Charlie Jiménez - De viento y huesos

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Mario es un joven de 34 años que proviene de una familia adinerada. Aparentemente, nunca le ha faltado de nada. Sus padres regentan uno de los más prestigiosos bufetes de abogados de toda Cataluña, su hermana y amigos han sabido mantenerse cerca de él cuando lo necesitaban. Sin embargo, siempre ha descuidado el amor. Un día, Mario toma una trágica decisión que cambia por completo la vida de sus seres queridos. Viento y huesos no solo es un viaje a los paisajes más impresionantes y recónditos de Mallorca, si no a una mente quebrada por las fuertes pasiones, y el desconcierto que supone la falta de cariño. Charlie Jiménez, en su segunda novela, arriesga y sorprende por narrar de cerca los problemas con los que convive el ser humano.

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—Estos pilares se construyeron con piedra arenisca que se extrajo de las canteras de Lluchmajor y Santanyí —le explicó Mario haciendo alusión a dos pueblos del sur de la isla.

Álex llegó a contar hasta catorce pilares, siete en ambos lados. Eran extremadamente delgados y muy altos. Después observó la fachada interior del edificio. En sus laterales, logró vislumbrar hasta siete rosetones adheridos. Sin embargo, lo que más llamó su atención fue la cantidad de ventanales de los que disponía la basílica. Ochenta y tres, para ser exactos. Aunque lo más impresionante, si es algo de lo que podía presumía el templo, era el flamante rosetón central de trece metros de diámetro.

—¿Ves el gran rosetón? —señaló Mario—. Dicen que es el más grande de todas las catedrales góticas del mundo. También es una de las catedrales más altas. Cuarenta y cuatro metros, que se dice pronto. Superada por la catedral de Beauvais de Francia, y por la catedral de Milán, por cuatro y un metro, respectivamente. Estos dos datos son muy importantes, porque gracias a su altura, hace que la luz penetre con soltura dando esa sensación de ingravidez que sientes ahora mismo. Esa emoción que experimentas, lo hemos sentido todos la primera vez que tuvimos la oportunidad de entrar. Pero es algo que se repite al estar aquí dentro. Es mágico. Creo que por eso la llaman La catedral de la luz.

Su amigo estaba asombrado. Ahora ya no observaba al rosetón. Observaba a Mario, con la boca desencajada. Álex estaba maravillado por su explicación, y no solo eso, quedó prendado de la sabiduría que desbordaba. Mario parecía no mostrar interés en narrar aquella historia, pero nada más lejos de la realidad. Para él algo así era lo más natural del mundo. Disfrutaba contando historias, cultivar la mente de otras personas. A Álex le impresionaba su capacidad para hacerlo. No había sido ninguna excepción.

—Un momento… —Mario extrajo el móvil del bolsillo y miró el reloj—. ¿Hoy es dos de febrero?

Álex asintió. Mario lo observó de reojo y mostró una mueca de orgullo. Supo de inmediato el porqué de la entrada gratuita.

—No hemos podido tener más suerte —le dijo—. Observa el techo.

—No veo nada…

—Espera… —Mario extrajo el móvil de nuevo. No dejaba de sonreír—. Debería empezar ahora mismo. Allí, en el centro.

Como si aquel suceso estuviera programado por el Universo, los ventanales y rosetas comenzaron a emanar contrastes cromáticos por propia voluntad. Los rayos de luz se atravesaban unos a otros creando un gran espectáculo luminoso. Era un día soleado, perfecto para que el templo mostrara todo su esplendor. Álex no podía creer que presenciara aquella representación de los colores primarios. Atónito, compaginaba miradas entre los haces de luz y su compañero.

—Ahora observa bien —le aconsejó Mario—. Los rosetones más grandes. Los opuestos.

Una luz que entraba y se filtraba por el rosetón principal comenzó a dibujarse en la fachada interior contraria. Justo debajo del rosetón mayor. La esencia multicolor esbozaba trazos de naranja ocaso, rojo carmesí y pinceladas de un azul marino en la piedra de la catedral. Aquella luminosa esfera poco a poco subió, hasta colocarse justo debajo del rosetón de cristal.

—El espectáculo del Ocho —aclaró Mario, y su sonrisa se amplió mostrando unos dientes perfectos.

Los turistas que habían esperado impacientes a que llegara ese momento, comenzaron a aplaudir y la basílica se llenó de ovaciones y silbidos. Solo entonces, Álex reparó en la cantidad de gente que había acudido para ver tal espectáculo.

