Puede que hiciera falta sincerarse consigo mismo para darse cuenta de que la envidia que sentía por su amigo Álex, con el que había compartido tantas clases de interpretación, se había esfumado como por arte de magia. Entendía perfectamente que Álex no le cogiera el teléfono, ni le contestara los mensajes, ni le devolviera las llamadas. Todo parecía indicar que su despreocupación solo podía significar una cosa, y es que su baja por depresión no era ningún farol. Álex iba a volcarse en cuerpo y alma para la pronta recuperación de Mario. Kovak escrutó el rostro de su eterno amigo mientras divagaba por los recuerdos de su infancia. Su serena cara estaba tan magullada que apenas lo reconocía. Se tomó unos segundos para suspirar. Después escrutó los rostros de los progenitores de Mario. Quizá fuera en ese instante cuando se percató de la gravedad del asunto. Pero no podía darse por vencido, y necesitaba estar a solas con su amigo una vez más, como cuando compartían secretos en el patio del recreo. No iba a ser fácil si los susodichos iban a estar presentes en el hospital cada dos por tres. Tampoco les pondrían las cosas precisamente fáciles. Menos mal que Kovak siempre había sido bien recibido por la familia y le tenían un gran aprecio en general. Después de todo, Kovak había sido el amigo con el que Mario había crecido. Habían ido juntos al colegio, al instituto, de fiesta, de acampadas, de excursión, de viaje… Lo hacían todo juntos, hasta que Álex ocupó un lugar que jamás creyó posible.
—Kovak, qué alegría verte —saludó María del Mar propinándole un abrazo. Juan Antonio le estrechó la mano.
—Me alegro de verlos, señor Amengual, señora Herrera —contestó Kovak con educación, como había hecho desde la infancia—. Espero que por lo menos hayan podido disfrutar del viaje.
—Sí… —respondió Juan Antonio—, pero la vuelta no ha sido muy agradable.
—Lo sé… —parpadeó Kovak—. Ha sido muy duro para todos.
—Ahora que estás aquí, seguro que Mario despierta —dijo María del Mar mintiéndose a sí misma—. Ya lo verás. El doctor Martorell dice que Mario escucha todo lo que decimos, aunque esté en coma. Así que ya sabes qué hacer. Seguro que le ayudas.
—Deposita demasiada confianza en mí, señora Herrera.
Cuando se lo proponía, Kovak podía llegar a ser un encanto.
—No seas modesto —contestó la mujer—, sabes que siempre has sido como de la familia. Y deja de llamarme señora Herrera. No será que te lo he dicho veces.
—La costumbre, perdóneme.
—Estamos convencidos de tus buenas intenciones, Kovak —intervino Juan Antonio Amengual—, lo demuestras viniendo hasta aquí.
—Gracias.
—Sabemos también la buena influencia que has sido siempre para nuestro hijo —continuó.
—Gracias otra vez. Mario se merece más que eso. Le debo mucho.
—Creo que, de alguna forma, podrás ayudarle… —insistió María del Mar.
—Eso ya me ha quedado claro, María del Mar, pero no sé cómo puedo hacerlo, la verdad. No creo que contándole batallitas mientras está en coma sirva para algo.
—El doctor dice que sí, que detecta algo así como vibraciones. Que su cerebro interpreta las tonalidades de la persona que está hablando y absorbe esa especie de energía. El subconsciente, lo ha llamado.
—Ya veo —respondió Kovak, disconforme—. ¿Y qué pretendéis que haga?
El matrimonio se miró a los ojos. Tramaban algo.
—Necesitamos que le recuerdes la persona que ha sido. Háblale de vuestra infancia. Pero no le hables de Álex. No queremos que le recuerdes lo traumático que ha sido para él conocerle. Él ha sido el responsable de que esté ahora mismo en una cama postrado y de la que es posible que no vaya a levantarse.
Kovak continuaba en sus trece pensando que no servía de nada hablarle a una persona en coma o que estuviera soñando con Dios sabe qué, por eso detectó cierta extrañeza en aquellas palabras. Las intenciones del matrimonio eran totalmente cuestionables. ¿Qué pretendían conseguir con aquel propósito?
