—Calla, loca, a ver si se va a enterar y como mire para acá, me muero de vergüenza — le contestó Lucía ruborizada por el descaro de su hermana.
Así, hablando y bromeando pasaban las dos hermanas la tarde del sábado. Relajadas les sorprendía el anochecer, cuando tras el paseo volvían a casa.
Lucía tiene veinte años, es bordadora y costurera. Es alta, no muy delgada, de ojos marrones claros, color miel. Tiene una larga melena, que le cubre toda la espalda hasta la cintura. Su pelo es castaño oscuro, le favorece bastante a su cara. Es tímida, noble y cariñosa. Tiene unas manos privilegiadas para la costura. Ella sueña con ser algún día diseñadora de moda. Se compra retales de tela y se inventa los modelos. Así que, se hace los patrones y se confecciona su propia ropa.
Es católica y sueña con conocer a un hombre bueno, trabajador, que la quiera y la haga feliz. También, por supuesto, casarse y tener hijos con él.
Desde pequeña, su madre la ha llevado algunas tardes al convento de Santa Isabel, donde las hermanas religiosas le enseñaron a coser y bordar como los ángeles. Lo mismo cose un traje de flamenca para la Feria de Abril, que borda un mantón de manila o una mantilla para Semana Santa. Lucía es educada, recatada y callada. «Ver, oír y callar», ese es su lema en el trabajo y le va bien. Pese a su juventud, es respetada y querida entre sus clientas. Le cose a gente de la alta sociedad sevillana. También es muy apreciada por las hermanas religiosas de la congregación, donde acude algunas tardes para ayudarlas en las labores de costura.
Lucía les trabaja a damas distinguidas de la ciudad, sobre todo por la zona del centro.
Tiene muchos encargos de mantones y mantillas en estas fechas de primavera. Asimismo, confecciona y borda el ajuar de algunas jóvenes casaderas de clase alta.
Su hermana Rocío tiene dieciocho años recién cumplidos, es más alocada y moderna que Lucía. Tiene buen cuerpo, su cabello es castaño claro y anillado. Su melena rizada le da la apariencia de chica traviesa. Le gusta mucho la pintura. Estudia arte y le fascina pintar al óleo. Los bodegones y paisajes son sus preferidos.
Rocío le da a su madre más quebraderos de cabeza que Lucía. Además de ser la menor, es muy zalamera, convirtiéndose en la niña mimada de la casa que al final siempre consigue lo que quiere. Su madre, a pesar de su rebelde forma de ser, la adora. Su hija pequeña solo piensa en divertirse y vivir la vida, como Rocío continuamente le recuerda, cuando esta la regaña. Tiene una mentalidad muy liberal para su edad. No le gusta mucho estudiar, así que su madre, en tono cariñoso, le aconseja:
—Hija, o estudias o trabajas, decídete, no puedes estar sin hacer nada. Mas, no te veo yo a ti dependiendo de un hombre que te mantenga toda la vida.
—¡Ay, no, madre! No necesito ningún hombre que me sostenga. Quiero estudiar arte, la pintura es mi pasión. Voy a buscar trabajo en alguna tienda para poder ayudaros a pagar mis clases —le confesaba a su madre, no con mucho interés por trabajar—. No obstante, después de las clases, me va a quedar poco tiempo y sin experiencia, no sé si encontraré algún trabajo que se adapte a mis necesidades.
—Rocío, pues manos a la obra, hija, el que algo quiere… —Y agarrándola por el brazo, su madre le seguía diciendo—: Mira tu hermana, no le falta la faena, está contenta con su trabajo, de camino, se ahorra un dinerito confeccionándose ella su ropa.
Las dos hermanas, pese a ser tan distintas, se llevan bien, apenas discuten. Lucía es muy noble, siempre cede ante los caprichos de su hermana. A veces, por no escucharla protestar constantemente y, también, porque ella es la mayor. Lucía se sofoca por la frescura y el modo de actuar de Rocío, sin embargo, adora a su alocada hermana menor y al final, se lo perdona todo.
