Se veían los martes, jueves y sábados por la tarde. Los otros días él no podía acompañarla, por el trabajo y las clases de pintura. Los domingos, tras ella salir de misa, salían a pasear un rato por la orilla del Guadalquivir, pues ya hacía calor y cerca del río el aire era más fresco y se estaba bien. La invitaba a un refresco o a un cartuchito de pescadito frito. Poco antes de las dos de la tarde, la acompañaba cerca de su barriada, pues la esperaba su familia para almorzar.
Un domingo, José la convenció para ir en moto al parque de María Luisa, a tomar el sol y darle de comer a las palomas. Ella al principio se negó por temor a que alguien la viese en la moto, además, nunca se había montado en una y le daba miedo de caerse. Una chica en una moto con un hombre, sin ser novios, estaba muy mal visto. Y «la mala fama se expande como la espuma», siempre le decía su madre. Si alguien la viese, perdería muchos trabajos de señoras puritanas. «Una vez ensuciada la dignidad, pese a que fuese mentira, ya no vuelve a ser igual, siempre quedaría la duda», pensaba ella.
Si bien, tras la insistencia de José, no pudo negarse y al final accedió. Se ató un pañuelo cubriendo su cabeza para no despeinarse y se puso unas gafas de sol, así pasaba desapercibida. Ya en el parque, la tarde fue entretenida, Lucía estaba radiante de alegría. Paseó feliz cogida de la mano de su enamorado. Ella lo sentía ya como su novio. «¿Cuándo se decidiría él a hacerlo público?», pensaba ansiosa para no tener que esconderse más y poder presumir del brazo de su amado sin reparos.
Esa noche al volver a casa, antes de cenar, Lucía entró al dormitorio que compartía con su hermana, olió un fuerte olor a tabaco. Y le preguntó con mal humor:
—Rocío, ¿has fumado? Huelo a tabaco —le preguntó molesta con el ceño fruncido.
—Sí, a veces me fumo un pitillo. Chía, eso no es malo, me relaja —contestó Rocío indiferente al tono serio de su hermana.
—Eres una señorita y eso no está bonito. Nuestros padres se van a enfadar mucho si se enteran. —Lucía molesta abrió la ventana para que se airease la habitación—. Mamá está cansada de darnos consejos y tú ni la escuchas, eso sin hablar de que el tabaco no es bueno para la salud.
—¿Sabes? Estoy muy cansada de tus sermones, siempre estás controlando mi vida.
Déjame tranquila, pareces sor Lucía, nadie diría que solo tienes veintiún años.
—Y yo estoy cansada de tu actitud rebelde y liberal. ¿Desde cuándo no vas a misa? —le preguntaba con los brazos en jarra—. Si se entera mamá se va a enfadar bastante.
—Déjame vivir la vida como me dé la gana y disfruta tú de la tuya, que pareces una vieja —le dijo malhumorada, burlándose de ella—. ¡Dios, cualquiera te va a aguantar con cuarenta años! —Enfadada, salió del dormitorio dando un leve portazo.
Lucía, con lágrimas en los ojos, no entendía que su hermana le hablase así. Si le reñía era por su bien, ella la quería. Seguramente, fuese verdad, que tenía un carácter menos abierto y una mentalidad anticuada, pero ella era así y la aconsejaba con cariño.
Desde hacía unos días discutían más a menudo, pues el comportamiento atrevido y rebelde de Rocío alteraba bastante a la sensata y madura Lucía. Esta pasaba la tarde bordando, jugando con su padre al dominó y colaboraba con su madre en los quehaceres de la casa. En cambio, Rocío era muy callejera, apenas ayudaba en casa, prefería estar en el portal charlando con las chicas del barrio.
Rocío no soportaba que su hermana le reprochara nada. Sus comentarios anticuados y machistas la enfadaban bastante. Ella era más atrevida y Lucía no lo aceptaba. Además, Rocío últimamente estaba siempre de mal humor. Le gustaba un chico que había conocido en las clases y este no le prestaba ninguna atención. Así que ahora andaba irascible por ello todo el tiempo.
