: conforme la luz se avista en el horizonte, la sombra interior apabulla. De 6 a 7 se tiene la idea de que amanecerá, pero de 7 a 8 es un acontecimiento ineludible o, mejor, trágico. Por más que se ruegue a los dioses, aquel sol devendrá haciendo trizas las más optimistas ilusiones, si es que un hombre que bebe de 7 a 8 de la mañana tiene ilusiones.

7:10 hrs

Por regla general, un buen tomador no contempla seguir bebiendo entre las 7 y las 8 de la mañana. Columbra la jornada como un camino que habrá de recorrer sin mayores sorpresas. Esto es, a las 7 y 10 de la mañana se mira durmiendo al lado de su linda esposa. Pero sucede que de pronto las cosas no salen como estaban planeadas. Porque absolutamente todo puede salirse de control. Máxime si se piensa en un bebedor convencional, previsible. Justo ese hombre enemigo de las sorpresas. Y es precisamente cuando se trata de un hombre así, que el alcohol es capaz de hacerlo suyo tal como un maestro titiritero manipula sus personajes. Porque lo único que está haciendo el alcohol es darle a ese hombre el poder que necesita y que tiene dentro, pero que está impuesto a someter.

7:19 hrs

De lo que se está hablando es de un hombre que defiende su derecho a beber en los límites establecidos por él mismo, que conoce los alcances de su palabra y que es enemigo de alardear como punta de lanza para que se le abran las puertas. Son los bebedores que no están acostumbrados a causar problemas, es más, que odian tener problemas. Los mesurados. Y al revés, cualquiera se preguntaría: ¿qué chiste tiene para un bebedor desastroso que la luz lo sorprenda con un vaso en la mano, en un bar de mala muerte o en una casa desconocida, a las 7 horas y 19 minutos de la mañana? Ahí no habría el menor mérito. Conoce la rutina. Sabe los guiños, domina los trucos para hacer de esa briaga una jornada más. No sólo él administra a su antojo los trucos; también su esposa; tan así que no lo extrañará a la hora de conciliar el sueño, y menos se asombrará cuando lo vea entrar por la puerta con las pupilas encendidas, el aliento a ron añejo, desfajado y sin corbata. Para un beodo de calibre .45 aquella noche no le dice nada en especial, salvo que está en el camino correcto. En la bolsa interior del saco trae el anuncio de una chamba “que seguramente me darán”, y con un par de huevos a la mexicana y una cerveza helada todo regresa(rá) a la normalidad. Se dice.

7:28 hrs

El otro bebedor es el que de veras interesa. Ese hombre cauto, a quien le atrae el placer de beber, no los excesos; ese individuo rígido, que suele cumplir las promesas hechas a su mujer de llegar a buena hora, para no sembrar un mal ejemplo, apunta, en los hijos, para no ser amargo caldo de cultivo de sus vecinos; ese tipo que no está dispuesto a tener un altercado por un par de copas más. Pero he aquí que no se trata de un simple altercado. La falta de destreza nocturna será la peor consejera. ¿Cómo impedir que le tomen el pelo, que se haga escarnio de su persona, de él, que es tan recto?

7:40 hrs

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