Algunos domingos las vecinas salen a pasear por la barriada, para que se les acerquen los chicos a pretenderlas y las acompañen en el paseo, pero Lucía nunca va con ellas. No tiene ningún interés ahora mismo en conocer a nadie. Piensa que el amor no se busca, se encuentra. Ella para eso es muy romántica.
Lucía tiene una amiga, María Jesús, desde que eran pequeñas iban juntas al colegio y compartían los secretos, eran inseparables. El padre de María Jesús, trabajaba de guardabarrera en una estación de tren de Sevilla. Hace dos años, lo destinaron de jefe de estación a un pueblo de Castilla, llevándose a vivir con él a toda su familia. De esta manera, ahora las dos amigas solo saben de sus cosas por carta. Cada dos meses, se escriben y cuentan sus rutinas. Sin embargo, la vida de ambas es demasiado tranquila, sin nada especial que reseñar.
En la barriada hay un chico que mira mucho a Lucía. Él la quiere acompañar a pasear y cortejarla, si bien, a ella no le gusta, lo evita y no le sigue el juego. Incluso ha dejado de ir a los guateques de su barriada, pues este chico solo quiere acercarse para bailar con ella. No obstante, esto solo sirve para que su amiga María Jesús y ella se diviertan, cuando lo comentan en sus cartas, pues, el pobre chico, según Lucía, es bastante soso.
Desde hace un tiempo, Lucía guarda un secreto. Aún no lo ha compartido con nadie. Ni siquiera se lo ha contado a su amiga, ni a su hermana, por miedo a que se pudiese gafar. Hace un par de meses, en febrero, ha conocido a José, un chico del barrio de Triana.
El río Guadalquivir divide Sevilla en dos. En una orilla se encuentra el centro histórico de la ciudad y en la otra orilla del Guadalquivir, cruzando el puente, está Triana.
José cruza ese puente cada día, para ir a trabajar al centro de la ciudad. Es el mayor de cinco hermanos, de una familia humilde y trabajadora. Él, con su sueldo, colabora con sus padres en los gastos de la casa. Este había coincidido muchas veces al salir de su trabajo con una joven morena, guapa y de muy buen ver, a la que cada día saludaba con simpatía, pues se sentía atraído por ella. Cada mañana la esperaba para verla pasar. La observaba desde su trabajo. «Esta morena me tiene loco, la tengo que enamorar como sea», se decía para sus adentros. Esa morena era Lucía. Ella nunca le respondía al saludo, era muy vergonzosa. Solo aligeraba el paso con la cabeza agachada cuando lo veía o lo escuchaba piropearla.
Una tarde, José, desde la ventana del edificio donde estaba trabajando, la vio venir y decidió que debía ser osado y lanzarse a hablarle una vez más. Así que, al verla pasar, se animó y le dijo un piropo en voz alta:
—Morena, ¡ole los andares con garbo y salero! Hasta la Giralda se vuelve para verte caminar. Hasta el sol pierde brillo ante tus lindos ojos.
Lucía, roja como un tomate al escucharlo, no le contestó ni lo miró. Ella no hablaba nunca con hombres desconocidos. Su madre era muy estricta sobre este tema y la tenía bien aleccionada sobre ese particular. Eso no significaba que no se sintiese atraída por los hombres, a veces la piropeaban por la calle y se sentía alagada, pero en su interior se moría de vergüenza. Como toda joven, soñaba con su príncipe azul. Un hombre que la enamorase y le bajase la luna si ella se lo pidiese. Era romántica, mas ese hombre, aún no había llegado a su vida.
Lucía, inquieta por los piropos que en voz alta le decía José desde la acera de enfrente, cruzó con rapidez la calle con la cabeza agachada. Con los nervios no vio una motocicleta, que venía en la misma dirección por donde ella iba a cruzar y casi la atropella. Asustada e inquieta al ver la moto tan cerca, casi rozando su cuerpo, intentó esquivarla con celeridad, pero perdió el control y cayó al suelo. El motorista siguió veloz sin pararse siquiera a mirarla ni auxiliarla. No había pasado ni un minuto, cuando un chico fuerte la cogió entre sus brazos, la levantó de la calzada y con sumo cuidado la sentó en un escalón cercano.
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