Ricardo Reina Martel - Cartas a Thyrsá. La isla

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Cartas a Thyrsá. La isla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sensibilidad, dolor, entusiasmo y pasión coinciden en un entorno imaginario donde surgen variopintas mitologías. De la trama surge el dulce aroma de lo céltico y las antiguas tradiciones norte europeas, la Grecia ateniense e incluso descaradas reminiscencias hacia Al-Ándalus.Entre la riqueza de escenarios, este libro introduce al lector en un mundo de fantasía que se aleja de las superfluas obras del género. En cada página subyace una base de filosofía, siendo el amor y su búsqueda la primera causa como dulce pasión que nos hace trascender a cualquier tipo de conflicto.

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Junto a nosotros, disfrutan de lo lindo madre Latia y el abuelo Arón, que se les ve dichosos, oyendo las palabras surgidas en boca del Errante, dejándolo relatar a su aire. Sin apenas interrumpir su extensa y a veces cansina narración, oímos por primera vez hablar de las blancas arenas de playa Nardos y del mar del Estío en Mirás, y cruzamos nuestras miradas a un mismo tiempo, pues aunque siempre nos habíamos hallado cerca, nunca vimos el mar. Entonces Mó promete llevarme y descubrir juntos esa inmensa llanura de agua, donde según se cuenta; el horizonte se convierte en una elevación ondulante salpicado de espuma blanca. Luego, tras un inciso nos habla de la batalla en playa Arenas donde se sellaron las pautas que conforman el nuevo mundo, narrando este episodio con mucha pena en sus ojos. El Errante parece haber surgido de un cuento, su rostro es lánguido y caído, la dentadura algo notoria y sus cabellos dilatados se enmarañan como una selva. Es un Nómada y se encuentra aquí, en este mundo, principalmente para describir y dar testimonio.

El abuelo aporta un cesto cargado de manzanas que devoramos con avidez, luego tumbados alrededor del fuego, pasamos la noche soñando que transitábamos por lugares lejanos e inhóspitos. Hasta que en un momento dado, siento a Ví abrazarme y refugiarse pegándose a mi cuerpo, quedando ambos enlazados y profundamente dormidos.

El amanecer de ese día es sin duda el más hermoso de la tierra y entre las lejanas montañas se deja traslucir la luz dorada de la mañana. El abuelo Arón y madre Latia elevan sus plegarias a orillas del lago, sin advertir que desde el suelo y bajo las mantas, somos testigos del rito. Más tarde refrescamos nuestros rostros en el agua del lago, a la vez que desenredo mis cabellos, al resguardo de la hoguera que aún se mantiene encendida. El Gris me ofrece una infusión que según dice vigoriza el cuerpo y despeja la mente. Nace un día más y cierto tono purpúreo se refleja entre las grietas y escarpados de las altas montañas, matizando sombras y penumbras en algunas zonas del lago y sin embargo… sobre las cumbres más altas resplandece en lontananza, el esplendor de una limpia y blanca nevada.

Pasados ya los tres meses de camino, al fin cruzamos El Cordón de la Díala, que no es más que una empalizada compuesta por una espesura retorcida. En principio, la carencia de espacio entre los árboles imposibilita un rápido avance, siendo realmente impracticable, abandonar la insignificante senda que retorcidamente se adentra en el bosque. Pasadas unas horas, los árboles negocian su propio espacio y poco a poco la floresta se va despejando. En un momento de la tarde, el grupo lanza un grito de sorpresa y asombro, ante la presencia de una manada de nóveles cervatillos que cruzan velozmente ante nosotros y en dirección hacia una loma elevada y abierta, desde donde se puede observar un cielo tremendamente azul.

Al día siguiente el paisaje cambia considerablemente, alcanzando los llamados Campos de Daflor, siendo pues la bondad de la madre tierra y sus frutos, cuanto se nos revela ahora. Nada malo puede surgir de este lugar, la fragancia del tomillo anega la campiña, los retorcidos robles quedaron muy detrás y ante nosotros, se extiende una dehesa conformada por alcornoques y frutales, que hallándose en flor; muestran un estallido de variopintos colores. Todo reboza en piedad y misericordia; la primavera debería permanecer siempre sobre la tierra, pensé. Deberíamos reivindicarla para que pasase a ser la estación natural del hombre.