—No entiendo muy bien lo que me estáis pidiendo —dijo Kovak algo desorientado.
María del Mar miró a su marido y este asintió dándole su aprobación.
—Ven. Acompáñame fuera —le dijo agarrándole del brazo obligándole a salir al pasillo.
—¿Qué me propone, señora Herrera?
—Por Dios, Kovak, deja de llamarme señora.
—Está bien, perdone.
—Los dos sabemos que aprecias muchísimo a mi hijo… —su voz se tornó melosa, pareciendo casi un susurro.
—Por supuesto, es mi amigo.
—Esta tragedia —continuó María del Mar—, nos ha cogido a todos por sorpresa. Mi hijo tiene pocas probabilidades de sobrevivir, pero quiero que quede claro una cosa: soy su madre y haré todo cuanto esté en mi mano para que Mario se recupere. Y cuando digo todo, es todo. Sé que tú le tenías mucho aprecio, pero mi hijo no siempre se mostró muy fiel contigo, ¿me equivoco?
—Mario siempre ha sido un poco suyo —contestó—, pero es mi amigo, y nunca hemos dejado de serlo.
—Lo sé, lo sé… —prosiguió María del Mar acariciándole la barbilla—. Tú eres la persona que siempre ha debido estar a su lado. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no?
Kovak asintió a regañadientes.
—Por eso creemos que puedes ayudar a que nuestro hijo se recupere. Mi marido y yo, tenemos mucha fe en ti. Nunca hemos puesto en duda tu amistad con Mario.
—Todavía no sé muy bien qué es lo que queréis que haga, María del Mar. Estoy algo confuso.
Los focos del pasillo hicieron aparecer un destello pétreo en la mirada de María del Mar.
—Tú trabajas con Álex, ¿no es cierto? —le preguntó.
—Así es.
—Entonces verás todos los días a esa sabandija —continuó amenazante.
—Digamos que sí. Y no es una sabandija, es una persona. Pero ahora está de baja en la empresa.
Ese dato sorprendió a la señora Herrera, la cual mostró cierto enojo comedido. Para entonces, Kovak comenzó a atar cabos. Notaba cierto aire cargado en ese pasillo y no se trataba solo de las vibraciones que emitían los pacientes enfermos de la planta. Había algo más que solo Kovak podía percibir. Era esa mirada macabra de la madre de Mario. Estaba escupiendo fuego contra una persona a la que despreciaba con toda el alma. Era su amigo, su compañero de trabajo y su mejor confidente. Sintió el escaso apego que sentía esa familia por Álex, esas ganas de dejar claro quién mandaba sobre su hijo. Esas ganas de crear barreras sólidas para que nadie ni nada traspasara los muros familiares.
—¿Qué es lo quieren? —preguntó Kovak serio, adusto.
—Queremos que seas tú el que se encargue de que ese energúmeno no vuelva a pisar este hospital —contestó finalmente—. No lo queremos cerca de mi hijo. Su presencia solo puede empeorar su recuperación. Necesitamos que te encargues de que no venga. Por nosotros, por Mario.
Al fin. Kovak confirmó sus sospechas. Los padres de Mario le estaban pidiendo —o exigiendo más bien— que consiguiera vetar la poca amistad que quedaba entre Mario y Álex. Ahora cuando todo parecía derrumbarse, ahora que finalmente Kovak se demostró que había sido él el que había fallado a su amigo Mario durante tanto tiempo, ahora, en ese instante, vio crueldad en sus ojos, tanto que le advirtiera su amigo años antes. María del Mar dejó mostrar el lado más amargo de la tristeza y desesperación, intentó manipular a Mark Bou de la forma más deshonesta posible. Pero no lo consiguió.
—No me lo puedo creer. Mario tenía razón —dijo para sí—. Siempre me lo repetía y yo no le hacía caso. Creía que llevándole la contraria estaba haciéndole un favor, pero no era así. Cada vez que se quejaba de sus padres yo le decía que no debía hablar así de vosotros, que no podía ser que las cosas estuvieran tan mal como para que no os dirigiera la palabra, pero ahora veo que tenía motivos suficientes.
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