Muchos de aquellas personas, abandonaron La Seu al terminar. Mario y Álex los imitaron. Habían tenido tiempo suficiente de contemplar su magnitud. En un par de horas, el reloj marcaría las dos en punto, así que los jóvenes se fueron a comer juntos. Buscaron un restaurante cercano y estuvieron charlando largo y tendido de la impresionante escena que habían vivido hacía escasas horas en la catedral de Mallorca. Ya era media tarde cuando Álex propuso que se acercaran a Ca’n Joan de s’Aigo a tomar un café. Uno horchatería y chocolatería tradicional emblemática de la capital, fundada en el año 1700. A Mario le pareció una gran idea, ya que solía acudir a dicho local con asiduidad, así que dirigieron sus pasos hasta ese lugar.

Tuvieron que esperar cerca de media hora a que algún cliente despejara alguna de las mesas. Descubrieron que el local apenas había cambiado con el paso de los años y aunque se sentaron prestos y enérgicos, ver las caras de los camareros que servían las mesas les dejó una sensación agridulce debido a la ignorancia que mostraban hacia sus clientes. Diez minutos después, se acercó un camarero alto, delgaducho, con diferentes manchas en el uniforme de trabajo. Al principio se mostró tosco y torpe, después volteó un par de hojas de su cuadernillo para tomarles nota. Su presencia no presagiaba grandes dotes educativas, ya que evidenció un tono molesto al atender a sus nuevos clientes. Sin despegar la mirada del cuaderno les tomó nota. Mario pidió un café bombón y un helado de almendra.

—¿Y usted? —preguntó el descortés camarero a Álex sin prestar más atención de la adecuada.

—Un café con leche y una ensaimada —contestó.

—Muy bien. Gracias.

Como si eso hubiera servido de algo, los dos amigos empezaron a conversar mientras el camarero se tomaba su tiempo en servirles.

—¿Cómo es posible que sepas tanto sobre catedrales? —le preguntó Álex a su amigo con curiosidad.

—Digamos que me gusta investigar —respondió—. Indago por Internet cuando me aburro.

—Entonces te debes aburrir mucho. —Rio su amigo.

—La verdad es que no. Apenas tengo tiempo. Desde que trabajo en el restaurante vegetariano no paro.

— Ah, claro, es verdad. Por cierto, ¿cómo llevas eso de ser camarero?

Mario cogió aire para llenar los pulmones. Era la primera vez que alguien le preguntaba por su trabajo.

—Bien, bien —dijo apenas sin convicción—. Me habían promocionado para ser maître , pero al final han elegido a un compañero que llevaba siete años en la empresa.

—Vaya, lo siento.

—No te preocupes, en verdad lo prefiero. Hubiera sido demasiada responsabilidad para un joven de veintitrés años como yo. Además, estoy contento de que hayan elegido a mi compañero, se lo merecía mucho más que yo.

El desconsiderado camarero hizo acto de presencia y depositó los cafés en la mesa con brusquedad. Ambos jóvenes se miraron y levantaron una ceja. Por culpa del camarero, parte del café de Mario se había derramado en el plato. No habría tenido importancia si aquel camarero delgaducho con cara de pocos amigos les hubiera pedido disculpas, pero no fue así, y Mario se molestó, pero fue Álex el que intentó abrir la boca para quejarse. Sin embargo, su amigo negó con la cabeza dándole a entender que no valía en absoluto la pena quejarse. Además, el camarero ya se había largado.

—Creo que no volveré a este sitio —se sinceró Álex—, y mira que me gusta.

—Es una lástima. El local siempre está a tope, pero se han acomodado.

Se pusieron a gusto el café. Álex le echó un sobre de azúcar moreno a su café con leche mientras Mario agitaba la cucharilla en su taza para que la leche condensada y el café se fusionaran en uno solo adquiriendo aquel delicioso color chocolate.

—Bueno, ¿vas a decirme para qué has venido esta mañana a casa? —preguntó Mario con media sonrisa dibujada.

—Para verte —contestó Álex sin más, pero a Mario, que no se le escapaba ni una, detectó cierto brillo pícaro en sus ojos—. Está bien… En verdad quería invitarte a mi cumpleaños. El caso es que me has propuesto salir un rato por ahí, y como tenía tiempo, he accedido.

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