A partir de ese momento del viaje, nadie se atreve en mencionar palabra alguna, ya que ninguno de nosotros desea interrumpir la magnitud que nos rodea. Era como si el sonido y la vibración que surgen del Valle lo envolvieran todo y no existiese la necesidad de comunicarnos. Bajo un roble milenario, encontramos diversos víveres y frutos a nuestra disposición, invitando a refugiarnos y a hacer un alto en el camino. Entre sus prominentes raíces, se levanta un pasillo que penetra hacia el interior del mismo. El abuelo nos recomienda pasar la noche bajo el árbol, que resulta ser como una pequeña caverna. Un manantial brota junto a sus raíces, por lo que aprovechamos madre Latia y yo para darnos un buen baño, en una cuba de madera que parece dispuesta para dicho menester. Entrada ya la noche recogemos el lugar, tan rápidamente como podemos, y entre risas y bromas dejamos entrar a los hombres que aguardan desesperados e impacientes, poder asaltar la sabrosa cena que nos aguarda.

La llegada al Valle de las Estrellas

Al despertar en el nuevo día, un enorme venado se asoma imponente, sobresaliendo por la delgada línea que marca el horizonte. Era el Magna Anta, la presencia más antigua del bosque que nos recibe y otorga el consentimiento para acceder al Valle.

Dejamos atrás los campos de Daflor y sus frutales, dando entrada al Valle de Tara, uno de los lugares nobles de la isla. Conforme descendemos, las huertas y sembrados van ganando lugar. Cercados y acequias nos señalan por donde proseguir y los naranjos al borde del camino, nos brindan el perfume del azahar. El viaje toca a su fin, suponiendo ello, la separación de Ví, mi amor. Ahora cada uno de nosotros tendrá que enfrentarse a una nueva forma de vida. El abuelo y Latia han decidido sobre nuestro futuro, quedando ahora, un largo trayecto por delante, comprometiendo una ardua y dificultosa formación.

Reconozco a la dama que nos aguarda, justo a la entrada de lo que parece ser un pequeño poblado. Es la simpática asistenta que me acompañó en el día de la muerte de Mamá la yaya, la reconozco al instante, ya que su cabello rapado no da lugar a dudas y miro si aún mantiene la ornamentada trenza oscura que llamara tanto mi atención. Efectivamente la trenza le cae sobre los hombros, superando incluso su cintura. Carita de porcelana, piel exquisita, delgada y alta de estatura.

Se halla al inicio de una calzada empedrada, justo donde concluye el camino de tierra y arcilla. Apeándome de Dulzura, me coloca una diadema rosada alrededor de mis cabellos y un precioso collar de orquídeas blancas, colgando sobre mi pecho.

—Bienvenida a Tara, la tierra de tu primavera.

Quedo atónita sin poder responderle, impresionada por las agraciadas doncellas que la rodean. Latia baja del caballo y besa a la joven en la frente, mientras esta se inclina ante ella. Entonces caigo en la cuenta, de que realmente desconozco a la persona que me ha cuidado y con la que he convivido los últimos años de mi vida.

¿Quién era en realidad Latia? ¿Qué relación mantenía con esta tierra?

La observo, advirtiendo el cambio producido en su aspecto desde la salida de Hersia y a pesar de haber soportado tan largo y fatigoso viaje, camina erguida, e incluso percibo la sensación de haberse rejuvenecido. Ahora debo montar sobre la yegua Dulzura y hacer la entrada al Valle acompañada solo de mujeres, así lo manda la costumbre.

[20]Primera luna de la primavera y cuarta del año.

[21]EL Valle, adherido en su conjunto y por la zona sur al Bosque Powa, conformando un único ecosistema.

IX -Ixhian

La llegada al País

Ixhian monta sobre Sumo, compartiendo el bello caballo azabache con el abuelo. Preferían que Thyrsá hiciese la entrada en solitario al Valle, sobre la orgullosa y blanca Dulzura, tal como mandaba la tradición; tan solo era una cuestión de géneros.

Desciende nuestro joven del caballo y se adelanta hasta Thyrsá que se encuentra junto a la agraciada Asia, besándola y aguardando una palabra que no llega. Con el corazón acongojado intenta disimular su turbación. Él sabe que de momento la historia hace un receso y la niña Thyrsá se ha de incorporar a Casalún, en donde habrá de formarse y pasar los próximos años. En esos instantes de incertidumbre, la mujer más hermosa de la tierra, se marchaba coronada por una diadema de flores rosadas, y cuando menos se lo esperaba nuestro joven, volvió su rostro ausente y dispuso su mejilla en espera de recibir un último beso. Hasta que definitivamente, la niña se decide por unirse al grupo de muchachas, emprendiendo la bajada hacia el Valle. Madre Latia le ofrece una toga de piel al joven para que se arrope durante la travesía.

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