—Ella se ha enamorado, dice que es el amor de su vida. —Y sin dejar de mirar a su abuela, Alejandra le confesó entre risas—: Es un chico muy guapo. No me extraña que esté colada por él.
—Mi niña, el amor no siempre es tan bonito. Al principio, todo es de color de rosas, luego, es más complicado de lo que parece. Ella estará ilusionada, pero asegurar que es el amor de su vida es algo precipitado. Tú no vayas a ir tan deprisa. La vida hay que beberla despacito, en pequeños sorbos, disfrutarla poco a poco sin atragantarse —le aconsejaba por experiencia propia.
—Ja, ja, abuela, no te preocupes por mí, yo no voy tan rápido. Solo me gusta, nada más. Ah, por cierto ¿sabes qué día es mañana? —preguntó Alejandra con risa nerviosa e intentando desviar el tema.
—Claro. ¿Crees que me voy a olvidar de tu cumpleaños?
—Sabía que no, por eso quiero pedirte mi regalo. Es un deseo muy especial.
—A ver, mi querida Alejandra ¿Qué me vas a pedir? —indagó Lucía con una sonrisa.
—Necesito que me cuentes cosas de tu juventud, de cuando tenías mi edad. ¿Cómo se vivía en tu tiempo? Por lo que he estudiado, has vivido en una época política bastante complicada, con muchas penurias y una fuerte dictadura.
—Sí, cariño, fueron años muy difíciles, con hambruna, muchas prohibiciones y una mentalidad bastante cerrada. —Recordó Lucía con tristeza.
—Abu, llevas cinco años viviendo con nosotros. Nunca me has contado nada sobre ti y deseo conocer tu pasado. —Lucía se puso pálida al escucharla—. ¿Sabes? Cuando le pregunto a mamá sobre tu vida, siempre me dice que debes ser tú quien me la cuente.
Alejandra le rogaba con persistencia, sentada junto a ella y cogiéndole las manos con cariño.
De pronto, la sonrisa de Lucía se había apagado. Ese tema aún dolía en sus entrañas.
Ella estaba delicada del corazón y debía evitar sufrimientos.
—Pero, hija, esas son historias de mayores. Tú aún eres pequeña. Algún día…
—¡Yaya, no soy tan niña como tú crees! —Alejandra, un poco enfadada, le cortó la conversación a su abuela—. Compréndeme, tengo curiosidad por saber de ti, de esa parte desconocida de tu juventud y de tu vida. Tengo muchas dudas y cientos de cosas que preguntarte. —No se iba a dar por vencida tan fácilmente e insistió de nuevo—. Yo te lo cuento todo a ti. ¿Por qué no confías tú también en mí?
—Cariño, es largo de contar. Otro día con más tiempo te lo cuento todo ¿vale? —le contestó Lucía inquieta y con desgana, e intentó disuadirla de su petición—. Además, ya tengo tu regalo preparado para mañana.
—Yaya, ese es el único regalo que deseo por mi cumple. Porfa, ya nunca te volveré a preguntar sobre tu pasado —le decía mirándola suplicante a los ojos, necesitaba saber de la vida de su abuela. ¡Había tantas cosas que no comprendía!—. Soy tu nieta y tengo derecho a saberlo. Imagina cuántas preguntas tengo en mi cabeza y nadie me las responde.
Lucía estaba seria, desencajada, no le apetecía remover su pasado, no le hacía nada bien. Se levantó nerviosa, de pronto su mente rememoró momentos de su vida. Recuerdos y pasajes que acudían a su memoria como si de una película se tratase. Una lágrima resbaló por su mejilla. Negaba con la cabeza. Un nudo se instaló en su garganta y le impedía pronunciar palabra.
—Abuela, no quiero que sufras, pero hay cosas que me intrigan y quiero saber ¿Por qué te metiste a monja? —preguntaba curiosa. Seguía intentando convencerla, sin apartar los ojos de ella. Lucía cabizbaja no la miraba—. Aunque ya no llevas hábito, ¿todavía eres monja? Yo te veo rezar mucho. —Alejandra estaba empecinada en saber y no se rendía—. Venga, yaya, cuéntame. ¿Cuándo tuviste a mamá? ¿Y mi abuelo cómo era?