Un día a mediados de junio, la señora Dolores, a la que Lucía le cosía el ajuar para la boda de su hija, le ofreció que se fuese con ella los meses de julio y agosto a una casa que tenían en la playa de Chipiona. Era un pueblo de Cádiz. Le iban a pagar muy bien. Debía cuidarla, acompañarla y seguir allí cosiéndole su ropa. Últimamente, la señora se encontraba mal de salud y el médico le había recomendado baños en el mar, largos paseos y respirar aire puro para reponerse de su enfermedad. Los hijos de la señora no podían ausentarse todo el verano de sus negocios y se lo propusieron a ella.
—Lucía, nos gustaría que acompañases a nuestra madre. Eres una buena chica y de confianza. Ya llevas casi dos años trabajando con nosotros. Sabemos que mamá estará bien atendida contigo —le manifestaron los hijos de la señora Dolores–. Te pagaremos bastante bien, no te faltará de nada y por supuesto podrás disfrutar de la playa.
La señora confiaba en Lucía. En el tiempo que llevaba con ella jamás había tenido ni el más mínimo problema. Era una chica seria y educada. ¿Quién mejor para acompañarla? Le ofrecieron una buena cantidad de dinero. Lucía no sabía qué hacer, no deseaba irse, estaba ilusionada con José, pero su padre no podía trabajar. Estaba enfermo del riñón con un tratamiento muy fuerte. Su madre trabajaba muchas horas, planchando por las casas y tirada en el suelo de rodillas limpiando escaleras. Así ganaba para comer, pagar los gastos de la enfermedad de su padre y los estudios de Rocío.
Lucía entregaba en su casa todo su sueldo, sin embargo, no era mucho. La madre terminaba agotada, llevaba la casa adelante, además de cuidar de su marido y de sus hijas. El trabajo en la calle era agotador, todo esto la tenía apagada y sin un respiro de tranquilidad. El dinero que le había ofrecido la señora a Lucía ayudaría bastante a sus padres. Se encontraba entre la espada y la pared. Decidió comentarlo con ellos esa tarde y con José, luego ya ella tomaría una decisión. Tenía dos días para contestar y solo cinco para partir hacia la playa, si decidía ir a cuidar a la señora Dolores.
Primero, lo habló con sus padres al llegar a casa. Les contó todo lo que le habían propuesto la señora Dolores junto a sus hijos. Sus padres, conforme la escuchaban, iban sonriendo, les agradaba la idea.
—¡Eso está muy bien! Hija, así podrás también disfrutar de la playa como una señorita —exclamó su madre entusiasmada con la noticia—. Sé que con la señora Dolores estarás bien y no te faltará de nada. En alguna ocasión que me la he encontrado, siempre me dice que te aprecia mucho y está contenta con tu trabajo.
—Van a ser unas buenas vacaciones para ti, serás la envidia del barrio —le decía su padre mientras la abrazaba—. ¿Te ha dicho cuánto te va a pagar?
A Lucía no le resultaba tan divertido como a ellos. Les contó a sus padres lo que la señora Dolores le pagaría y se alegraron aún más. Ese sueldo extra les sacaría de algunos apuros económicos que tenían pendientes.
Ninguno de los dos le preguntó si ella deseaba ir, daban por hecho que era firme y decidido el viaje. Creían que su hija estaba encantada con la propuesta. No le dieron a escoger, simplemente decidieron por ella. Lucía se entristeció bastante, no deseaba hacer sufrir a sus padres, pero su corazón lloraba de rabia por dentro, no deseaba irse. Eran dos meses y medio lejos de su amor y eso le dolía bastante. Tampoco podía contar su relación con José hasta que este decidiese hacerlo oficial. Él le había asegurado que pronto lo haría. Se encontraba atada. Era toda una encrucijada para ella. Y su nobleza no la dejaba contrariar a sus padres a negarse a ir. Por otro lado, se moría de pena pensando en no ver a José durante tanto tiempo.
Las monjas del convento donde algunos días iba a ayudarles a bordar se alegraron también con la noticia, pues ellas se iban a una casa de verano para religiosas. Casualmente también a Chipiona. Las hermanas la animaron a que viajase a la playa y algunas tardes fuese a visitarlas, así estaría más entretenida. El universo, pensó Lucía, parecía estar uniéndose y se confabulaba contra ella. Todos la animaban y la felicitaban por el regalo de esas «vacaciones», en contra de lo que en verdad ella deseaba. ¡Dios mío, es mucho tiempo alejada de José!
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