Lucía dio un profundo y sentido suspiro. Tenía ya el pelo plateado por los años, los próximos que cumpliese en mayo serían los sesenta. Era una mujer delgada, de estatura media, pelo corto, amable, seria, cariñosa y muy católica.
Su nieta mañana cumpliría los quince, ya era toda una mujercita, Si bien, para ella seguía siendo su niña querida. No obstante, ya era más alta que Lucía, tenía el pelo largo, rubio y anillado. Era una niña madura, buena estudiante, le gustaba mucho el baile y la natación. De mayor quería ser médico, como sus padres. Era muy guapa, se parecía mucho a su madre. Y la tenía delante suplicándole que le abriese su corazón.
Lucía había disfrutado mucho con Alejandra estos últimos cinco años…
Volvió a suspirar. Su nieta llevaba razón en lo que le decía, ya tenía edad de saber la verdad. Sin embargo, le acababa de hacer las preguntas más difíciles de contestar a Lucía. Era su secreto y siempre pensó que estaría atada al silencio de por vida. Por el bien de todos era mejor ocultar la verdad. Si su historia saliese a la luz… ¡Qué locura!
Alejandra volvió a mirarla suplicante. Se lo rogaba con los ojos velados por las lágrimas. Ella veía a su nieta sufrir por no saber de su vida y se apenó. De repente, comprendió que no podía, ni debía negarse por más tiempo a contestarle lo que le inquietaba. Había llegado el momento de enfrentarse a los fantasmas del pasado. Con el dorso de la mano, se limpió las lágrimas, que seguían bajando silenciosas por sus mejillas. Se volvió a sentar en su sillón, tras tomar la dura determinación de abrirle a su nieta su corazón y confiarle todos sus secretos.
—De acuerdo, mi niña. Te lo contaré todo con una condición, debes prometerme que toda la historia de mi vida, no puedes contársela a nadie. Será un pacto de silencio entre nosotras. Voy a detallarte mi pasado, no obstante, esto no puede salir de esta casa. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, yaya, te doy mi palabra. Te prometo mi silencio. Mi boca estará sellada.
Así fue como esa tarde y sin imaginarlo ni en sueños, Lucía se preparó para abrir su caja de Pandora. Los secretos que guardaba bajo llave desde hacía cuarenta años. Los cuales imaginó nunca confesaría. Se movió inquieta en su sillón que, de pronto, había dejado de ser cómodo. En ese instante, el silencio reinaba en la estancia, solo el crujir de la lumbre y la respiración agitada de Lucía lo quebró. Volvió a suspirar mientras miraba a su nieta, esta esperaba anhelante a que empezase a hablar. Iba a ser muy doloroso para Lucía remover su pasado. Escarbar en esa parte de su vida que sepultó hace años dentro de su alma. Ya de poco iba a servir retrasarlo. Había llegado el momento. Tarde o temprano Alejandra lo averiguaría todo.
Pensándolo bien, lo mejor era que supiese la historia de su vida por ella misma. Además, andaba soñando con chicos, debía aconsejarla para que no la hiciesen sufrir, tanto como ella sufrió. La mejor forma de hacerlo era con el relato de lo que vivió en carne propia. Se levantó de nuevo, fue al baño, estaba nerviosa. Volvió a sentarse, bebió un buen sorbo de agua, se acomodó en su sillón y respiró hondo. Entrecerró los ojos, notó un pellizco en el estómago y un nudo en la garganta. Miró a su nieta con cariño. Y comenzó a relatarle la dura historia de su vida…
Capítulo 2
Sevilla, cuarenta años antes
Es primavera en Sevilla y sus calles se impregnan de olor a azahar. El humo del incienso ya se huele por el centro de la ciudad. Este año, 1964, la ciudadanía religiosa de Sevilla tiene una importante cita a finales de mayo. Coronan a la santísima Virgen Esperanza Macarena y la ciudad se engalana de fiesta para tal evento.
Dos jóvenes hermanas, Lucía y Rocío, pasean relajadas por la orilla del río Guadalquivir. Se sientan en el fresco césped y charlan muy dicharacheras sobre sus cosas cotidianas.
—¡Hermana, qué bien se está aquí! Me encantan estas vistas con Triana al frente. Aquí junto al río hace más fresquito. Mira, mira ese moreno que va corriendo, ¡es guapísimo! ¡Ay, me he enamorado! —exclamó Rocío entre risas, dándose suaves golpes con la mano en el pecho.
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